
Jamás en la vida me había tocado vivir un asalto, pero ahora era mi turno de ser parte de la estadística de las víctimas de la delincuencia en el Ecuador.
¡No me asusten!, dije pensando que la sombra que veía de reojo a mi lado derecho era mi hija o mi sobrina que venía a decirme algo intrascendente cuando estaba a punto de arrancar mi auto, pero aún tenía la puerta del piloto abierta. No alcancé a pronunciar la última sílaba de la frase, cuando ya tenía dos pistolas a cada lado de mis sienes, insultándome, pidiéndome todo, tocándome.
Contesté lo que me preguntaron, entregué todo sin resistencia. Jamás en la vida me había tocado vivir un asalto, pero ahora era mi turno de ser parte de la estadística de las víctimas de la delincuencia en el Ecuador. La pesadilla empezaba.
Estábamos en el campo con la familia reunida y cinco tipos con cara descubierta habían traspasado el jardín a las seis de la tarde y entraban casi, casi como Pedro por su casa. Al agarrarme fuerte me obligaron a llevarlos por la casa, luego de haber respondido las preguntas que me hacían, al mismo tiempo que me gritaban: “Perra, si no te callas, te vamos a matar”.
Solo supliqué y rogué que no asustaran a los niños. ¡Ilusa yo! Como si cinco tipos armados que entraban apuntándome con sus armas no fueran motivo suficiente de pánico para niños que iban desde un año hasta la adolescencia.
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Mientras seguramente mi familia pensaba que ya iba en el tráfico de la carretera, recorría lentamente los pasillos de la casa, escoltada por los semiencapuchados con las pistolas en mi cara. Mientras sentía su aliento, también podía oler la palma de su mano apretadísima contra mis labios que me impedía gritar.
Al llegar a la sala, donde estaba toda la familia reunida, solo pude ver la incredulidad en la cara de mi mamá que pensó que todo esto era una broma de unos disfrazados que venían a divertirnos. Al piso, les grité yo, como para que no se les ocurriera no cooperar con los asaltantes. Al piso, tuve que insistir, porque en serio cuando una de estas cosas pasa, el shock es tan fuerte, que uno puede llegar a la inmovilidad total y solo quería que todo terminara.
A continuación, nos amarraron a todos con nuestros propios cordones. A mi hija le ataron manos y pies y cuando tuvieron que movilizarnos para encerrarnos en un baño, la cargaron en hombros y manosearon. En el momento no reparé que la lanzaron a la cama, después me di cuenta que pudo haber sido una tragedia mucho peor.
Fue una desgracia con felicidad, como dice el dicho. Una hora después de este episodio oscuro, los tipos se habían ido dejándonos aterrorizados, pero físicamente intactos. El asalto había terminado.
En la vorágine de sentimientos y pensamientos que vinieron a continuación, pensaba en la debacle que hubiera sido vivir el mismo episodio pero con un cambio: que algún miembro de mi familia hubiera estado armado y hubiera tratado de defenderse. Ese es un escenario en el que con certeza hubiese habido muertos. Pero el signo de los tiempos pretende combatir la violencia con más violencia y también con certeza ya se gesta nuestro propio Bukele criollo.