El arte de ser Ludwig Bemelmans.

Por Gabriela Alemán.

Edición 450 – noviembre 2019.

Ludwig Bemelmans haciendo el boceto de su personaje estrella, Madeline, 1959.
Ludwig Bemelmans haciendo el boceto de su personaje estrella, Madeline, 1959.
La vida de este escritor austro-americano estuvo marcada por los viajes, el arte y un original sentido del humor, bajo el que subyacía un temperamento único y una extraordinaria pasión por la vida. Ludwig falleció en Nueva York en 1962.

Ludwig Bemelmans, el creador de la famosa Madeline, que ha alegrado a miles de niñas y niños en todo el mundo, viajó en dos ocasiones al Ecuador: en 1937 y 1941. Inspirándose en esos viajes escribió un encantador libro infantil sobre un niño otavaleño y sus aventuras en un tren, llamado Quito Express, y un humorístico libro de viajes, El burro por dentro. Gabriela Alemán viajó a Nueva York para ver su mural en el Carlyle Hotel y luego siguió algunas pistas de su vida. Esto es lo que averiguó.

Madeline —la niña pelirroja, de sombrero amarillo, enorme lazo en el pelo y vestido azul que vive en París en un internado supervisada por la señorita Clavel, junto a otras once niñas— lleva ochenta años encantando a niñas y niños de todo el mundo. Es tan famosa como Winnie the Pooh o Babar y, como los autores de esos libros, su creador es igual de desconocido. Hubo un tiempo que no fue así. Los intelectuales, escritores, artistas y actores más famosos de la época de entre guerras se peleaban por tener a Ludwig Bemelmans cerca y los coleccionistas de arte más importantes del mundo compraban hasta los bosquejos que desechaba. Los coleccionistas no se equivocaron, los paneles del mural que dibujó para el cuarto de niños del yate The Christina, de Aristóteles Onassis, se vendieron por algo más de medio millón de dólares en 1999. Bemelmans, durante treinta años, ilustró y escribió para algunas de las mejores revistas de Estados Unidos: New Yorker, Vogue, Fortune, Town & Country; creó dieciocho libros infantiles, algunos de los cuales ganaron los premios más importantes de Estados Unidos: el Newberry y el Caldecott Award, y veintitrés libros para adultos, con gran éxito de crítica y de venta. Ese personaje de la élite intelectual neoyorquina, que almorzaba con Greta Garbo y Orson Welles, visitó el Ecuador en dos ocasiones en las décadas del treinta y cuarenta del siglo XX; de esos viajes salieron dos de sus libros y la inspiración para numerosos cuentos y artículos.

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Madeline es un personaje emblemático de la literatura infantil. Nació hace más de 75 años, de la mano de Ludwig Bemelmans. Las aventuras de esta singular colegiala parisina, su valentía y su sombrerito amarillo, han conseguido atraer a generaciones de lectores, ya que ni las rimas ni las deliciosas ilustraciones de este clásico han perdido un ápice de su originalidad y humor.

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 El destino de Bemelmans parecía trazado al nacer, su padre venía de un larguísimo linaje hotelero, la familia de su madre fabricaba cerveza. Debía trabajar en el sector de servicio, heredar un puesto y lucrar de él por el resto de su vida. Sus primeros años parecieron llevarlo por ese camino, vivió en un hotel que su padre administraba en un idílico paraje del Tirol hasta los seis años. Nació en 1898 en Gmuden, cuando aún existía el Imperio austrohúngaro. Apenas veía a su padre o a su madre, pues estaba al cuidado de una institutriz francesa que amaba. Todo eso acabó cuando Ludwig cumplió seis años, su padre se fugó con una vecina y abandonó a su madre embarazada y, también, a la institutriz, que esperaba su bebé. La institutriz se suicidó y su madre lo llevó a Alemania, donde vivía la familia materna. Su abuelo quiso volverlo un disciplinado ciudadano alemán, cortó los dorados rizos de su nieto y lo enroló en una escuela pública; el carácter de Ludwig no encajó ni con el orden ni con las órdenes. Fracasó en sus estudios y, sin saber qué hacer con él, su madre lo envió donde su tío Hans al Tirol para que aprendiera el negocio familiar. Luego de un incidente con la policía, le dieron dos opciones, ir a un reformatorio o a Estados Unidos. Escogió ir a Nueva York, partió con varias cartas de recomendación preparadas por su tío para hoteleros amigos y un juego de pistolas. Recayó en el Ritz, donde comenzó como asistente de camarero. En sus momentos de descanso retrataba a los clientes y empleados del hotel: llenó servilletas de papel, la parte trasera de menús y su propia libreta con cientos de caricaturas y dibujos. Llevaba tres años en la ciudad cuando Estados Unidos se unió a la guerra y Bemelmans se enlistó en el ejército. Lo destinaron a un hospital psiquiátrico donde se hizo cargo de la sala de pacientes violentos. Esa experiencia marcó su vida, allí se prometió abordar la vida con liviandad y alegría, lo que vio le demostró lo fácil que podía ser terminar tras las paredes de un sanatorio, “comencé a pensar en imágenes y creé varias escenas a las que podía escapar al instante, cuando el peligro aparecía”. Al salir del ejército, regresó al Ritz, esta vez al departamento de banquetes; con buena fortuna y la ayuda de sus amigos, ascendió a asistente del gerente. El salario era excelente y, en los animados años veinte, tuvo el mundo a sus pies. Tenía un valet propio, dormía en el Ritz, tenía dos botellas de champaña al día cortesía de la casa, y un modelo exclusivo de la empresa hispano-suiza con chofer. A pesar de que lo disfrutaba y se había casado, no era feliz. Quería ser artista y el tiempo comenzaba a correr en su contra. En 1929, sin saber que faltaban pocas semanas para el crack bursátil y la gran depresión, renunció a su trabajo y se alquiló un departamento en el Greenwich Village.

