Por Jorge Ortiz.
La guerra civil siria cumplió seis años, sin solución y con cada día más muertos.
El 15 de marzo de 2017, el día en que la guerra civil en Siria cumplía seis años, 1.300 soldados del ejército de Turquía y 2.000 milicianos sunitas luchaban con denuedo pero sin éxito tratando de romper la barrera defensiva levantada en torno a la ciudad de Al Bab por los combatientes vestidos de negro del Estado Islámico. La operación ‘Escudo del Éufrates’, diseñada por los turcos y sus aliados, seguía sin conseguir sus objetivos, medio año después de iniciada, a pesar de los reiterados anuncios, más propagandísticos que verdaderos, sobre la inminente captura de la ciudad. Ni siquiera el apoyo de la aviación estadounidense, diario y contundente, había bastado para doblegar la resistencia de los luchadores del califato.
Para entonces, la guerra en Siria había causado cuatrocientos setenta mil muertos, un millón de heridos y casi diez millones de desplazados. Pero, además, del conflicto inicial (unas protestas callejeras contra el gobierno del presidente Bashar al-Asad que derivaron en represión, primero, y en combates, después) se había pasado a una guerra total, en la que ahora están involucrados Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Turquía e Irán, el ejército sirio y una serie de milicias disciplinadas y bien armadas desde el exterior: la chiita Hezbolá, el Ejército Libre Sirio, las brigadas kurdas y, claro, el Estado Islámico. Una guerra en varios frentes y, casi, de todos contra todos.
El empantanamiento en Al Bab, una batalla que se suponía que no duraría más de unas pocas semanas, demostró que contra todos los pronósticos, tanto la guerra civil siria como la derrota definitiva del Estado Islámico demorarán más de lo anticipado. Y es que, aunque se trata de dos conflictos distintos, por otras causas y con otros protagonistas, han terminado por estar tan entreverados que el final del uno no parece posible sin el final del otro: la guerra siria no terminará mientras el califato siga operativo (por ejemplo, reteniendo Al Bab y, sobre todo, una de sus capitales, la ciudad de Raqqa), a la vez que el Estado Islámico no será eliminado mientras pueda moverse con soltura en medio de la convulsión y el caos de la guerra civil.
(En Iraq, entretanto, la derrota y expulsión del Estado Islámico, con la consiguiente pacificación del país, parece estar bastante más próxima. Podría ocurrir este mismo año, ante el constante —y por ahora indetenible— avance contra la capital del califato, la ciudad de Mosul, del ejército iraquí, los ‘peshmergas’ kurdos y las milicias chiitas del grupo Multitud Popular, con el respaldo, desequilibrante, de las aviaciones estadounidense y británica. Ese avance empezó el 17 de octubre de 2016 y, a pesar de la resistencia fervorosa de los soldados del califato, ya el sector oriental de Mosul le fue arrebatado al Estado Islámico, que está luchando cuadra por cuadra y casa por casa en el oeste de la ciudad, pero perdiendo cada día un poco de terreno.)
La gran batalla
Cuando ya fue notorio, a mediados de 2016, que las posiciones del Estado Islámico en Siria e Iraq eran insostenibles en el mediano plazo, tanto por el daño que a diario causaban los ataques aéreos —por separado— de los occidentales y los rusos como por la pérdida vertiginosa de reclutas y de dinero, el mundo entero supuso que la estrategia de los combatientes islámicos radicales daría un golpe de timón: en lugar de desangrarse tratando de mantener territorios indefendibles, sus brigadas se dispersarían por el mundo para proseguir la guerra por otra vía. Y esa otra vía sería, por supuesto, el terrorismo. En Europa, en especial, los temores y los recaudos se multiplicaron.
No sucedió así, sin embargo. Por el contrario, el Estado Islámico está defendiendo metro a metro los territorios sirios e iraquíes de los que se apoderó en una ofensiva fulminante entre enero y junio de 2014, aprovechando el caos absoluto causado en Siria por la guerra civil que estalló en 2011 y el colapso de toda la institucionalidad —empezando por el ejército— sufrido por Iraq a partir de la invasión estadounidense de 2003. De los alrededor de 160.000 kilómetros cuadrados que llegó a controlar en junio de 2014 (el 29 de ese mes proclamó el califato), el Estado Islámico hoy ya mantendría menos de la cuarta parte. Pero sigue peleando.
