El contragolpe de los garotos prietos.

Ilustración Miguel Andrade.

Edición 416 – enero 2017.

Abril de 2014. Barcelona visita al Villareal. El mulato Dani Alves se acerca a patear un tiro de esquina. Y desde los graderíos, le cae una banana. Tras un segundo absorto, el crack levanta el plátano y se lo come. Dribló así el veneno del gesto. “Son once años de esto”, declaró Dani.deporte-01

Odio racial: los brasileños tienen una memoria de exclusión que tiene sus más insólitos orígenes en el mismo país tropical, donde el tema no está resuelto. Y pese a que han sido sus contribuciones fundamentales al superlativo prestigio de su fútbol, casa adentro y por fuera, sufren los mismos golpes. A Neymar, los hinchas del Espanyol le imitan monos aulladores.

El fútbol en Brasil inicia en 1894, cuando Charles Miller y Oscar Cox, estudiantes brasileños de origen inglés, vuelven con la novedad; acogida por la élite que la quiere para sus chicos, y excluye a negros, mulatos, mestizos y obreros. Un primer partido oficial se libró en 1895, entre el São Paulo Railway y la Compañía de Gas; el primer torneo de ese estado fue en 1902.

El escritor Ezequiel Fernández visitó el Museo del Fútbol, en Brasil. Cuenta que el primer afro en debutar fue el ferroviario Miguel do Carmo, un negrito que hacia 1900, con quince años, defendió al Ponte Preta. Tres años antes, esta nación abolió la esclavitud.

Los hijos de brasileños ricos tienen entrenadores, club, becas, comida, ropa, vida social. Negros y otros parecidos, nada: desarrollan su juego en las calles, con pelotas de trapo. Unos critican aquí la exclusión, otros afirman que esa picardía y fantasía, propia de los más emblemáticos momentos del fútbol brasileño, también nacía en calles y traspatios de las fábricas.

Garotos de favelas y obreros se apasionaron por la pelota. Y de 1910 data la fundación de su primer club, el Corinthians. En esos años surge una primera leyenda mulata: Arthur Friedenreich, hijo de alemán y negra brasileña. De ojos claros y piel oscura, el paulista fue el primer goleador brasileño: 1 284 goles; más que Pelé.

En esos partidos los chicos acudían a las tribunas, a saludar a las damas. Semana precisa que, para el detalle, El Tigre tenía que alisarse el pelo con plancha y toallas hirviendo. En el Museo del Fútbol se conoce que Carlos Alberto, para defender al aristocrático Fluminense, se blanqueaba la piel con polvo de arroz, un cosmético del siglo XVI de las cortes francesas. Hoy, cuando el club salta a la cancha, sus hinchas lanzan, justamente, polvo de arroz.

Otra es la leyenda de Manteiga, un marinero de América de Río, que en 1923 no podía usar el vestuario de sus compañeros. Derribado por tanto desplante, aprovechó una gira del club que llegó hasta su natal Salvador de Bahía, pueblo negro del que jamás salió, para nada, nunca más.

Los negros no dieron su brazo a torcer. Y algunos directivos empezaron a incluirlos en sus formaciones. Es el Vasco da Gama el que logra el título de 1923 y expresa la diversidad étnica y social de los brasileños: tres negros, un mulato y siete trabajadores blancos, portuarios y taxistas. La osadía les costó su expulsión de la liga local.

En la Copa Sudamericana de 1921, en Argentina, los brasileños fueron tratados de “macacos”. Por eso, un decreto presidencial de Epitácio Pessoa excluyó a los negros de integrar selecciones: “por prestigio nacional, jugadores solo rigurosamente blancos”.

En 1922 un hecho marcaría a favor de la integración: en la Semana de Arte Moderno de São Paulo crece la tendencia entre los artistas de despojarse de lo europeo. Por vez primera, el mulato y el mestizo recibían una confirmación artística y política.

En los años treinta brilla Leónidas da Silva, el Diamante Negro, cuya vida indica cómo la disputa por la presencia de los negros sería de ida y vuelta y para siempre. El crack de América jugaba descalzo y viajó separado de sus compañeros a los mundiales de 1934 y 1938; pero fue el primero en filmar un comercial: Lacta usó su imagen para promocionar el chocolate Diamante Negro.

Los racistas no aflojaban. Para que la joya prieta no fuera a la selección, le inventaron el robo de una joya a una blanca. Establecieron que solo podrían jugar quienes supieran leer y escribir. O blasfemias como que, en pleno vértigo, el negro no podía, de manera alguna, golpear al blanco; si lo hacía, se paraba el juego, el blanco le propinaba una cachetada. ¡Y le cobraban falta!

Pretendieron sacarlos del fútbol y estuvieron fuera de acceso a educación. Varios, con las justas, lograron aprender a firmar; pero como hacerlo con sus nombres y apellidos era harto difícil para ellos, a un directivo se le ocurrió otra anécdota: les puso un apellido genérico, Silva.

Y así firmaron sus carnets decenas de talentos negros. Leónidas (da Silva) fue uno de ellos. Daban pelea: Domingo Da Guía era conocido como El Divino y Fausto como La Maravilla; pero Pascoal Cinelli se convirtió en Pascoal da Silva.

Hacia los primeros treinta, el fútbol verde amarillo inició procesos de inclusión y profesionalización de sus jugadores: obreros y albañiles blancos, negros o rojos, pero con talento tenían trato, salarios y horarios diferenciados para que logren entrenarse.

