
Por Francisco Febres Cordero
A los tres periodistas ecuatorianos y dos chilenos, invitados por Proexport Colombia a la Feria del Libro en Bogotá, nos anunciaron que íbamos a ser los primeros en recorrer la ruta que Gabriel García Márquez siguió en Bogotá, durante los distintos períodos en que permaneció en esa ciudad.
Lo maravilloso fue que la mayor parte del camino lo caminamos sin movernos del barrio La Candelaria, sentados alrededor de una mesa y bebiendo café: Gustavo Adolfo Ramírez, el más devoto garciamarquiano que imaginarse pueda, el coleccionista de las primeras, segundas y centésimas ediciones de todos los libros de su maestro y pariente (“mi abuela y la mamá de Gabo eran primas hermanas”), hizo que transitáramos por tiempos y distancias solamente con el impulso de su verbo prodigioso, de su memoria de elefante y del minucioso registro de cada paso que, en distintos momentos, dio el escritor costeño por tierra de cachacos.
Ramírez se define, simple y llanamente, como alguien a quien le encanta averiguar cosas y, luego, chismearlas. Y, entre charlas y escudriñamientos, ha llegado a la conclusión de que García Márquez es mucho más bogotano de lo que él mismo cree. Y mucho más de lo que reconoce, por supuesto.
García Márquez llegó a Bogotá en enero de 1943, para iniciar su tercer año de bachillerato, ya que los dos primeros los había hecho en Barraquilla. Tenía 16 años. Como primogénito de una prole de once vástagos, sus padres querían que fuera abogado, una aspiración lógica en cualquier familia pobre. El viaje a Bogotá lo hizo en barco, experiencia que, repetida durante unas once veces en su vida, lo marcó para siempre. En ese primer viaje conoció a un señor que le encargó escribir la letra de un bolero. En agradecimiento, el señor le regaló un libro. Cuando García Márquez llegó a la ciudad (donde le sorprendieron el frío, el tranvía y la gente pulcramente vestida de negro) y comenzó a hacer los trámites para obtener la beca, se encontró con el señor que en el barco le había pedido la letra del bolero: él era el responsable de conceder las becas.
Se interrumpe a sí mismo Gustavo Adolfo Ramírez y, eufórico, afirma: “Es que Gabo siempre ha tenido buena suerte”. Después, sigue:
La beca era para el Liceo Nacional de Varones, en Zipaquirá, donde estudiaban jóvenes de todas partes del país. Era un colegio magnífico, con excelentes profesores, y ahí García Márquez cursó los años de bachillerato que le faltaban y fue elegido como el mejor alumno de su promoción. Gabo vivía en una pensión en la cual, por las noches, leían a los muchachos los grandes clásicos de la literatura universal.
Regresaba a su pueblo todos los fines de año, repitiendo el viaje por el río Magdalena. Terminó el bachillerato en 1946 y, en el 47, cediendo a la presión familiar, ingresó a la Universidad Nacional a estudiar Derecho, carrera que no le entusiasmaba y para la cual no tenía vocación.
Para entonces estaba muy metido en la poesía y ya en el colegio había compuesto versos. Ramírez tiene en su poder catorce poemas de esa etapa, de los cuales solo tres fueron publicados en Bogotá. Uno de ellos, Canción, nos lo lee y por poco nos empapa:
Llueve. La tarde es una
hoja de niebla. Llueve,
la tarde está mojada
de tu misma tristeza.
A veces viene el aire
con su canción. A veces…
siento el alma apretada
contra tu voz ausente.
Llueve (…)
(Después será precisamente la lluvia uno de los temas recurrentes del escritor).
En la universidad hace amistad con dos compañeros, Luis Villar Borda y Camilo Torres Restrepo (quien luego se hizo cura y murió en la guerrilla). Entre los tres crearon una página universitaria en el periódico La Razón, donde García Márquez publicó dos poemas más, que fueron los últimos que escribió porque en 1948 leyó, en la pensión en que vivía, un libro que le prestó un amigo y que le cambió la vida: La metamorfosis de Franz Kafka. Ramírez guarda ese ejemplar de la editorial Losada, con prólogo de Jorge Luis Borges, y subtitulada por el mismo García Márquez quien, a continuación de La metamorfosis, escribió “o el rincón de las pesadillas”. Deslumbrado, abandonó la poesía para convertirse, sobre todo, en lector de narrativa. Empezó por la Biblia.