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Llegó una de las peores épocas de su vida, el dinero se terminó, se quedó sin departamento, se divorció y pensó en el suicidio. En todo ese tiempo, sin embargo, nunca dejó de dibujar. Su persistencia terminó por ganar: luego de varios años de intentos fallidos, vendió media docena de ilustraciones al Saturday Evening Post. Fue el comienzo, con el dinero de esa venta se alquiló un pequeño estudio. Sus ventanas daban a una maraña de líneas telefónicas, un tanque de agua y un enorme letrero de neón. Para alegrar el desolador panorama pintó las persianas con los paisajes del campo austriaco, delineó los caminos alrededor de Innsbruck y varios jardines de gencianas azules. La suerte volvió a tocar. Una amiga llevó a May Massee de Viking Press a su casa. La mujer que había revolucionado la edición de libros infantiles en Estados Unidos miró a su alrededor y le propuso a Bemelmans que escribiera e ilustrara un libro. Ludwig aceptó y, usando el imaginario austriaco de las persianas de su estudio, creó el mundo de Hansi, su primer libro infantil. Por esa época se volvió a casar, lo hizo con Madeleine Mimi Freund y consiguió un trabajo regular, debía preparar una tira cómica semanal llamada Silly Willy, sobre una foca. La paga era de treinta dólares, muy poco para mantener el estilo de vida al que se había acostumbrado. Comenzó a diseñar sets y vestuario para teatro y a escribir cuentos para adultos. Estos tuvieron éxito inmediato y dieron mejores réditos monetarios que sus libros infantiles. A principios de 1937 Viking Press publicó su primer libro para adultos: Mi guerra con los Estados Unidos que recogía historias de su paso por el ejército; por su prosa ingeniosa e inteligente los críticos lo compararon con Mark Twain. Pero para continuar escribiendo requería nuevo material. Ludwig sostenía que necesitaba viajar y conocer nuevas realidades para alimentar su escuálida imaginación.

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En marzo de 1937 se montó en un barco con destino al Ecuador con su esposa y su pequeña hija, Bárbara. Planeaba inspirarse en Sudamérica para un nuevo libro infantil; para mantener a su familia negoció con Vogue y The New Yorker el envío de despachos desde la Mitad del Mundo. Estuvo cuatro meses en distintas partes del Ecuador, principalmente en Otavalo y Quito. A su regreso a Nueva York, la prensa entrevistó al bromista Bemelmans cuando bajó del trasatlántico Santa Bárbara, “cuando termine el libro infantil, voy a encontrar tiempo para escribir Una guía útil para exploración arqueológica y etnológica diletante en Sud América”. “No tienen idea”, continuó, “cuántos miles de americanos se han convertido en exploradores veteranos de Sud América o, por lo menos, hacen planes para convertirse en exploradores veteranos de Sud América mañana o el jueves. Pienso que mi libro será un éxito en términos de circulación porque voy a contar todo: cómo dejarse la barba, cómo empacar la comida e implementos, cómo seguir los caminos trillados a través de la jungla salvaje y cómo vivir con indígenas. Es, de verdad, un campo infinito y estoy encantado conmigo mismo porque se me ocurrió”. La entrevista continuó con la pregunta del periodista sobre “los salvajes” que encontró en el Ecuador. Bemelmans respondió que las únicas “graciosas personas salvajes” que encontró en el Ecuador y Sudamérica fueron los exploradores americanos. Ellos “extraen su oro en Nueva York” y luego se van de safari a Sudamérica, “necesitan equipos que son fáciles de conseguir: una barba, un manual de medicina y cirugía básica y un título, preferiblemente de Capitán. Teniendo eso es fácil, pues Ecuador y los otros países son tan civilizados como nosotros y no hay ningún tipo de peligro. Simplemente se sale de las ciudades, se camina por los bosques, y, si se camina lo suficiente, todo tipo de cosas interesantes pueden ocurrir”. Bemelmans volvió con varios bosquejos y fotografías de Otavalo, donde ambientó su cuarto libro infantil: Quito Express. Para entonces sus ilustraciones habían cambiado mucho, si sus primeros dos libros para niños tenían ilustraciones estilizadas, que le debían algo al movimiento fauvista, y mucho texto, su libro ecuatoriano optó por imágenes simples que tenían más peso que las palabras.

