El camino a Esmeraldas, el fracaso permanente.

Por Fernando Hidalgo Nistri.

Fotografía – Instituto Nacional de Patrimonio / Ministerio de Cultura.

Edición 441 – febrero 2019.

 

Esmeraldas--1
Corte en la montaña en el tramo Ibarra-Salinas.

Una de las historias ecuatorianas que más ha perseverado es la construcción del legendario camino a Esmeraldas. Difícilmente se puede encontrar en el país una obra pública en cuya ejecución se haya insistido tanto hasta convertirla en una verdadera obsesión.

Para dimensionar el asunto hay que tener presente que los primeros intentos de abrir el camino datan de fines del si­glo XVI y no concluyeron sino en 1957. Estamos hablando de un período que abarca un total de casi 400 años. De ello hemos sido poco conscientes debido a que los programas del bachillerato nos han acostumbrado a identificar la ejecu­ción del camino única y exclusivamente con esa gran personalidad que fue Pedro Vicente Maldonado. Esta simplificación es la culpable de haberse abreviado los otros 80 y pico proyectos que contabiliza la historia de “Las Esmeraldas”. Sorprende sobre todo lo silenciadas que han estado esas importantes iniciativas que lleva­ron a cabo personajes de relieve como el obispo Pérez Calama, Carondelet o el propio García Moreno. De hecho, y sal­vo unos cortos intervalos, se puede decir que siempre hubo alguien explorando o abriendo trochas. Dentro de este contexto la proeza de Maldonado solo fue una más de tantas, aunque es cierto que resultó ser una de las más exitosas.

La razón de ser de tanto empecina­miento por abrir el camino no fue otro que poder acceder al mar y poner fin a una situación de aislamiento a que daban lugar esos dos tremendos obstáculos que eran los muros andinos y la selva tropical que se apostaba a ambos lados de los An­des. La clausura a la que estaban abocadas las poblaciones del interior les resultaba enormemente problemática debido a que dificultaba el comercio y el intercambio de bienes. Pobreza y falta de caminos esta­ban interrelacionados. Tratar de resolver este asunto marcó la historia de la región serrana hasta el punto de que todavía en pleno siglo XX siguió dando mucho que hablar. Como bien dijo un notable de pro­vincias, “la Sierra tiene sed de horizontes marinos”. Es muy significativo que todas las comarcas andinas proyectaran en al­gún momento abrir sus propias vías de escape. El deseo de acceder al mar o bien a ese “El Dorado” que suponía la Amazo­nía desató sueños, cada uno más extrava­gante que el otro. En la era del auge de los ferrocarriles los fantasiosos patricios de provincias pidieron uno para sus respec­tivas comarcas. Los lojanos, por ejemplo, soñaron con el tendido de una línea que fuera de puerto Bolívar a Loja y de ahí a algún punto en el Amazonas; por su parte, las élites de la Sierra central promociona­ron el ferrocarril al Curaray, y los notables azuayos vislumbraron cosas parecidas. Incluso una población de menor rango como Penipe reclamó un camino propio rumbo a Macas. A tal punto llegó el deseo de huir del aislamiento que hacia 1927 un grupo de notables lojanos llegaron a ca­vilar la posibilidad ya no de abrir carre­teras y líneas férreas, sino la de constituir una compañía de ¡globos aerostáticos con vuelos regulares a diversas ciudades del país!