En el diario El Espectador apareció una carta en que uno de los lectores se quejaba de que no se daban a conocer cosas de escritores nuevos. Ante eso, García Márquez se atrevió y mandó su primer cuento, que se lo publicó diez días después: La tercera resignación, un relato de clara influencia kafkiana. Un mes y medio más tarde, publicó Eva está dentro de un gato, otra historia marcada por Kafka.
En diciembre de 1947 viaja a la costa y, cuando regresa para hacer su segundo año de Derecho, publica un tercer cuento, mientras sigue leyendo como un desaforado.
Llega el 9 de abril de 1948: matan a Gaitán y se produce el bogotazo: la ciudad se incendia y, consumida por el fuego, también desaparece la pensión en que vivía García Márquez.
Ante el cierre de la Universidad Nacional, va a Cartagena con el propósito de continuar su carrera de Derecho, pero su buena estrella hace que un paisano suyo, el escritor Manuel Zapata Olivilla, lo lleve al periódico El Universal, recién fundado. Allí encontró buenos maestros del género, que lo guían. Después de un año se traslada a Barranquilla, donde escribió para El Heraldo e inauguró una columna a la que bautizó “La Jirafa”, en homenaje a Mercedes, su novia. Viajó por toda la costa y finalmente, en 1954, regresó a Bogotá, donde se vincula a El Espectador y donde realmente se hace periodista, “porque Gabo también es cachaco, no joda”, dice Ramírez, antes de añadir que fue en Bogotá donde escribió sus primeras novelas y las publicó, donde ganó sus dos únicos concursos literarios y donde nació su primer hijo, que fue bautizado por Camilo Torres.
En 1955 viajó a Europa y, en el 59, regresó Bogotá como jefe de noticias de la agencia cubana Prensa Latina, con Plinio Apuleyo Mendoza. La oficina situada en la carrera séptima con calle catorce, era el centro de reunión de la izquierda intelectual. En los años anteriores, García Márquez vivía a la vuelta, en la pensión de la carrera octava.
Y regados por el centro de la ciudad (por donde comenzamos a caminar a pasos lentos) están, claro, los cafés, que eran el lugar de encuentro de escritores, periodistas, intelectuales, poetas (había el Automático, el Windsor, el París, el Pasaje…). Así llegamos hasta uno de ellos, el San Moritz, de la avenida Jiménez, calle 16, y, con ojos absortos, comprobamos que se conserva intacto, con sus mismas luces de neón de los años treinta, sus tazas desportilladas y la mesa de billar, al fondo, donde los visitantes pueden hacer sus últimas carambolas a la nostalgia, en un ambiente difuminado por los boleros que salen desde un lugar humedecido por una soledad de apenas setenta años.
”Mi madre (…) me despertó en puntillas y me sopló al oído: ‘Tu papá te tiene una sorpresa’. En efecto, cuando bajé a desayunar, él mismo me dio la noticia en presencia de todos con un énfasis solemne:
—Alista tus vainas, que te vas para Bogotá”. (Vivir para contarla)
“(…) Mi padre tenía un vestido de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura. Así que fuimos con Pedro León Rosales, el llamado sastre de los milagros, y me lo compuso a mi tamaño. Mi madre me compró además el sobretodo de piel de camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi hermana Ligia que es vidente de natura me previno en secreto de que el fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto. No hice caso, pero más me hubiera valido, porque cuando me lo puse en Bogotá me vi en el espejo con la cara del senador muerto. Lo empeñé por diez pesos en el Monte de Piedad y lo dejé perder”. (Vivir para contarla)
“Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos otros domingos perdidos. Lo único que hacía durante aquel viaje de círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna perpetua. Entonces recorría los cafés taciturnos de los barrios viejos en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los poemas que acababa de leer. A veces lo encontraba —siempre un hombre— y nos quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte, rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor”.
(Vivir para contarla)