Donde esa pelea está siendo más encarnizada es en la ciudad siria de Al Bab, en la que Turquía está involucrada masivamente, con armas y soldados. Participante tardío en la guerra siria, el ejército turco entró en los combates en agosto de 2016 con un propósito doble: alejar de sus fronteras a los milicianos del Estado Islámico, con quienes incluso había hecho buenos negocios de petróleo hasta hacía poco antes, y quitarles protagonismo militar a las milicias kurdas sirias, para así impedir que sus demandas de autonomía tengan un efecto de contagio en los kurdos que viven en Turquía y a los que el gobierno considera “simples terroristas”. Pero, con el paso de los meses, el involucramiento turco en la guerra siria no ha parado de crecer.
De su participación inicial con cobertura aérea y artillería, las tropas turcas pasaron, en octubre, a los combates directos, en los que han sufrido ya decenas de bajas. Y, para colmo, el asalto final con los combatientes del Ejército Libre Sirio (opositor al gobierno de Bashar al-Asad) contra Al Bab fue postergado una y otra vez, hasta febrero de 2017, cuando comenzó un ataque masivo que, según afirmó el estado mayor turco a principios de marzo, había fracturado la resistencia del Estado Islámico. “La operación ‘Escudo del Éufrates’ ha sido un éxito”, dijo su portavoz, jubiloso. Pero su versión fue desmentida al día siguiente por el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos: “Al Bab sigue, en un noventa por ciento, en las manos del Estado Islámico…”.
Ahí vienen los rusos
Pero, claro, el tema no es sólo militar. Es, sobre todo, geopolítico y, sin duda, de alcance global. Es que la guerra siria, al haberse prolongado y ampliado tanto, se ha erigido en el escenario mayor de un extenso ejercicio de fuerza e influencia de las grandes potencias planetarias. Rusia, en particular, se ha valido del larguísimo conflicto sirio para recobrar el protagonismo estelar que tuvo en la política internacional hasta la quiebra del socialismo y la extinción de la Unión Soviética. La habilidad fría y cortante del presidente Vladímir Putin, con su astucia de espía, está siendo decisiva para el posicionamiento fuerte de Rusia, en medio del despiste habitual de la diplomacia estadounidense y de la notoria irrelevancia de la europea.
Rusia y Turquía, que coinciden en su enemistad con el Estado Islámico y han cooperado con frecuencia en los campos de batalla, difieren de manera honda sobre lo que debe ser Siria cuando la guerra algún día termine. Es así que mientras Rusia quiere que la dinastía de los Al-Asad siga en el poder, como lo está desde 1971, Turquía exige su salida, pues ve en Bashar al-Asad el causante principal de la guerra y, por lo tanto, el impedimento mayor para la pacificación. En la necesidad de la salida de Al-Asad y el llamado a elecciones limpias Turquía coincide con Estados Unidos, una cercanía que, desde luego, Rusia intenta afectar.
Fue así que el 9 de febrero, en plenos combates contra el califato, la aviación rusa atacó posiciones turcas y mató a tres soldados. Desde Moscú, el mando militar calificó al hecho de “accidente desafortunado”. Eso pudo haber sido, por supuesto. Pero también pudo haber sido —y así fue interpretado de inmediato— un ‘recordatorio’ ruso de su actual influencia dominante en la región y, más aún, un ‘aviso’ para que Turquía se abstenga de participar en la guerra siria en coordinación con Estados Unidos, a pesar de que los dos países son aliados en la OTAN.
