El asombro

El asombro
Ilustración: María José Mesías

El famoso telescopio James Webb ha sacado muchas fotografías del universo en los últimos meses. Quizá la constatación de la infinitud y de los colores y formas misteriosos del universo te dejarán pasmado y maravillado. Tal vez cuando escuchaste tocar una sinfonía, el compás de la música te transportó y sentiste trascendencia. O miraste, en un día despejado, la fumarola del Cotopaxi y te empequeñeciste. Ese es el asombro, el sentimiento de estar en presencia de algo vasto que rebasa tu comprensión del mundo.

Dicen que una característica que nos distingue de los animales es la autoconciencia y otra cosa que nos separa de ellos (y cabe decir que estas son conclusiones temporales porque muy poco conocemos aún y quizá pecamos de antropocéntricos) es nuestra capacidad de contemplar la belleza, ya sea en la naturaleza o en el arte.

A veces he pensado que existen tres tipos de personas. Las personas que buscan y gozan de la estética; aquellas que no solo la buscan, sino que también la crean —los artistas—, y aquellos que son un poco indiferentes ante ellas porque quizá no se han entrenado para encontrar la belleza en lo inesperado.

Hace unos años enseñaba el nacimiento de la tragedia griega de Nietzsche a unos estudiantes. Parte de ese viaje —porque es una lectura que transporta a varias experiencias sensoriales— consistía en escuchar un extracto del cuarto movimiento de la “Novena sinfonía” de Beethoven en clase y escribir a continuación los pensamientos y sentimientos que a cada uno se le venían. El “Himno a la alegría” suena como el himno de bienvenida a la vida después de la vida. Escalofría y emociona son dos palabras limitadas para expresar la emoción de escucharlo con los decibeles a tope.

Nietzsche decía que, a diferencia de las otras artes, la música tiene la virtud de no ser intermediaria de nada. La pintura, la escultura y otras representan algo en la realidad; la música en cambio es la abstracción por esencia. Y por eso, decía el filósofo, tiene la capacidad de conectarnos de inmediato con el misterio universal, con lo primitivo e irracional y, al tiempo, con la belleza de lo inenarrable. O en palabras del gran neurólogo Oliver Sacks: “La música puede perforar el corazón directamente; no necesita mediación”.

Los contempladores de la belleza acumulan, a lo largo de su vida, abundante asombro e incluso cuando son generosos multiplican ese asombro para quienes no tuvieron la experiencia directa, a través de la fotografía, por ejemplo. El asombro es esa constatación que sucede ante la explosión de lo inefable. Aquello que ni siquiera se puede expresar con las palabras porque resultan inútiles e insuficientes.

Resulta que ahora la ciencia ha constado algo que los filósofos sabían por lo menos desde hace 2500 años: que la experiencia estética y el asombro son buenas para la vida del ser humano y son parte medular de su bienestar, como el amor o la felicidad. Por eso la receta es perseguir la belleza, contemplar y gozar.

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