Por Milagros Aguirre.
Ilustración ADN Montalvo E.
Edición 427 – diciembre 2017.
Se dañó el ascensor del edificio donde vivo. La empresa que le da mantenimiento lo hace una vez al mes y es muy puntual a la hora de cobrar por el servicio. Suelen ir sin que nadie les llame; a veces están una hora, otras cinco minutos, pero siempre cobran lo mismo. El día que se dañó el ascensor, llamamos a pedir ayuda técnica. Respondieron nada más y nada menos que “¡ha de ser porque la gente sube y baja constantemente, en lugar de ir por las gradas!” Los vecinos éramos los culpables del daño, simplemente por… ¡usar el ascensor!
En otra ocasión, el refrigerador nuevo dejó de funcionar. El viejo había durado como treinta años, pero la novelería nos hizo cambiarlo por uno más grande y bonito, de esos que no hacen escarcha. Fue el técnico, un jovencito de los que llaman ahora “millenials”, miró el refrigerador y, furioso, me preguntó si había leído las instrucciones, numeral veinticinco, párrafo cinco. En efecto, no había leído las instrucciones puesto que toda mi vida había visto que bastaba con conectar el enchufe del refrigerador al tomacorriente de la pared para que este funcione. Su reclamo me puso nerviosa y hasta me sentí culpable. Resulta que requería un aparato de esos que controlan los altibajos de voltaje y, aunque en la tienda nunca mencionaron el adminículo, en las instrucciones estaba claro. Algo avergonzada por tremendo error (“por favor, lea siempre las instrucciones cuando compre algo y, además, guarde la garantía y no se le ocurra botar la factura ni arrugarla ni guardar en el bolsillo del pantalón que luego mete en la lavadora”), le comenté al joven técnico que la refri anterior había durado treinta años y que no necesitaba regulador de voltaje alguno y me respondió que lo que pasa es que no sé distinguir entre lo eléctrico y lo electrónico. En resumidas cuentas, me trató de ignorante y de vieja.
Con otro artefacto doméstico que se dañó al año, teniendo una garantía de tres, pasó algo parecido: “que no le ha limpiado bien, que necesita vinagre, que usted no le ha de estar haciendo el mantenimiento…”, el aparato en cuestión había tenido un daño de fábrica, pero quienes me lo vendieron insistieron en que algo habremos hecho mal para que se dañe tan pronto…
No se crea eso de que el cliente siempre tiene la razón. Al contrario, ¡nunca tiene la razón! Una vez tomé cinco limones de la gaveta de la tienda del barrio. Cuando iba a pagar, la dependienta me dijo que solo me podía vender tres. Al preguntarle por qué si en la gaveta había cinco y necesitaba los cinco y le iba a pagar por los cinco, me respondió: “Si se lleva los cinco, yo… ¿qué vendo?”
No tuve respuesta. Dejé los cinco limones para que los venda de uno en uno. El cliente nunca tiene la razón.