Vayamos por partes

Inicialmente, la lógica que impulsó la apertura del camino fue la búsqueda de una ruta más fácil y directa para exportar la producción textil quiteña y así evitar el camino más largo e incómodo por Gua­yaquil. Pero de por medio también había otro interés: el deseo de tener una vía de acceso a Barbacoas, una región rica en oro en el extremo suroccidental de la actual Colombia. Poder aprovecharse de este metal precioso era un asunto cru­cial para una economía como la quiteña asentada sobre territorio sin vocación minera. El control de estos lavaderos ga­rantizaba monetarizar la Sierra centro norte y el acopio de medios de pago para sufragar las importaciones. Barbacoas, por otro lado, era uno de los sitios agra­decidos con los cuales Quito podía darse el lujo de tener una balanza de pagos po­sitiva. Ahora bien, cuando realmente la apertura del camino se convirtió en una necesidad de vida o muerte fue a comien­zos del siglo XVIII, a raíz de que se ha­bilitó una ruta comercial por el cabo de Hornos. Esta fue una novedad que revo­lucionó el tráfico mercantil y la economía a lo largo de las costas del Pacífico sur. El acontecimiento fue letal tanto para Qui­to, porque ello supuso la quiebra de sus obrajes, como para Panamá, que dejó de ser la puerta de entrada de mercancías al mar del Sur. A partir de esas fechas fue cada vez más difícil introducir paños y bayetas al Perú. Los textiles serranos competían en inferioridad de condicio­nes con el género que venía de Europa y que resultaba más barato y de mejor ca­lidad. Según algunos cálculos se estima que la producción obrajera disminuyó hasta en 75% con respecto a la del siglo anterior. Un efecto de esta crisis fue que al interior serrano dejó de fluir la plata peruana que ingresaba en el circuito eco­nómico gracias a la venta de textiles. Esta es una de las razones que explican cómo, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, la Sie­rra ecuatoriana padeció de manera cró­nica de falta de circulante. Pero el camino quería resolver otro grave problema para los quiteños: evitar los monopolios co­merciales que ejercían Lima y Cartagena. Estos resultaban gravosos por el hecho de que los intercambios siempre arrojaban resultados negativos para Quito. Ello sig­nificaba un constante fluir de circulante y el consiguiente empobrecimiento de la región. Este era el sentido de las quejas de Xavier de Ascázubi relativas a la “es­clavitud a la que estaba sujeta la región de Quito”. Dentro de este contexto la cons­trucción del camino vino a ser un intento de reorganizar tanto los flujos comercia­les como las jurisdicciones administrati­vas sobre el territorio. En definitiva, de lo que se trataba era de establecer un es­pacio económico propio con las regiones que estaban en disposición de comprar productos que ellas demandaban y de pagar con oro o plata.

Ahora bien, con el tiempo Las Esme­raldas resultó ser un proyecto que fue en­riqueciéndose con matices de otro tipo. Uno de ellos fue el carácter identitario y, si se quiere, nacionalista. La búsqueda de una salida al mar, y sin relación de de­pendencia con los consulados de Lima y de Cartagena, tuvo el efecto de fortalecer una conciencia quiteña. El reto de lograr una autonomía en términos comerciales y un espacio económico propio fue una especie de rebelión contra el orden esta­blecido y eso es lo que le confirió un halo patriótico. Con el camino, por lo tanto, se quiso articular un territorio histórico en riesgo de desaparecer como entidad po­lítica. Llevar a cabo esta obra y alcanzar a abrir un puerto en el Pacífico signifi­caba independizar la región y consolidar un espacio en el que confluían afectos, complicidades e intereses económicos. El camino, si se quiere, fue una estrate­gia diseñada para conferir más entidad territorial y más autonomía a un cuerpo político en plena gestación como era El Quito. Aquí vale la pena caer en cuenta de un hecho muy significativo. ¡Qué coin­cidencia que el Acta de Instalación de la Junta de agosto de 1809 haya incluido en su territorio las jurisdicciones con las que precisamente aspiraba formar su propio espacio económico-comercial. “Decla­ramos los antedichos individuos unidos con los representantes de los Cabildos de las provincias sujetas actualmente a esta gobernación, y los que se unieren vo­luntariamente a ella en lo sucesivo como son los de Guayaquil, Popayán, Pasto, Barbacoas y Panamá”. Adicionalmente, la construcción del camino también hay que contextualizarla dentro del marco de una crisis política que dio lugar a que en el siglo XVIII la Audiencia llegara a ser suprimida por seis años, pasando de la noche a la mañana a depender de la Nue­va Granada. Esto supuso su disolución en el Virreinato y la consiguiente rebaja de entidad y rango político.

