Una liviandad encantadora habita las crónicas y reportajes de este escritor colombiano, nacido en Barranquilla en 1963 y considerado en la actualidad una de las más agudas plumas periodísticas en lengua española. Alberto Salcedo Ramos ha ganado innúmeras preseas —entre ellas el premio Simón Bolívar en cinco ocasiones y el premio Rey de España—. Pero más allá de eso se alza con el codiciado y muy esquivo trofeo de tener una legión de lectores en docenas de países. Sus trabajos con Kid Pambelé y Diomedes Díaz lo iniciaron en la ardua tarea de entrevistar mitos ambulantes.
Por Iván Beltrán Castillo
Fotos de Lisa Palomino
“En el oeste siempre escribimos la leyenda”.
John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance.
Cuando está frente al entrevistado, con la esperanza latente de crear un vínculo que se parezca más a la filiación erótica que al policivo interrogatorio de comisaría, lo trabaja la sensación absurda de formar parte de una puesta en escena, un ritual histriónico, un elaborado sainete. La ‘víctima’ escogida para estelarizar el reportaje de turno saca a la luz, por lo general, todo un repertorio de abalorios verbales, anécdotas chispeantes, gestos venerables, recuerdos expurgados, fechas y acciones políticamente correctas, escrupulosas anécdotas donde queda sublimizada su carrera y su ser se eleva hasta las alturas más insospechadas. Un fermento de leyenda e impostada grandeza tiende a primar sobre cualquier otra cosa.
Alberto lo sabe, como que lleva muchos años ejerciendo el arte humilde y prodigioso de verle las luces fantásticas a la realidad y, seguramente, porque entre sus entrevistados más célebres está Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’, una antigua gloria colombiana de los cuadriláteros que, después de clausurada la temporada de elogios, rodó, como un ángel enfermizo, al perfumado y trágico paraíso artificial del bazuco. Su encuentro con este ícono ambulante fue largo, accidentado, lleno de instantes expresivos, y terminó produciendo el libro El oro y la gloria, una de las más leídas obras de no ficción de las últimas décadas en Latinoamérica.
—Siempre he tenido la sensación de que toda entrevista es una ficción enmascarada —afirma—. Seguramente por eso, a la hora elaborar un trabajo, prefiero ser testigo y parte del paisaje —y después agregó con un gran convencimiento—: la entrevista comparte algunas de las reglas de juego del flirteo amoroso. Es un engaño mutuo, un pacto de dos para construir una apariencia luminosa. En ambos casos la divisa central es: “miénteme… miénteme mucho para poder amarte”.
Conoció a Kid Pambelé una mañana tórrida en la ciudad vieja de Cartagena. O lo reconoció, mejor, pues Salcedo Ramos forma parte de quienes éramos unos niños cuando el campeón de los pesos welter junior era la acompasada tromba que despachaba en el ring argentinos, japoneses o panameños, danzando alrededor de ellos hasta hipnotizarlos y utilizando sus largos y torneados brazos como las más mortíferas astas. Como sus peleas eran a veces en sitios tan distantes como el Lejano Oriente, entonces una legión de jovencitos se levantaba a las cuatro de la mañana para verle en acción. Alberto fue uno de ellos y entonces ya le conocía bastante el día en que caminaba por la ciudad histórica con el recordado poeta Jorge García Usta y Pambelé, inmerso en uno de sus estados de levitación inducida, casi los tumba al pasar por su lado.
No lo reconocieron al momento pero, después de un cruce de palabras, la leyenda insomne empezó a insultarlos con esa voz gruesa y enredada que les resultó tan familiar. Les dijo improperios, verdulerías y desatinos durante un rato, pero ellos, sabedores ya de quién era el fortuito agresor, lo serenaron echando mano de un recurso que con él nunca falla: el elogio, la lisonja y el reconocimiento. Así, Pambelé (como la gran mayoría de las figuras públicas a las que se “estimula” con el verbo) pasó de la acritud cercana a la violencia física a la gentileza, el donaire y ese singular estilo de caballero tropical que le acompaña cuando se encuentra sobrio.
Después de aquel incidente callejero, comenzó a recomponer su historia, combate a combate, noche a noche, golpe a golpe. No le fue demasiado arduo darse cuenta de que Pambelé habita en el pasado y siempre está buscando, rodar a las fechas pretéritas de su grandeza, eternizarse en los recovecos de sus triunfos. Por eso, tiene los recortes, titulares, fotografías, grabaciones y objetos de los días de la victoria en un ordenamiento laborioso y perfecto, digno de un obcecado bibliotecario.
