Por Manuela Botero.
Edición 447 – agosto 2019.
Alejandro Landes ubica el giro que dio su vida de la economía y el periodismo hacia el cine con el ingreso a la cárcel de su papá, Nicolás Landes. A raíz del estreno de su última película, Monos, muy festejada en las grandes ligas del cine, Alejandro volvió a Quito, que es también su tierra.
Monos, la última película del cineasta ecuatoriano-colombiano Alejandro Landes, es una fábula de la guerra y la adolescencia.
Alejandro Landes Echavarría tiene una corta pero aclamada carrera en el cine. Ha hecho tres películas: Cocalero (2007), un largometraje documental sobre el fenómeno político de Evo Morales en Bolivia; Porfirio (2011), una película de ficción basada en la vida de Porfirio Ramírez, un aeropirata colombiano que actúa de sí mismo, y Monos (2019), que tuvo su preestreno ecuatoriano durante el Festival Latinoamericano de Cine de Quito (Flacq) en junio pasado y estará en las salas en septiembre, según lo anunciaron.
Estudió Economía Política en la Universidad de Brown y su vida se perfilaba para empresario o banquero, hasta que su papá, Nicolás Landes, mayor accionista del Banco Popular, fue detenido y encarcelado en el penal García Moreno.
De la noche a la mañana la vida de Alejandro, su madre, Catalina Echavarría —hija de una familia de empresarios muy reconocidos en Colombia—, y sus dos hermanos, dio un giro radical. Había comenzado la universidad y se quedó literalmente sin piso.
Hasta que se fue de Quito, Alejandro vivía en una casa sencilla que construyó su mamá en medio de un jardín principesco donde estaba ubicada la antigua hacienda de Guápulo, el que luego fue expropiado y convertido en parque público en 2013. Se dedicaba a la equitación; allí mismo tenía una pista de obstáculos para entrenar, y le iba muy bien: fue campeón juvenil y luego campeón Panamericano. En esta burbuja privada también se comenzó a acercar al cine, cuenta, porque su papá no los dejaba ver televisión.
“Yo crecí con muchos privilegios, fui muy afortunado, pude viajar, descubrir y, de pronto, no había dinero, no había país”. La desgracia de su papá es el meridiano con el que demarca el inicio de su carrera artística que, además del cine, incluye el diseño arquitectónico. Él dice que se parecen; el guion son los planos y el rodaje la construcción.
Comenzó a los veinticinco años sin guion pero con un olfato certero, cuando era asistente de dirección en el programa de televisión Oppenheimer Presenta y le hicieron una entrevista vía satélite al líder sindical Evo Morales. Decidió soltar amarras y dejar este y su trabajo en el Miami Herald para irse tras Evo por los altiplanos y las selvas bolivianas.
“Lo interesante es que cuando llegué a Bolivia, el 1 de octubre de 2005, Evo Morales era una figura importante pero tampoco era tan conocido. Y en ese momento solo estaba viajando en un auto por su país con su chofer Javier (que es un personaje en el documental) y su secretaria Janet. Y el viaje era hasta tranquilo, digamos, y pequeño. Dos meses después, se volvió un convoy de treinta autos, con prensa de todos lados del mundo”, contó en una entrevista.
Algo parecido ha pasado con su carrera: comenzó pequeña, y muy pronto vino la efervescencia, los festivales, los premios, las becas. Cocalero se estrenó en 2007 en el Festival de Cine de Sundance, una puerta grande del cine independiente en Estados Unidos, de ahí se ganó varios festivales más y el beneplácito de los distribuidores: se estrenó comercialmente en más de quince países, un logro gigante para un realizador debutante sin el respaldo de grandes productoras.
“Cocalero fue mi primera experiencia en el cine y la aceptaron en la beca de Cinéfondation de Cannes (a la que llaman el head hunter del festival), gracias a lo cual tuve departamento pago en París durante seis meses y un pase libre para ver todo el cine que quisiera”. Después lo invitaron a participar en el Writers and Directors Lab de Sundance lo que le permitió desarrollar la historia de su segunda película, Porfirio, que se estrenó en la Quinzaine des Réalisateurs del Festival de Cannes en 2011.
