Cantemos una nueva canción; contemos una nueva historia; una consciente de los cuentos antiguos, que se inspire en la ciencia.
Busquemos lo permanente en medio de lo fugaz y mutable, lo que perdura a través del espectáculo del cambio incesante. Descubramos lo eterno, lo bueno.
Prólogo al guion de El árbol de la vida.

RL es su nombre. Está muerto desde hace mucho tiempo, pero ahora está parado en la orilla del mar, como era de niño: rubio, delgadito y con la sonrisa siempre lista para su hermano Jack. Se abrazan, como si el tiempo no hubiera pasado, pero ha pasado, porque están en el fin de los tiempos y el universo se ha desintegrado. Es mitad de la tarde. Unos pocos rayos de luz atraviesan las nubes grises e iluminan la arena y la espuma del mar. Jack tiene la oportunidad de abrazar a sus seres queridos y de ver caminar a su alrededor a todas las personas que alguna vez se cruzaron por su existencia. Su madre está ahí, como la recuerda de niño: con su vestido verde, su pelo rojo al viento, ese rostro infantil y angelical. También está su padre, siempre rígido con él, pero se miran, dudan y se abrazan. Cada ser sabe por dónde caminar y dejar su huella, a quién mirar y a quién acariciar.
Abierto y eterno es el paisaje cinematográfico de Terrence Malick, el cineasta americano que jamás concede una entrevista, que se puede tomar veinte años entre hacer una y otra película, que se cambia de la filosofía al cine porque no quiere limitarse a la teoría y a la palabra. La escena que describo es de la cinta El árbol de la vida (2011), ganadora de La Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2011. Esta es la clase de película que se ama a muerte o se la odia con todas las entrañas; que se entiende o no se entiende nada. Yo la amo a muerte, aunque entiendo poco o casi nada.
Quizá no hay mucho que entender. Quizá se trata solo de sentir. Entonces pienso en un cuadro de Rothko, en una sinfonía de Beethoven o en un poema de Rilke, cualquiera de estas obras me conmueven de la misma manera que lo hace esta película: como una ola inmensa en esa playa de mi vida que me arrastra hacia la orilla de la verdad. Su efecto es de un solo impacto: arrasador, como si la totalidad del filme cortara la distancia entre mi alma y su materialidad, fundiéndome por completo en una aventura estética del más alto calibre. Me sumerjo en una realidad inconmensurable, imposible de explicar, pero me apoyo en las palabras de Cézanne:
La naturaleza es siempre la misma, y, sin embargo, nada de lo que aparece en el mundo perdura. El arte debe transmitir la emoción de su permanencia. Es decir, el arte nos debe dejar probar la eternidad que persiste debajo del espectáculo caleidoscópico que es la vida.
Cézanne

Palabras en las que el propio Malick parece haberse inspirado para escribir el prólogo de su guion y consolidar la esencia de su obra maestra.