Como no podía ser de otra forma, el proyecto tuvo toda una retahíla de opo­sitores y boicoteadores. El consulado de Cartagena fue uno de los más feroces enemigos del camino. Para el puerto ca­ribeño el camino suponía dos enormes inconvenientes: por un lado, implicaba perder el acceso al oro de Barbacoas; por otro, debilitar el monopolio comercial que ejercía sobre la Nueva Granada. Cabe des­tacar que este Consulado también se opu­so a que otras comarcas del interior de la actual Colombia reclamaran sus propias salidas al mar. Lima fue otro de los pode­res que se opuso fuertemente al proyecto. El virreinato peruano, asimismo, quería conservar su propio monopolio y demás prerrogativas comerciales. Finalmente, el camino también tuvo un enemigo in­terno: los poderes fácticos de Guayaquil. Los comerciantes porteños temían que el puerto de San Lorenzo pusiera en riesgo la hegemonía comercial que ejercían so­bre el resto del país. No pocos fueron los alegatos que elaboraron las autoridades guayaquileñas con el fin de abortar todo intento de apertura del camino. Dentro de este marco los únicos que se destacaron como grandes valedores de Las Esmeraldas fueron los panameños. Los comerciantes del istmo entendieron que el proyecto po­día ayudar a robustecer los flujos comer­ciales que durante tanto tiempo habían dado prosperidad a la zona.

Estación Carchi en los años cincuenta.
Estación Carchi en los años cincuenta.
Minga organizada para abrir los terraplenes del ferrocarril. Años veinte.
Minga organizada para abrir los terraplenes del ferrocarril. Años veinte.
Autoridades de Imbabura el día de la llegada del ferrocarril a Ibarra.
Autoridades de Imbabura el día de la llegada del ferrocarril a Ibarra.

El camino a Esmeraldas todavía siguió siendo una demanda en tiempos republicanos

Aquí, sin lugar a dudas, las tentativas más importantes y más consistentes fueron las dos que impulsó García Moreno. Para ello destinó considerables sumas de dinero y, lo que es más, logró movilizar a un nu­meroso contingente de trabajadores que fueron reclutados sobre todo en las provin­cias de Pichincha, Imbabura y Carchi. Sin embargo, la minuciosa organización de los trabajos y la dotación de fondos no fue sufi­ciente. A la larga también sufrió un fracaso estrepitoso y al presidente no le quedó más remedio que pasar página y olvidarse del asunto. Décadas más tarde y ya a comien­zos del siglo XX, empezó una nueva etapa, pero esta vez con un nuevo protagonista: el ferrocarril. La inauguración del servicio fe­rroviario entre Guayaquil y Quito animó a las autoridades a comunicar las provincias del norte con Esmeraldas y así completar la obra. En efecto, el Gobierno contrató con la compañía Koppel-Orestein que en­seguida inició la colocación del enrielado. Los trabajos avanzaron con parsimonia y conforme la liquidez en Tesorería lo per­mitía. Prueba de ello es que a Ibarra tardó en llegar doce años y de esta ciudad a San Lorenzo, veintiocho. Algo muy llamativo fue la participación de la población local. Multitud de campesinos del norte aporta­ron mano de obra gratuita, de modo que muchos tramos lograron abrirse gracias a las numerosas mingas que se organizaron. Solo en la provincia de Imbabura el 10% de los terraplenes se abrió bajo esta modalidad de trabajo.