Porfirio es una especie de híbrido entre documental y cine de ficción. El guion está basado en una historia que, de nuevo, le llegó a Landes a través de las noticias: Porfirio Ramírez, un hombre que en 1990 quedó postrado en una silla de ruedas luego de recibir un balazo en la columna vertebral en una operación antinarcóticos de la policía colombiana, decide, quince años después (el 28 de diciembre de 2005), en compañía de su hijo, secuestrar y amenazar con volar un avión con veinticinco personas a bordo en Florencia (Caquetá), para exigir la atención del presidente colombiano.
A partir de este hecho, que encarna una profunda pregunta sobre la justicia y el encierro, Landes decidió construir una experiencia plástica: una película de una hora 40 filmada en formato cinemascope que transcurre la mayor parte del tiempo en el reducido espacio que habita Porfirio —y en ese momento también su papá—, con una cámara que se mantiene a 1,20 metros de altura, la altura desde la cual ve el mundo Porfirio Ramírez desde su silla de ruedas.
Después de su estreno en Cannes, Porfirio fue parte de la selección oficial de los festivales de Toronto, San Sebastián, New Directors/New Films, entre otros, y ganó el Gran Premio del Jurado y el Premio Golden Peacock a Mejor Película en el Festival Internacional de Cine de India, ya ligas mayores.
Monos, la última película de Alejandro, cuenta la historia de un grupo de jóvenes que trabajan para La Organización, un grupo armado guerrillero que alude a Colombia pero para él podría ser Siria, Chechenia o cualquier otro país en conflicto, porque lo que busca no es retratar ni denunciar lo que ocurre en un punto concreto, sino hacer una alegoría de otro conflicto: el de la adolescencia, el de la fricción entre lo singular y lo plural.
En cuanto a la producción, su nueva película es una construcción mucho más compleja: diez actores, la mayor parte de ellos naturales y otros de renombre como Julianne Nicholson (la Doctora secuestrada que recuerda a Ingrid Betancourt), Moisés Arias un estadounidense de familia colombiana que se ha hecho celebre en el show de Hannah Montana, una vaca de nombre Shakira y el Mensajero, interpretado por Wilson Salazar, exlíder del frente Teófilo Guerrero de las FARC, que llegó antes del rodaje para entrenar al grupo en rutinas militares y acabó interpretándose a sí mismo, como Porfirio.
“Para mí fue una guerra hacer Monos: lograr esa escala, en escenarios remotos, con actores naturales, con tomas aéreas, con animales…”, dice Landes. El presupuesto de la película coproducida por ochos países y con tecnología de punta, también fue creciendo hasta superar el millón de dólares. Nació con la venia del Premio Especial del Jurado en Sundance, tuvo una exitosa presentación en sociedad en la Berlinae y, dos horas después de su primera proyección, la distribuidora Neón adquirió los derechos.
Y empezó a sumar premios: a la Mejor Música original en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) por el excelente trabajo de la artista británica Mica Levi, a la Fotografía, en el Festival de Transilvania, en Eslovaquia…
Monos es una película de guerra llena de fantasía. Una fábula sobre la juventud y el delirio, la disciplina y la libertad, el juego y el deber, o como la definió Peter Bradshaw, crítico de cine de The Guardian, después de decir que era de lejos la mejor película de la Berlinae de este año, “Apocalipsis now en un viaje de hongos”.
Alejandro asomó por Quito a los años para el estreno de Monos en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura. Lo trajo la productora Vaivem que organiza el Flacq y aprovechó para llevar al teatro a su abuela Estela y anunciarle en pantalla gigante que su empresa se llama Stella Productions. Estaba muy sonreído: unos días antes había cerrado trato con Imperative Entertainment, casa productora que ha trabajado con Ridley Scott, Clint Eastwood y ahora apuesta por Yorgos Lanthimos (director de The Favorite) y Alejandro Landes. A ojo cerrado.
MONOS, 2019
Un grupo de adolescentes guerrilleros tiene la misión de proteger a una doctora americana secuestrada en Colombia.