Por lo demás, es evidente que algo tuvo que ver Turquía en la crisis siria que desencadenó la guerra civil. Es que a la caída de la producción de petróleo, que de 620.000 barriles por día en 1995 pasó a 380.000 en 2010, se sumó una larga sequía que empezó en 2006 y que hizo de Siria un país más cálido y árido, lo que fue agravado por una escasez muy severa de agua, causada —al menos en parte— por las represas que construyó Turquía aguas arriba del río Éufrates. El asombroso Creciente Fértil, donde floreció la especie humana y fue ‘inventada’ la agricultura, sufrió un proceso de desertificación que expulsó de sus tierras a grandes legiones de campesinos. El remate fue una política fiscal de gasto y derroche que multiplicó el déficit y que forzó a la eliminación del subsidio de los combustibles. Así, todo quedó listo para el estallido. Y Siria estalló el 15 de marzo de 2011.
¿Qué hará Trump?
Con su gobierno todavía flamante, iniciado el 20 de enero de 2017, Estados Unidos está diseñando su nueva estrategia militar y política para la región, donde su influencia está muy menoscabada por sus indecisiones de estos seis años, en especial porque nunca supo con claridad a quiénes apoyar y dónde trazar sus líneas rojas. Con su vehemencia infaltable, el presidente Donald Trump ordenó identificar la manera de acabar “en pocos meses” con el Estado Islámico, para lo cual no descartaría colaborar en el terreno con Rusia e, incluso, enviar soldados en misiones de combate. Algo, por cierto, muy riesgoso.
Por ahora, el contingente estadounidense en Siria es de 900 soldados, pues a finales de febrero fueron enviados 500, que se sumaron a los 400 que ya cumplían funciones de asesoría y logística para los combatientes sunitas y kurdos. La tarea del segundo grupo es “pacificar la zona y preparar la toma de Raqqa”, para lo cual deberá amalgamar a los distintos grupos árabes y kurdos que, cada uno con sus propios jefes y sus propios objetivos, combaten contra el Estado Islámico. Pero ese empeño no será fácil, pues Turquía desconfía de los kurdos y quiere neutralizarlos. Es decir que el conflicto sigue enredándose.
Pero incluso si se amalgamaran todas las organizaciones árabes y kurdas, si Turquía (y hasta Irán) estuvieran de acuerdo y si Rusia se uniera a Estados Unidos y Gran Bretaña en las operaciones aéreas, ¿eso llevaría a la derrota final y a la desaparición completa del Estado Islámico? La única respuesta posible es que eso no parece probable, al menos en el futuro previsible. El califato de Mosul podría ser eliminado y, de paso, el califa Abu Bakr al-Bagdadi moriría. Eso sí. Pero, a pesar de que hasta ahora está dando batalla, el Estado Islámico no parece dispuesto a sacrificar en Siria e Iraq hasta a su último combatiente. Su estrategia, cuando todo esté perdido en la Mesopotamia, sería dispersarlos por el Oriente Medio y el norte de África, primero, y por todo el Occidente, después, para así seguir haciendo como terroristas lo que no acabaron de hacer como soldados.
En la guerra civil siria, a su vez, ahora el final ya no sobresale en el horizonte con la nitidez con que parecía asomarse hace unos pocos meses. Y es que el creciente involucramiento de Turquía dificultará que, como quiere Rusia, el conflicto termine con la victoria del gobierno y la prolongación en el poder de Bashar al-Asad. Además, falta saber cuál será la posición de Estados Unidos. Hasta ahora, su exigencia de elecciones sin Al-Asad era inamovible. Desde el 20 de enero, con Donald Trump, nada está muy claro. ¿Mantendrá la línea política previa y, en esa exigencia, se alineará con Turquía, o preferirá una alianza con Rusia y, por lo tanto, cederá en su requisito de democratización? Sólo Trump lo sabe.
LA ÚLTIMA GUERRA DE RELIGIONES
Cuando rompieron sus relaciones diplomáticas, a mediados de enero, las tensiones entre Arabia Saudita e Irán llegaron a un punto crítico, que hizo que el mundo musulmán (alrededor de 1.500 millones de personas, nada menos) contuviera la respiración: había un peligro cierto de guerra. Pero, ¿no son, acaso, dos países llenos de semejanzas? Lo son, sin duda, lo cual no impide que puedan llegar a enfrentarse en la que sería la última guerra de religiones, como las que se libraron en Europa en los siglos XVI y XVII.
