El corazón estrujado

Por Milagros Aguirre

Ilustración: ADN MONTALVO E.

La pandemia y los malos gobiernos nos dejan pobreza y más pobreza.

—Yo venía con un grupo de personas y me dejaron botado, no sé donde están… ayuda… Tengo miedo.

Con voz lacrimosa Wilton, de diez años, se dirigía a una patrulla en el desierto, en la frontera entre México y Estados Unidos. El niño nicaragüense pasó la frontera con coyoteros y fue abandonado en una inhóspita carretera. Madre e hijo fueron secuestrados en México. Primero fue liberado él. Al hacerse viral el abandono del niño, los secuestradores liberaron a su madre. El niño está en Texas, en un centro de detención de menores. Madre e hijo esperan encontrarse. Algún día…

En esos días también se viralizaba el video de dos pequeñitas ecuatorianas, de tres y cinco años, que fueron arrojadas por los coyoteros al otro lado del muro en El Paso, Texas. Niños y niñas forman parte del éxodo.

Hay quienes tienen la fuerza para dejarlo todo, pagar lo que sea, vivir lo indecible, sufrir la violencia, ser objeto del trato más cruel, mandar a los niños a semejante aventura, en manos de quién sabe quién, para ver si ellos corren con mejor suerte.

Catorce mil niños… ¡Sí!, ¡catorce mil niños solos, es decir, sin acompañantes, ni padres ni tíos ni familiares, han atravesado la frontera entre México y Estados Unidos en el último año. Llegan básicamente de Centroamérica y también del Ecuador, Venezuela, Colombia. El cambio de administración en Estados Unidos se convirtió en esperanza para familias que, en su propia tierra, no encuentran una vida digna. Cogen sus cosas y se van. Unos huyen de la pobreza, otros de la miseria humana: del narco, de la violencia, del maltrato. Las familias mandan a los hijos solos, a ver si encuentran un mejor destino que el que tienen en sus países.

La pandemia y los malos gobiernos nos van dejando eso: pobreza y más pobreza. Hay quienes tienen la fuerza para dejarlo todo, pagar lo que sea, vivir lo indecible, sufrir la violencia, ser objeto del trato más cruel, mandar a los niños a semejante aventura, en manos de quién sabe quién, para ver si ellos corren con mejor suerte. Mandan a sus hijos con una cruz en el cuello y con la bendición de Dios. Y solo esperan que la suerte les acompañe. Que no mueran en el camino, que no les traten mal los traficantes de personas, que no les pique alguna culebra venenosa si es que les toca pasar la noche tras el muro, en el desierto. Y solo esperan que alguien, al verlos tan frágiles, les tienda la mano y que la patrulla les lleve a algún centro de detención infantil, que les den algo de comer y abrigo. Que algún día, esos niños puedan ser felices.

Y ahí van esas criaturas solas, con la piel y el corazón curtido, viviendo todo menos lo que los niños deben vivir. Y ahí estamos nosotros, pasmados, impotentes, mirando en el celular a Wilton llorar y pedir ayuda. Y ahí estamos, tristes, con el corazón estrujado, viendo a las dos niñas lanzadas a dos metros de altura que caen sin romperse un hueso. Cien niños diarios… es demasiado…

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