Premios:
– Premio del Público, 59 Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (Ficci), 2019.
– Aires Festival Internacional de Cine Independiente, Argentina, 2019.
– Premio Especial del Jurado, World Cinema Dramatic, Festival de Cine de Sundace, Park City, Utah, Estados Unidos, 2019.
—¿Cuál es el cine que te gusta?
—El cine que a mí me gusta manejar (me aclara que prefiere la palabra hacedor, maker a la de director) requiere un cierto grado de incertidumbre porque esa es la vida: de héroe a villano, de la riqueza a la pobreza. La impermanencia.
El resultado que me gusta es el que al día siguiente deja un tatuaje en tu soñar despierto; por eso también me llama la atención la arquitectura: hace que tú sientas algo en un espacio.
—En la première de Monos en Quito dijiste que buscabas evadir lo binario…
—Sí, la gente se siente muy cómoda con etiquetas: documental o ficción, izquierda o derecha, ecuatoriano o colombiano… Me gusta generar matices, me gusta esa incomodidad con el no saber. Por eso las líneas víctima/victimario y hombre/mujer no son claras en la película. Los movimientos de cámara (Jasper Wolf) son supremamente estilizados, lo que le da un grado de plasticidad, ahí también hay un choque entre lo estilizado y lo natural.
—Hablando de ecuatoriano o colombiano, también veo en algunos artículos que te presentan como brasileño… Al fin, ¿de dónde eres?
—Nací en Brasil (São Paulo, 1980), cuando mis padres se fueron a buscar la vida allá. Luego vine al Ecuador donde estudié de los tres a los diez años (Academia Cotopaxi), me fui unos años a Estados Unidos y regresé de los catorce a los dieciocho. Me gradué en una de las primeras promociones del Colegio Menor. Siempre pasaba temporadas en Colombia porque mi mamá es colombiana.
—Pero, ¿de dónde te sentís?
—Yo me siento como esos perros que ves en la calle, de tantas razas. Tal vez donde más raíces tengo es en Medellín. Yo crecí oyendo hablar de Colombia. Medellín es el único lugar del mundo donde me pueden decir “esta era la casa de sus bisabuelos”; allí pasaba las vacaciones.
Mi papá es hijo de un soldado californiano que desembarcó en Normandía el D-Day, luego se fue a mochilear por Latinoamérica y vino a parar al Ecuador, donde trabajó como ingeniero de carreteras. Cre-ció en las afueras de Guayaquil en una finca de pollos. Vivían en una situación modesta y eran migrantes.
En Quito no tengo raíces, salvo que crecí aquí, aquí di el primer beso, tuve la primera novia…
—¿Cómo pasaste de la economía política al cine?
—Estudié en Brown donde no había carreras sino “concentraciones”. De 32 clases que necesitaba tomar, para Economía solo necesitaba nueve créditos, entonces también tomé algunas clases de Arquitectura. En ese momento tenía una novia pintora que estudiaba en Rhode Island School of Design, entonces empecé a volarme mucho para allá, a las carreras artísticas, a ver shows, exposiciones y luego decidí tomar una clase de foto fija en esa universidad.
El cine siempre fue una gran compañía para mí. Nunca dejaba de ver cine. Mi papá no nos dejaba ver televisión, entonces teníamos un aparato solo para ver películas. Era mi compañía en los tiempos buenos y malos. Luego empecé a descubrir un cine que me llamó mucho la atención, un poco más físico y de búsqueda, como el documental Santiago de João Moreira Salles; Hambre de Steve McQueen; Humanité de Bruno Dumont y las películas de Paul Thomas Anderson.
Mi entrada al cine fue un proceso muy orgánico, de búsqueda de significado. Mi padre estaba en la cárcel y eso me formó. Había sombras fuertes, épocas duras con consecuencias legales, sociales, pero fue también un proceso de liberación. Suena irónico, pero a mi papá se le cumplió un sueño. Papá creció con poco y a él le parece que lo peor que uno puede ser es ser un heredero.
—… ¿Y de ahí Cocalero?
