Britney Spears ha caído muchas veces y de la peor manera: frente a todo el mundo. Pero de esas caídas hay una que detonó al resto y convirtió a la Reina del Pop en el mejor agasajo para la civilización del espectáculo. Ocurrió una noche del año 2007.
Por Juan Villoro
Habitamos un planeta peculiar donde la gente se avergüenza si sueña que va desnuda al colegio, pero disfruta si una celebridad hace el ridículo en televisión. El pudor de nuestras noches es el morbo de la vigilia.
Durante varios años, Britney Spears contribuyó al calentamiento global con videos y coreografías de elevada temperatura. Sin llegar al porno duro, logró que su ombligo fuera esencial a su personalidad y refrendó la atracción elemental que el pelo rubio, los pantalones de cuero y los movimientos de cadera ejercen en organismos provistos de testosterona. Una canción resumió su lema de vida: “¡Ups, lo hice de nuevo!”. Equivocarse es sexy.
En la edición 2007 de los premios MTV, Britney pasó del descaro al martirologio, protagonizando el caso más comentado del bochorno global.
Después de cortejar el fuego, la Reina del Pop se provocó quemaduras de tercer grado. Su historia evidencia los trágicos imperativos de la cultura de masas. ¿Qué se espera de los ídolos: que triunfen sin tregua o que triunfen para derrumbarse en forma espectacular?
Un guion típico en la fabricación de celebridades estadounidenses: un desconocido toma por asalto los escenarios y llega a la cima del cariño colectivo; actúa como monarca caprichoso hasta que se desploma en una borrasca de drogas, infructuosas clínicas de rehabilitación, amores fallidos y tatuajes muy extraños. Para que el guion mejore, hace falta otro episodio. Cuando los recuerdos agravian hasta la ignominia, ocurre algo que permite la amnesia bienechora: el comeback, el regreso contra todos los pronósticos.
“No hay segundos actos en la historia americana”, escribió Fitzgerald, aludiendo la dificultad de recuperarse ante una opinión pública que es permisiva en la victoria e inclemente en la derrota.
Las estrellas del espectáculo viven en estado de irrealidad hasta que estallan como supernovas. Cuando un rostro cubre un edificio para anunciar un disco es difícil que siga siendo normal. La fama solo existe como desmesura. ¿Qué espera la sociedad del espectáculo de sus favoritos?
Por principio de cuentas, el ídolo pop debe ser diferente. Surgido del barro común, dispone de un atributo esencial: una quijada, un ritmo, una voz, un cuerpo que lo separa de los otros. Su carisma no depende de los rigores del arte sino de la forma en que conecta con la multitud (en todas partes hay ídolos raros).
Una vez instalado en las preferencias de la gente, se singulariza a través de su estilo de vida. Compra sillones forrados de piel de tigre, un Cadillac rosa, los huesos de un pigmeo, un Van Gogh, una isla en el Caribe. Las revistas y los programas dedicados a la plutografía (la obscena exhibición de la riqueza) muestran su casa con 17 chimeneas y su campo de golf con hoyos de jade, excesos que parecen lógicos en alguien que vende trillones de discos y abarrota los multicinemas planetarios. Nadie espera que tenga una aburrida vida dichosa.
Un doble juego rige la cobertura a los famosos: se celebran sus sábanas con hilo de oro y se cuestiona el uso íntimo que hace de ellas. ¿Es posible comportarse de manera aceptable después de comprar una jirafa de ámbar de tamaño natural? Por supuesto que no. En la nueva era victoriana, los medios preparan con su admiración el escenario del escándalo: primero describen el Taj Majal lleno de peluches de la diva y luego se asustan de que se enamore de su guardaespaldas.
En su novela Mesías, Gore Vidal plantea la hipótesis de un profeta televisivo, que funda una fe con su calvario de alto rating. Los medios contemporáneos actúan como si lo hubieran leído: construyen mitos evanescentes pero su meta es la crucifixión. Mientras más profundo sea el desplome, más popular será. El programa The E-True Hollywood Story sigue este esquema. El título anuncia una historia verdadera, guiño de doble sentido: tratándose de una celebridad, la verdad solo interesa si es incómoda. El objetivo final de la cultura de la fama no es la admiración sino el sacrificio.
Britney Spears ofreció un caso de laboratorio para una historia de clímax y deterioro. Se tiñó el pelo de rubio, pero tenía raíces oscuras. Su primer matrimonio duró poco más que uno de sus conciertos y el segundo terminó en una trifulca digna de las luchas en lodo. Los medios la siguieron con el frenesí paparazzi que acabó con la vida de Lady Di. Asediada, la cantante mostró el preocupante síndrome de Gran Hermano de las celebridades que pasan demasiado tiempo ante el ojo público: se comportó como si las cámaras no existieran o, peor aún, como si su intimidad solo tuviera sentido ante las cámaras. Con temple suicida, salió a la calle sin ropa interior, se rapó como huérfana de orfanato, entró y salió de las clínicas como de una licorería. Llegó un momento en que fue patético recordar su lema: “¡Ups, lo hice de nuevo!”. La chica que nació para declarar con descarada inocencia que estaba a dispuesta a reiterar sus malos hábitos desembocó en una segunda realidad donde existe la memoria. Nada tan chispeante como decir: “lo hice de nuevo” cuando careces de antecedentes. Nada tan terrible como volverte a emborrachar cuando la opinión pública te recuerda borracha.
En la versión 2007 de los premios MTV, Britney actuó como una zombi que no domina el equilibrio. Con el pelo mal teñido, uñas postizas a punto de caerse y el ombligo más famoso del planeta elevado por una pancita, negó lo que había conquistado en años de sudor y lágrimas. La Reina abdicó en vivo y en directo.
Por esos mismos días, en Tordecillas, España, fue cazado el Toro de la Vega. El animal enfrentó a una multitud armada de lanzas hasta que hincó sus rodillas en tierra.
El sigo XXI no interrumpe sus safaris. Unos dependen de las lanzas, otros de los ojos.