Hansi, su primer libro infantil.
Hansi, su primer libro infantil.
El burro por dentro, 1941, relatos de un viaje de Guayaquil a Quito.
El burro por dentro, 1941, relatos de un viaje de Guayaquil a Quito.
Una de las tantas portadas que ilustró para el periódico The New Yorker.
Una de las tantas portadas que ilustró para el periódico The New Yorker.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El siempre inquieto Bemelmans, que solía decir que su mayor inspiración a la hora de crear era su cuenta bancaria en números rojos, llevó a su familia a una isla llamada Île d’Yen, afuera de la costa de Bretaña, en Francia, en el verano de 1938. Un día que Ludwig iba al puerto a comprar langostas y pescado en su bicicleta, se chocó contra el único automóvil del pueblo. Acabó en el hospital, donde su vecina de habitación era una pequeña niña a la que le habían sacado el apéndice. La audaz niñita se levantó el camisón para enseñarle la cicatriz a Bemelmans; fue eso, las camas del sanatorio, el recuerdo de las historias de su madre sobre su internado en un convento, el nombre de su esposa, la edad de su hija… Cuando volvió a Nueva York, sentado en una mesa en la taberna Pete’s, atrás del menú, escribió una de las líneas de apertura más famosas de la literatura infantil: “En una vieja casa en París/ cubierta con parras…”. Luego hizo bosquejos de la intrépida niña pelirroja: había nacido Madeline.

A diferencia de sus otros libros infantiles, Madeline fue un éxito inmediato. Salió en 1939, el mes en que Hitler invadía Polonia, cuando el mundo podía apreciar la levedad de las aventuras de un grupo de niñas lideradas por la intrépida Madeline. El personaje fue tan popular que, entre 1953 y 1961, Bemelmans escribió cinco libros más con Madeline de protagonista. Desde entonces ha sido traducida a innumerables idiomas, se han impreso millones de copias y ha sido llevado al cine tanto en Francia como en Estados Unidos.

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La década del cuarenta fue buena para Bemelmans. Regresó al Ecuador en 1941 y, en el mismo año, publicó El burro por dentro, donde relata, con el humor absurdo que caracterizaba su prosa, un viaje de Guayaquil a Quito y de allí a la selva. Comenzó a hacer portadas para The New Yorker y siguió escribiendo libros para adultos. Con ellos se cimentó su fama de excéntrico y de cultor de la sátira. En 1943 la Metro-Goldwin- Mayer le propuso que adaptara su cuento “Yolanda y el ladrón” para el cine. El estudio fue pródigo con su salario, le ofreció tres mil dólares a la semana para que escribiera la historia que tendría de protagonista a Fred Astaire. El guion no avanzaba, pero sí su vida social, cenaba en los restaurantes más costosos de la ciudad, como el Romanoff, donde, como forma de pago, se aceptaban los dibujos que garabateaba entre plato y plato; compartía veladas con Rita Hayworth y Olivia de Havilland y, en la casa que alquiló en Malibú, donde pintó una orquesta sinfónica completa en el salón, invitaba a tertulias a algunos de los intelectuales europeos que habían huido del nazismo y recaído en California como Kurt Weill y Thomas Mann. Desarrolló una buena amistad con el guionista Irving Brecher (creador de algunas de las mejores películas de los hermanos Marx), que debía ayudarlo a escribir el guion de la película; en sus innumerables conversaciones sobre la historia, llevadas a cabo en restaurantes y bares, Bemelmans dibujaba mientras hablaba. Bemelmans siempre dibujaba, era su manera de pensar. Alguna vez su hija Barbara le preguntó cuál de todos los idiomas que hablaba era su idioma materno, quería saberlo porque tenía un fuerte acento en todos: inglés, alemán y francés. Su padre la miró por un instante y le dijo, con toda seriedad, que su idioma eran los dibujos. Él no pensaba en esta o aquella lengua, pensaba en dibujos. Ludwig Bemelmans no solo le presentó al director de la cinta, Vincent Minelli, un guion sino una serie de bosquejos que había hecho para la escenografía. Tomó más de un año comenzar la filmación del musical, la película costó dos millones de dólares y, aunque se recuperó la inversión, no fue un éxito de taquilla. Pero a Bemelmans le fascinó el resultado: el director dio vida a sus bosquejos, algunas secuencias de la película producen la extraña sensación de habitar sus cuadros.