Para Imbabura fue un momento his­tórico el día en que se inauguró el servi­cio. La llegada de la primera locomotora se produjo en medio de la algarabía y de una fiesta generalizada en la que partici­paron las principales autoridades civiles, militares y eclesiásticas de la provincia. Hubo misas, recitales poéticos y grandes discursos en las plazas públicas. Tal fue el significado que tuvo para la provincia que una vez más se apeló a lo patriótico. Para resaltar este carácter se escogieron dos fechas emblemáticas con una enorme carga simbólica. Los trabajos se iniciaron en Quito un 10 de agosto y la inaugura­ción del servicio se hizo coincidir con la fecha de celebración de la batalla de Ibarra. Aquí la liberación tenía un doble significado: liberación de los españoles y liberación de los obstáculos que ponía la naturaleza al deseo de salir al mar.

Una vez llegado el ferrocarril a Ibarra, se empezaron las obras del tramo a San Lorenzo, pero al poco tiempo se paraliza­ron. A finales de los años cuarenta apenas si había llegado a la población de Salinas. La escasez de fondos impidió durante un buen tiempo la continuación de las obras. Hay que tener presente que el país estaba pasando por una gran crisis económica; de hecho, la Comisión Kemmerer había desaconsejado el proyecto. Los fondos destinados al ferrocarril se orientaron a pagar el servicio de la deuda externa. Hubo que esperar al impulso que dio Galo Plaza para que finalmente el tren llegara al puerto de San Lorenzo. Para ello contrató con el consorcio francés Ciave y EMC a un costo total de 245 millones de sucres. Los trabajos concluyeron en 1957, año en el que el ministro de Obras Públicas, Sixto Durán Ballén, inauguró el servicio con la clásica ceremonia de colocación de un último clavo de oro. ¿Dónde estará el tal clavo? A la línea se le asignaron cinco locomotoras diésel eléctricas. Como dato curioso cabe señalar que desde Quito a San Lorenzo se construyeron 82 túneles y 50 puentes. Aparte de esto se utilizaron 634 mil durmientes y dos millones y me­dio de clavos.

El ferrocarril generó grandes expecta­tivas y representó una esperanza de pros­peridad para una multitud de campesinos y de hacendados que, por falta de cami­nos, tenían dificultades para integrarse al circuito de la economía nacional. Ellos, tal como los antiguos constructores, todavía seguían soñando con una conexión direc­ta con Panamá. ¡Hay que ver hasta qué punto la historia tiene sus inercias! Con la apertura del canal en 1914 y el aumento del tráfico marítimo mundial se cargaron de más razones para actualizar el proyecto de hacer de la Sierra norte la abastecedora natural de productos agrícolas a la zona del istmo. Incluso la Cancillería se lo tomó en serio y llegó a gestionar el envío de pa­pas a Panamá. Pero, una vez más, se repi­tió la frustrante historia: todos fueron sueños vanos. Los ilusos hacendados del norte no fueron conscientes de que sus producciones no tenían la menor deman­da en el exterior. El fracaso también se manifestó en el sentido de que ni el puerto comercial llegó a funcionar ni la zona lo­gró el desarrollo agrícola que se esperaba. Resulta curioso comprobar cómo, hasta prácticamente su desmantelamiento, el fe­rrocarril siguió atravesando zonas selváti­cas, que apenas si estaban colonizadas. Para colmo las cuentas del ferrocarril siempre estuvieron en números rojos. En 1944 uno de los administradores de la empresa advirtió que el volumen de carga era insuficiente para cubrir los gastos de operación. El único logro que sí hay que reconocer al ferrocarril fue la dinamiza­ción de la agricultura de la Sierra norte. Poblaciones como Cayambe, Atuntaqui y Otavalo fueron muy beneficiadas. Los va­gones cargaban especialmente trigo, maíz y productos lácteos. En los años treinta el tonelaje promedio de mercancías embar­cadas ya constituía un octavo del total que transportaba el ferrocarril del sur. Un dato que no puede pasar por alto es que sus efectos se llegaron a sentir incluso en el sur de Colombia.

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