El cine y yo

Por Ana Cristina Franco Varea

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La crueldad en dibujitos

Esa puerta a otra dimensión, esa estación en la que volar está permitido, esa cueva en la que la luz dibuja historias, esa caverna de Platón que proyecta en sus muros las verdades que afuera no se pueden ver porque están prohibidas: el cine. Mi primera cita con él fue a los tres años. Mi madre me llevó a ver Bernardo y Bianca, la película de Disney, en el cine Colón, que era el cine de nuestro barrio. Miraba la peli embobada, les hablaba a los personajes en voz alta para que siguieran mis consejos… hasta que llegó el momento triste. Aunque no me acuerdo cuál fue, recuerdo exactamente como me sentí: traicionada. Por primera vez en la vida. Lloré a grito pelado. ¿Cómo podía pasar eso en una película para niños? ¿No se supone que los niños vivíamos en un mundo de hadas? Estúpida película. Mala. Mientras le reclamaba a mi mamá por haberme llevado a presenciar aquel atropello contra los derechos humanos, lloraba sin saber que en realidad lloraba por el destino. Por la muerte. Aunque la película (gracias a Dios) terminó bien, podría decir que mi primer acercamiento al cine fue el acercamiento a la crueldad humana. Los despiadados dibujos de Disney ya me enseñaron, a los tres años, que existe el azar. Compadezco a los niños que vieron Bambi.

 

Lo mejor del cine es cerrar los ojos

Mi segundo acercamiento al cine (y quizá el mejor) fue con los ojos cerrados. Para ese entonces yo ya tenía unos diez años. En esa época mi papá nos llevaba a mi hermana menor y a mí, cada domingo, al cine Benalcázar. Recuerdo el canguil en funda transparente, el Manicho y la sugerencia de mi padre —que fue una costumbre inculcada a la fuerza por mi abuelo—: “tascar habas”. A excepción de Jurassic Park y esa adaptación de Hamlet que hace Disney que es El rey león (que nos traumó mucho más que Bernardo y Bianca), ninguna película me marcó. Más tarde el Benalcázar y los cines de barrio fueron reemplazados por las cadenas Multicines. Allí, el Manicho y las habas fueron suplantadas por el hot dog, el canguil con mantequilla, los nachos con queso y la cola con sorbete. Esos sabores son los que recuerdo, porque vimos muchas películas, pero realmente, yo no vi ninguna. Mi miopía había aumentado y me era difícil leer los subtítulos. Pero había otra razón mucho más fuerte. Prefería usar el cine para algo que afuera me estaba prohibido: pensar (y no exactamente en la película). Aunque casi nunca veía la pantalla, amaba ir a ese lugar mágico en el que muchas personas, con la luz apagada, tenían derecho a pensar en lo que quisieran; podían estar en paz sin que nadie violentara su mundo interior. Mientras comía mi hot dog con Coca-Cola, recordaba los detalles de días que creía olvidados o inventaba historias en mi cabeza. Y nadie tenía derecho a interrumpirme.

Por suerte The Matrix salió cuando me mandé a hacer lentes nuevos.

 

Todo sobre mi madre (con mi madre)

El cine dejó de ser un espectáculo de efectos y canguil cuando a mis trece años, mi madre decidió invitarme a lo que ella nombró “mi primera salida de grande”. Iríamos al cine (a ver una película de verdad) y luego a comer. Sería por la noche, como lo hacen las personas adultas. Sería una noche especial. De madre e hija grande. Fue mi primer acercamiento al arte y la sensación más parecida a eso (sin exagerar) es la de ver el mar. La sensación de que faltan ojos para tanta belleza. Salí de la sala de cine fascinada. Esto solo era el comienzo. Había otro mundo listo para ser descubierto: el mundo del arte.

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