El cadáver errante

EDICIÓN 486

Eva Perón

Sus críticos, que abundaban, decían que “el mal lo hizo bien y el bien lo hizo mal”, que se encarnizó sin piedad con sus enemigos mientras convertía a la asistencia social en dádivas y clientelismo, que detrás de su amorosa beneficencia había un cálculo político frío y sagaz. Pero los pobres, sus “descamisados”, la adoraban, la veneraban, la tenían por una santa. Santa Evita. Y su muerte a los 33 años, cuando estaba en lo más alto del reconocimiento dentro y fuera de la Argentina, la convirtió en una leyenda, en un mito interminable.

Un cáncer le había desgarrado las entrañas en una agonía larga y cruel, que fue seguida día a día por todo un país que contenía el aliento en espera del desenlace, unos para festejarlo (“viva el cáncer”, escribió alguien en una pared), otros para llorarla sin consuelo. Y es que, tal vez como nunca antes, los argentinos estaban divididos en dos facciones lejanísimas: según cifras de 1940, su país estaba en manos de 1.804 propietarios, gente refinada y culta, sin duda, pero ajena a la situación de los demás.

La muerte la asaltó el 26 de julio de 1952. El general Juan Domingo Perón, su marido, un populista hábil y codicioso que gobernaba desde 1946, pasaba por entonces tiempos difíciles en la presidencia, porque los sindicatos obreros, que estaban en la base de su fuerza política, le exigían una radicalización que Perón no estaba dispuesto a emprender. Él, al fin y al cabo, no era socialista. Más bien parecía tener simpatías por el fascismo, e incluso se decía —con indicios sólidos— que había dado amparo a jefes nazis que sobrevivieron a la guerra.

La velación duró trece días. Eva, cubierta con un sudario claro y una bandera celeste y blanca, fue colocada en un féretro con tapa de vidrio. Tenía enlazado entre sus manos el rosario que le había regalado Pío XII. Millones de personas llorosas pasaron frente al ataúd. Lo que vieron fue una mujer joven y hermosa, cuyo cadáver había sido momificado por un experto español, Pedro Ara (de quien se dijeron y se supieron algunas inclinaciones tenebrosas), que había borrado todo rastro de dolor o sufrimiento.

Pedro Eugenio Aramburu.
Pedro Eugenio Aramburu.

El cadáver fue depositado, después, en la sede de la Confederación General del Trabajo, donde debía permanecer hasta que fuera construido un monumento en su honor (el “monumento a los descamisados”, según ella lo llamaba). Pero cuando Perón fue derrocado por un golpe militar, en septiembre de 1955, los restos de Evita seguían en la CGT. Y allí se quedó, al cuidado de Ara. Pero dos meses más tarde, en noviembre, un militar de línea dura, el general Pedro Eugenio Aramburu, se hizo con el poder y copó el edificio de la CGT. El cadáver empezó, entonces, un peregrinaje asombroso.

La decisión del ejército fue “excluir el cadáver de la vida política”. Y fue puesto a cargo de un teniente coronel, Carlos Eugenio Mori Koening, quien, hasta encontrarle un lugar definitivo, lo mantuvo en un camión, que cada noche era estacionado en un cuartel distinto para despistar a los peronistas que lo buscaban. Pero cada mañana junto al camión aparecían una vela y un ramo de flores. Desconcertado, Mori Koening optó por llevarse el cuerpo a su oficina, en el Servicio de Inteligencia. Desobedeciendo a sus superiores, que le ordenaron enterrarlo en secreto, allí lo retuvo hasta 1957.

En algún momento de ese año, Aramburu se enteró de la desobediencia de Mori Koening, lo destituyó y ordenó a dos militares que, sin contarle nada a nadie, trasladaran el cuerpo a “algún país europeo” y, en coordinación con un sacerdote italiano, lo sepultaran en una tumba sin nombre. Y así lo hicieron. Los datos del sepulcro le fueron entregados al presidente en un sobre sellado. Pero él jamás lo abrió. Lo que hizo fue entregárselo en custodia a un notario. De los restos de Eva Perón no volvió a saberse.

Varios años más tarde, en mayo de 1970, dos militantes del grupo guerrillero Montoneros secuestraron al general Aramburu (para entonces un militar retirado sin ninguna actividad política) y le exigieron que les revelara el lugar donde estaba sepultada Evita. Pero Aramburu no lo sabía. Y lo mataron. Unas pocas semanas después, el notario, cumpliendo las instrucciones que en 1957 le había dado Aramburu, le entregó el sobre sellado al nuevo gobernante argentino, el general Alejandro Agustín Lanusse.

Fue entonces cuando se supo que el cadáver estaba en el cementerio mayor de Milán. Pero el sacerdote italiano que lo sepultó había muerto, lo que obligó a una búsqueda paciente en los registros, hasta descubrir cuál era la tumba. En septiembre de 1971, en la camioneta de una empresa funeraria, los restos fueron llevados de Italia a Francia y después a España, donde vivía —en un exilio dorado— el general Perón. Y el cuerpo de Evita se quedó allí, en Madrid, incluso cuando Perón volvió a la Argentina en 1973, para otra vez ser elegido presidente.

Eva Perón
Pedro Ara.

Doce meses después, en octubre de 1974, el cuerpo momificado finalmente fue llevado de regreso a Buenos Aires. Cada intento, durante todo ese tiempo, por borrar el recuerdo de Eva Perón sólo consiguió afianzarlo y mantenerlo vivo. La leyenda jamás se extinguió. Jamás, aunque ya no haya multitudes que desfilen ante su tumba, en el cementerio de la Recoleta, donde una pequeña placa colocada en la bóveda identifica el lugar donde fue sepultado el cadáver que estuvo errante veintidós años.

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