LA PELOTA, FUENTE DE BRASILEÑIDAD

Fátima Rodríguez Ferreira participa en Textos de Brasil: Fútbol. Cuenta que intelectuales nacionalistas enfatizaron su preocupación por analizar el “temperamento brasileño”, en una sociedad industrial azucarera, latifundista y patriarcal. Uno de los más conocidos es Sérgio Buarque de Holanda, tío del gran Chico, con “Raízes do Brasil”, 1936.

Crece una euforia por pensar lo brasileño y el fútbol es fuente de primera mano. La tesis de doctorado de José Lins do Rego, Mario Filho y Nelson Rodríguez, ¡Con un brasileño no hay quien pueda! Fútbol e identidad nacional, relee sus crónicas, escritas en los años cincuenta y sesenta.

Lins asociaba el fútbol brasileño a la samba, de raíces africanas. Y sostiene, orgulloso, que aquel sería la expresión de la “novedad” brasileña, en una rica amalgama cultural. “Ver jugadores confundiendo adversarios extranjeros en pases mágicos y carnavalescos”.

Los pensadores insisten en la figura de Leónidas, que contradice a quienes veían en el negro y el mulato una supuesta inferioridad y fragilidad. “Era fuerte y sagaz, encarnación suprema del fútbol mestizo”, afirma Lins. Y concluye. “El fútbol mulato sintetiza la brasilidad”. Gilberto Freire remata: “Es un fútbol que convirtió un estilo británicamente apolíneo en danza dionisíaca”.

EL MARACANAZO, EL PERRO CALLEJERO Y LA TRAVESURA

Con el Maracanazo el debate se agita. Filho permaracanazo3_650x402-jpg_1360585586cibe que, para muchos, la derrota de 1950 provocó un recrudecimiento del racismo, que la integración racial no cuajó y que el negro era un factor de atraso y obstáculo para el desarrollo de la raza brasileña. “El brasileño se autodenominó como una subraza de mestizos, incapaz de aguantar con firmeza los momentos difíciles”.

El cronista Nelson Falcao Rodríguez asegura que Brasil puede ser explicado desde el fútbol, “un paradigma del hombre y del pueblo brasileño”. La derrota del 50 fue, por muchos, atribuida a la inestabilidad emocional de los jugadores. Él acepta asociar el fracaso del Maracaná con la poca convicción sobre las propias posibilidades.

Falcao hablaba del espíritu derrotista del brasileño, que fue potenciado por la decepción del 50 y su asociación a la inferioridad del tipo humano indefinido, resultante de la mezcla racial. “El brasileño sufría de un complejo de perro callejero”.

DIOS CREÓ A GARRINCHA… ¡Y NO PUDO MARCARLO!

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La figura universal de otro mulato, Garrincha, provee oxígeno a la discusión. Deforme, calificado de subnormal y distraído como pocos, dio una gran lección ocho años después, en el Mundial del 58: la autoaceptación. “No imitaba a nadie y dejaba a los extranjeros boquiabiertos con sus dribblings desconcertantes”, afirma Filho, que exaltaba el mestizaje y el fútbol arte como elementos céntricos de la “brasilidade”.

Falcao es concluyente. “Por obra de un mestizo de piernas torcidas, el brasileño empezaba a sentirse orgulloso de ser lo que era. Comenzábamos a intuir que era bueno, que era un privilegio ser brasileño”. Y el jugador también superaba su complejo de perro callejero, esa “inferioridad en que el brasileño se coloca frente al resto del mundo”.

Para él explicar la pérdida en el Maracaná es simple. “Obdulio nos trató a puntapiés, como si fuéramos perros callejeros”, dice, en referencia a Varela, el gran capitán uruguayo protagonista del memorable 2-1, con 200 000 torcedores en el Maracaná.

En Barbosa, un gol que cumple 50 años, un libro de Roberto Muylaert, el portero habla del vía crucis que vivió mientras llegaba el gol de Ghiggia. “En el centro del área solo están ellos, ningún defensa nuestro. Si centra, no hay manera, es gol seguro”, dice, con relación a los celestes, “verdugos babeando”.

Barbosa sigue: “Ghiggia siente que estoy afuera, aunque corre cabizbajo, como un toro miura. Cuando sentí el estadio en silencio total me armé de coraje, miré para atrás… y vi la bola de cuero marrón ahí adentro”. El hincha y la sociedad brasileña lo condenaron a ir muriendo, para siempre.

Barbosa fue velado un abril 7 de 2000, barriecito adentro, en un sencillo ataúd: sobre su pecho, esas manos que jamás usaron guantes y sufrieron once fracturas. En ironía letal, Barbosa recibió como regalo el arco de madera donde encajó los goles. En la primera barbacoa que pudo, junto a sus amigos, prendió fuego a la tristemente célebre portería.

El Mundial del 58 fue crucial para esta disputa de pensadores. “El problema de la selección no es de fútbol… es un problema de fe en sí misma. El brasileño necesita convencerse de que no es un perro callejero y que en Suecia tiene fútbol para dar y vender”, dice Nelson Falcao.

Y así fue, Garrincha por delante. “Gracias a los 22 jugadores que conformaron el mejor equipo de fútbol de la tierra en todos los tiempos, Brasil se descubrió a sí mismo y percibimos que es muy bueno ser brasileño”.

Cuatro años más tarde, Falcao se afirma en sus tesis, citando a Garrincha como portador de un rasgo decisivo del carácter brasileño, la molecagem o travesura de los niños, inesperada, ágil y creativa, fruto de la combinación de la ingenuidad y la experiencia. Y sentencia grandilocuente: “El brasileño no se parece a nadie, ni a los sudamericanos; es una nueva experiencia humana”.

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