La idea para la película surgió en la mente del artista en los años setenta. En 2011 por fin salió a la luz y este año celebramos su décimo aniversario. Parecería que la obra realmente necesitó todo aquel tiempo de gestación. Como un pequeño embrión, esta fue alimentándose de la vida y las experiencias del cineasta para explosionar, treinta años después, en 139 minutos de las imágenes más sublimes a través del lente de Emmanuel Lubezky, de las más acertadas actuaciones de Brad Pitt (Sr. O’brien) y Jessica Chastain (Sra. O’brien), acompañadas de una voz en off tan poética que nos eriza la piel. Se sabe poco de la vida de Terrence Malick, pero se sabe que creció en Texas (al igual que Jack, el protagonista), que dejó la filosofía por el cine y una tesis sobre Heidegger sin concluir.
Con estos antecedentes, el filme solo podía tratar el gran tema de la vida y la existencia. Nada más y nada menos. Se convierte en un proyecto pretencioso y chocante para muchas personas que no pueden ver sino la arrogancia de un artista que se cree Dios (peor aún si jamás se deja ver en público —igual que nuestro creador—). Sin embargo, yo consideraría lo contrario: se trata, más que de un artista, de un hombre que se conoce profundamente en su naturaleza humana, que acepta la angustia y la ambivalencia como cualidades de la existencia, que se sabe parte de un todo que lo rodea, ubicándose en un universo que le pertenece y al cual él pertenece. Y estas son las mismas razones por las que Malick, como artista, encuentra su lenguaje y un estilo propio, rompiendo la narrativa tradicional de forma radical, donde el tiempo se convierte en una multiplicidad de momentos que existen simultáneamente, donde el silencio se transforma en el verdadero diálogo, y donde el paisaje es el reflejo directo de la conciencia divina que se filtra en todo que es y en todo lo que hay.
Quizá El árbol de la vida peque de ser una película demasiado espiritual, en especial por sus alusiones directas a la Biblia y por esas largas secuencias sobre la creación y destrucción del universo, pero eso da igual. Esas imágenes insistentes de árboles que se parten contra el firmamento, dibujando con sus ramas los dedos de Dios, son parte integral de una sinfonía estremecedora. Son pocos los artistas que logran penetrar tantas capas temáticas de manera tan profunda y, por eso, la película es tan exuberante y poderosa.
¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?…
Libro de Job: 38:4,7.
cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios”.
En su edad madura Jack (Sean Penn) vive una existencia vacía y carente de sentido. Sube por un ascensor de vidrio cuyo sonido parece el de una máquina respiratoria que es lo único que lo conecta a la vida. A lo lejos el horizonte de una ciudad gélida, reflejo de su corazón partido por una infancia que se deshace en su memoria junto a la cicatriz imborrable que ha dejado la muerte de su hermano.
Después de que la familia recibe la noticia del fallecimiento de RL, vemos cómo cada uno comienza a cuestionar su fe en Dios. Este momento es crucial en la cinta porque el director nos ofrece el origen del universo como respuesta al profundo dolor que atraviesa la familia. Entonces viajamos a una secuencia de casi treinta minutos de imágenes que aluden a la historia de la creación. Luces cósmicas, explosiones estelares, lava de volcanes que se funden con montañas, medusas como bailarinas en el fondo del mar, dinosaurios que se perdonan la vida, un meteorito que cae en la Tierra y el comienzo de todo una vez más. Células, moléculas, sustancias que se mueven sabiendo adónde van. Jack en el vientre de su madre que se infla como un globo. Su salida al mundo. Su pie frágil entre las manos de su padre. Ahora todo desde la perspectiva de Jack; el mundo hacia arriba: fresco y misterioso. La vida es creada a cada instante y, con ella, su brutal belleza. Nacen sus hermanos y nada más sublime que la complicidad entre ellos. Jugar, reír y llorar juntos, amarse de la manera más plena, compartir las delicias de la naturaleza. Belleza por donde se mire y una amplia sensación de inmortalidad.

Sin embargo, la belleza de estar vivos tiene un precio. Ese precio es el sufrimiento y el dolor. Es la forma que tiene Dios de experimentar lo único que no le pertenece: la finitud. En el dolor nos volvemos terriblemente mortales, el cuerpo pesa y se agarra de sus frágiles fronteras, el alma llora y se desespera. La amplitud de la existencia se contrae en el cuerpo y hay un intenso deseo de volver al origen de todo. Y en el vasto contexto de la creación del universo, entre explosiones siderales y el colapso de galaxias, el dolor de una pérdida tampoco significa demasiado. En su inmensidad y sabiduría, el universo nos trata a todos los seres por igual. Le da exactamente lo mismo la caída de la hoja de un árbol que la muerte de un ser que amamos.
La paradoja está en que las pérdidas son la misma vida en movimiento. El universo se expande, se crea y se destruye casi en el mismo instante. No hay realmente un final. Entonces, vamos creando la historia de El árbol de la vida no solo mientras la estamos viendo, sino porque la estamos viendo, y ese es nuestro poder como espectadores, pero también como humanos. Se trata de sentir y observar todo, no solo mientras estamos vivos, sino porque lo estamos.
Al final del tiempo, Jack y su familia vuelven a juntarse en esa playa de sus vidas. Jack se rinde a ese amor que sobrepasa el sinsentido y finalmente escoge aquel camino que siempre le mostró su madre: el de la gracia.
La única forma de ser feliz es amando. A menos que ames, tu vida pasará como un destello. Hazles el bien. Asómbrate. Espera.
Y ahí, en esa playa, donde todo parece por fin terminar, surge un nuevo comienzo: Jack reaparece en medio de los altos edificios, esta vez con un brillo en su mirada y la sonrisa leve de quien descubre aquello que siempre estuvo ahí, debajo del tiempo, fuera de todo lo que surge y lo que se va.