—Estaba trabajando con Oppenheimer cuando el expresidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada salió a Miami y acusó de golpe de Estado a Evo Morales. Invitamos al estudio a Sánchez de Lozada, un hombre blanco, estudiado en Harvard, y lo pusimos en diálogo vía satélite con Evo Morales, un sindicalista indígena que no acabó el colegio. En ese momento se me vino a la mente una película de João Moreira Salles sobre la llegada al poder de Lula (Entreatos, 2004). La película fue un éxito, la compraron en muchos países. Por ella me aceptaron para la beca Cinéfondation de Cannes y me invitaron al Writer and Director Lab de Sundance.
—De esas licencias para crear nace entonces Porfirio, tu primer largo de ficción.
—Todavía estaba en Estados Unidos trabajando y leí en las noticias que un hombre en silla de ruedas, con dos granadas en un pañal, decidió volar un avión para llamar la atención del presidente colombiano. Pensé en El coronel no tiene quién le escriba. Además, me pareció interesante la circularidad del tema, porque después de todo lo vuelven a mandar a la casa por cárcel. En esa época mi viejo estaba en la cárcel y yo quería retratar a un hombre que vive con el alma encarcelada en un cuerpo. Después de hacer varios casting con actores argentinos, se nos ocurrió que Porfirio podía actuar. El mundo en la película es ficción, salvo que está inspirada en la vida real y él actúa de sí mismo. Estrené una película de ficción en Cannes a los treinta años.
—Ahí hay un bache de ochos años en tu carrera… hasta Monos.
—Después de eso diseñé una casa en Miami sobre el agua. Dejé el cine, me metí en la arquitectura para ayudar a mi mamá en el tema económico y lo hice como si fuera una película: la diseñé, me fui a levantar fondos…: el guion son los planos y la construcción es el rodaje. (La casa también ganó premio).
—Y mientras tanto, fue cuajando Monos. La pregunta de rigor: ¿está basada en la vida real?
—Está basada en retazos de historias que vienen de las tripas, es una película muy visceral. Más que sobre el conflicto colombiano es una película sobre el conflicto de la adolescencia. A mi abuelo paterno le tocó pelear en una guerra en la que estabas con los alemanes o en contra, para mi generación las líneas de la guerra no son tan claras, hay una gran bruma. Tomé como referencia el libro El señor de las moscas de William Golding (1954) y El corazón en las tinieblas de Joseph Conrad (1902), para plantear las mismas preguntas ancestrales sobre quiénes somos como especie.
—Hay secuencias que me recordaron el libro de Ingrid Betancourt, cuando trata de escapar…
—Leí muchos testimonios de secuestrados extranjeros no tan famosos como Ingrid o Luis Eladio. En la investigación encontré que dentro de los grupos armados al margen del poder la manera más barata de custodiar un secuestrado es entregárselo a jóvenes. Investigué la forma de operar de grupos armados en Chechenia, Siria, Colombia, pero lo que hace la peli más universal es esta cosa adolescente, el conflicto de quién eres y quién quieres ser. Esto choca con el conflicto en el campo de batalla, que era un tema apto para generar un vacío en el tiempo.
—También de nuevo trabajas con actores naturales y profesionales…
—Me gusta esa combinación. Genera una dinámica especial. En el caso de Monos, después de hacer casting con 800 chicos por toda Colombia, escogí treinta y los llevé a vivir un mes a una montaña en el Parque Nacional Chingaza (a tres horas y media de Bogotá) para ver cómo funcionaban como grupo. La idea era crear el ambiente de un escuadrón de soldados.
—¿Por qué Monos?
—Monos viene de la raíz griega uno, un monosílabo. Representa la fricción entre lo singular y lo plural.
—La historia de Colombia está llena de thrillers. Si fueras a hacer una película en el Ecuador, ¿sobre qué harías?
—¡La haré!, pero no sé cuál es… Recuerdo de chiquito no poder ir al colegio porque había paro de taxistas, porque tumbaron al presidente o porque iba a explotar un volcán… El ecuatoriano derroca presidentes, es una situación de alto dramatismo, es un pueblo aguerrido, el pueblo colombiano es oficialista.