Sus semejanzas son, en efecto, enormes. Son, para empezar, países vecinos, separados sólo por las aguas del golfo Pérsico. Son, además, pueblos islámicos, seguidores fieles del profeta Mahoma. Tienen también, ambos, mucho petróleo y gobiernos teocráticos opresivos y represivos, donde los derechos democráticos —comenzando, claro, por la libertad de cultos— son entendidos como manifestaciones evidentes de la decadencia occidental. Pero, a pesar de ser musulmanes, lo que les separa es, paradójicamente, la religión.
Sí, la división en el islam que empezó en el año 632 al morir Mahoma sin designar un sucesor, lo que desencadenó una guerra civil inmediata y prolongada, no ha sido subsanada catorce siglos después: Arabia Saudita, país sunita de 2,1 millones de kilómetros cuadrados y casi treinta millones de habitantes, disputa no sólo la supremacía en el mundo musulmán sino también la hegemonía regional con Irán, país chiita de 1,6 millones de kilómetros cuadrados y más de ochenta millones de habitantes. Dos potencias, desde luego, próximas y rivales.
A mediados del siglo XX, cuando los dos países se enriquecieron gracias a sus ventas caudalosas de petróleo, las ansias de poder se dispararon y, claro, las viejas disputas teológicas se exacerbaron. Y en 1979, cuando una revolución islámica puso al mando de Irán a los clérigos chiitas más radicales, el alejamiento entre la monarquía conservadora sunita y la militante república chiita iraní se volvió inevitable y cada día mayor. Después, la destrucción de Iraq por la invasión estadounidense de 2003 causó un vacío de poder regional que, por supuesto, Arabia Saudita e Irán se lanzaron a llenar. Y la disputa se agravó.
Hoy nada les une y todo les separa. Así, por ejemplo, Irán exige que una autoridad religiosa internacional maneje los santuarios de todos los musulmanes, a lo que se opone con dureza Arabia Saudita, donde están ubicadas las ciudades santas de La Meca y Medina, y cuyas autoridades organizan y controlan las peregrinaciones anuales a la mezquita de la Kaaba, a las que acuden —con dificultades crecientes— cientos de miles de iraníes.
También les separa el petróleo, pues a la vez que Irán quiere aumentar la producción de la OPEP, por sus desesperantes necesidades económicas, Arabia Saudita quiere disminuirla para así mantener en niveles moderados los precios, de manera que las técnicas no convencionales de extracción (como la de fracturación hidráulica del subsuelo, llamada ‘fracking’) dejen de ser rentables y, por consiguiente, salgan del mercado. No hay, entonces, acuerdo posible entre iraníes y sauditas.
Y ahora, en la guerra siria, Irán y Arabia Saudita están visiblemente detrás de los bandos enfrentados. Los iraníes respaldan con dinero, armas y jefes militares a las fuerzas partidarias del presidente Bashar al- Asad. En la orilla opuesta están los sauditas, que financian con abundancia a las fuerzas rebeldes. Irán está aliada con Rusia, Arabia Saudita con Estados Unidos. El telón de fondo es la división del mundo musulmán, con los sunitas en las trincheras de un lado y los chiitas en las trincheras del otro.
A propósito: la ruptura de las relaciones diplomáticas fue la derivación inmediata del asalto a la embajada saudita en Teherán por parte de turbas iraníes enardecidas por la condena a muerte, en Arabia Saudita, del clérigo Nimr al-Nimr, un jeque chiita partidario de la secesión de una región oriental del reino saudita, de población chiita, y su incorporación a Bahréin, otro país de mayoría chiita. Al- Nimr fue apresado en julio de 2012, acusado de sedición, terrorismo y tenencia de armas, fue enjuiciado, declarado culpable y condenado a muerte. En enero de 2017 fue ejecutado en secreto y enterrado en un lugar desconocido. Irán hirvió de indignación. La tensión escaló. Se habló, en voz alta, de guerra. Sí, la última guerra de religiones.