Mientras vivía en las cercanías de Los Ángeles, escribió su libro más lírico y de mayor profundidad sicológica, Danubio azul. Fue su intento por explicar cómo Alemania cayó hipnotizada por el nazismo. En 1946, luego del fin de la guerra, viajó a Europa como corresponsal. Escribió una serie de artículos de tan aguda inteligencia que su fama de humorista del absurdo se vio templada. En varios despachos reflexionó sobre la facilidad con la que se subyugó al pueblo alemán; tenía experiencia personal sobre lo que escribía: “Para mí la tragedia alemana viene desde el aula escolar, del despiadado castigo corporal… La escuela prepara el trato en el hogar. Inculca en el joven el temor al padre, al profesor, al policía, a cualquiera que cargue una insignia de poder. Los nazis solo pudieron lograr lo que hicieron con la absoluta obediencia de la población”. A pesar de lo que vio, siempre optimista, también escribió artículos sobre personas que mantuvieron su decencia en uno de los momentos más indecentes de la historia.

Cuando regresó a Nueva York, sin un sitio donde vivir, se le ocurrió proponerle al dueño del hotel Carlyle un intercambio: haría un mural en el bar del establecimiento a cambio de habitaciones para él y su familia durante un año y medio; se selló el trato. El resultado todavía se puede ver en la calle 35 Este y 76, en el Upper East Side de Manhattan. El Bemelmans Bar, como se llama hasta hoy en día, es un lugar mágico de tonos dorados e iluminación teatral, donde junto a las cuatro estaciones del año se perpetúan escenas ingenuas y fantásticas de animales antropomorfos que fuman, pasean y se divierten en un Central Park patas arriba, donde las jaulas del zoológico están habitadas por personas en lugar de animales y Madeline se pasea junto a sus compañeras y la señorita Clavel por los senderos del parque. Es el único mural público de Ludwig Bemelmans.

Su buena fortuna continuó en 1949: Good Housekeeping le pagó quince mil dólares por una historia infantil y una adaptación de su novela Now I Lay Me Down to Sleep, que se estrenó en Broadway. El Ecuador se resistía a desaparecer de su imaginario, la novela en la que se basaba la obra de teatro, según el autor, era sobre “un general ecuatoriano de ochenta años que tiene ataques epilépticos cada treinta días y una institutriz alemana de setenta y cinco años que lleva su ataúd a todo lado”.

The Bemelmans Bar

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Si hay un lugar que ostente tradición en una ciudad en constante cambio, es sin duda Bemelmans Bar, en el icónico hotel The Carlyle de Nueva York. Desde el momento en que se entra al bar, uno se transporta automáticamente a otra época, en donde el old-school de la Gran Manzana sale a relucir en un escenario único e íntimo, favorito y clásico entre locales, grandes personalidades y celebridades.

The Bemelmans Bar, cuyo nombre homónimo, proviene del ilustrador Ludwig Bemelmans, es el único sitio en el mundo donde se pueden apreciar sus murales públicamente. El escritor e ilustrador fue comisionado en 1947 para pintar los muros del recinto, representando las legendarias aventuras de Madeline en el Central Park de Nueva York. Bemelmans canjeó su trabajo por un año y medio de estadía en el hotel para él y su familia.

 

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Mientras tanto, Madeline había dejado de ser solo su creación. Se vendían sombreros y muñecas a su semejanza en el almacén Neiman Marcus en NY y los niños del mundo, de Japón a Irlanda, soñaban con sus aventuras. En el ámbito de la literatura para adultos, su reputación de escritor marginal había cambiado con la publicación de Are You Hungry, Are You Cold; un crítico llegó a decir que la protagonista de la novela era “la contraparte del chico de El guardián entre el centeno”. En 1960, con el libro de J. D. Salinger aclamado como un clásico, no podía existir mayor elogio. El panorama financiero también daba para ser optimista, estaba en desarrollo una película de animación basada en Madeline. Con eso en mente Bemelmans compró una goleta en el verano de 1959, a la que llamó el Arca de Noé. Casi de inmediato escribió el libro, A bordo del Arca de Noé. La diferencia entre arte y vida para Ludwig Bemelmans siempre fue tenue. En 1961 enfermó. Cuando alguna vez imaginó su obituario se decantó por: “Pintor y escritor o escritor y pintor, amante de la vida y cultor del gozo”. Murió el 1 de octubre de 1962, la noche anterior había preparado veinte dibujos y escrito algunos versos para un nuevo libro infantil.

 

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