Con Diomedes Díaz la historia fue distinta y, por lo tanto, el método empleado para escribir su retrato diametralmente opuesto. A la tentativa de una aproximación directa, una suerte de mayéutica propiciatoria, un relato cuya génesis son los encuentros y las palabras del entrevistado, así como sus reacciones a ciertas preguntas explosivas y poco inocentes, dio el salto a una gran semblanza escrita a partir de los testimonios, recuerdos y acotaciones de quienes han rodeado en su vida al juglar turbulento. Ni una sola vez Salcedo dialogó con su asediado, aunque, a la manera del Talese que rastreara a Frank Sinatra, estuvo muy cerca de él durante una buena temporada, en los hoteles, las disqueras, las discotecas e incluso en la tarima donde el hombre deja salir lo mejor de sí, tan increíblemente distante —según descubrió Salcedo Ramos— de ese otro sujeto temido, oportunista, escandaloso, egoísta, ruidoso, a veces patético, maleducado y detestado por muchos que salta a escena en la vida rutinaria.
—Pero no se trataba de orquestar el linchamiento moral de una figura legendaria como Diomedes Díaz. La función del periodista no es juzgar sino comprender. Y así quise portarme con el retrato de este hombre. Ir más allá parecía necesario, sustancial. De alguna manera lo que me interesaba en esta reconstrucción (y lo que me interesa siempre) es la relación que los personajes tienen con nosotros, con nuestro país y nuestra identidad. Ellos son, ni más ni menos, que una revelación.
—La realidad es una dama esquiva —afirma con alegría—. Una y otra vez hay que cortejarla, tocarla, explorar sus preferencias, sus gustos y sus límites para poder aproximarse a lo que de verdad representa. Yo no puedo confiarme, ni periodista alguno debería hacerlo, a lo que me dice mi entrevistado.
EN UN RÍO DE TINTA
Desde que empezó a estudiar en la Universidad Autónoma del Caribe, a finales de los años ochenta, Alberto Salcedo Ramos se sintió atraído por las ceremonias y ritos populares, por las intensas vigilias de los desheredados y por las historias excepcionales que les suelen ocurrir a las personas comunes, aquellas que no figuran en los titulares de la prensa ni en las fotos sociales de los periódicos.
Así, aunque empezó trabajando en puestos reporteriles rutinarios, como escritor de obituarios y reportero encargado de cubrir cumbres antidrogas, hospitales y salud pública, Salcedo Ramos solo se sintió a sus anchas cuando apareció en su camino una primera, sugestiva y propiciatoria trinchera: el programa de televisión Vida de barrio, que realizó durante más de diez años para la extinta programadora Audiovisuales y por el que obtuvo numerosos premios.
La idea no podía ser más sugestiva. Recorrer los barrios de Colombia —especialmente aquellos donde la solidaridad y la cultura populares se erigen en una trinchera contra la mala fortuna— y hacer unas semblanzas chispeantes, imaginativas y sensuales de sus horas, su pasado convertido en sueño colectivo, su futuro siempre nutrido por la quimérica esperanza.
Llegaron después las crónicas y los reportajes escritos que ubicarían a Salcedo Ramos como el inventivo relator de una realidad que, con frecuencia, supera ampliamente las filigranas y artificios de la ficción literaria. Ya sea con la historia de un viejo y derrotado boxeador que regresa al cuadrilátero después de un largo retiro, o la del crepuscular y ‘shakespereano’ contador de chistes de los funerales barranquilleros, o narrando la vida azarosa y mágica de un circo de enanos, o reconstruyendo una masacre oprobiosa que fue orquestada con música, o persiguiendo el rastro de un torero feliz que nunca fue grandioso y se conformó con lidiar toros abúlicos en las fiestas de pueblo, Salcedo Ramos entrega un testimonio burbujeante y memorioso de la sorda epopeya latinoamericana.
Ahora es uno de los periodistas más solicitados y premiados, lo que, no obstante, no le alcanza para ser del todo optimista respecto al oficio más bello de la tierra.
—En Colombia, según parece— postula Salcedo Ramos—, te miman cuando te pagan. Es curioso que un periodista que está obsesionado con los derrotados, que tiene en su haber un “hall” de los derrotados, tenga cierto relativo éxito. Los editores están enamorados del triunfo y eso se nota en la edición matutina de todos los periódicos.
Y concluye con una aseveración, alternativamente amarga y feliz: “Creo que mi trabajo es básicamente dialogar con fantasmas. Los medios inventan un prestigio con la misma tinta con que lo destruyen. Entonces, el triunfador de hoy será, implacablemente, el derrotado de mañana. Y en el proceso de esa metamorfosis cruel es donde yo aparezco, donde tengo mi explicación y mi lugar en el mundo”.