Edición 440 – enero 2019.
En 1979, hace 40 años, el mundo socialista comenzó su lenta y sangrienta agonía.

Había sido un año despacioso y apacible, sin sobresaltos mayores, algo del todo inusual en plena Guerra Fría, cuando dos potencias con vocación hegemónica —que, además, representaban a dos sistemas enfrentados e incompatibles— se disputaban poderes e influencias cada día y en cada rincón del mundo. Sí, inusual y desconcertante. Lo cierto es que 1978 apenas es recordado como “el año de los dos papas”, en el que la Iglesia Católica vio morir dos pontífices con pocas semanas de diferencia. Pero, aparte de eso, fueron doce meses sin noticias estremecedoras. Claro que, por debajo, estaban ocurriendo cambios profundos y, sobre todo, ya estaban en gestación los acontecimientos extraordinarios que ocurrirían el año siguiente, 1979.

(A propósito del “año de los dos papas”: tras la muerte de Pablo VI, el 6 de agosto, el colegio cardenalicio eligió papa al cardenal Albino Luciani, un hombre sencillo y bueno, de 66 años, a quien le abrumaron su designación y sus nuevas responsabilidades. Y el corazón de Juan Pablo I no resistió: un infarto lo mató el 20 de septiembre. A los fanáticos, que son millones, de las teorías de la conspiración se les desbocó la imaginación y, en las semanas y los meses siguientes, surgieron las teorías más fantasiosas y las conjeturas más delirantes sobre las “verdaderas causas” de su muerte, que es, por cierto, lo que siempre sucede cuando algo asombroso ocurre. Después, el colegio cardenalicio volvió a reunirse y eligió papa al cardenal polaco Karol Wojtyla, quien asumió el nombre de Juan Pablo II).
Pero esa quietud de 1978 era sospechosa: los tiempos eran demasiado turbulentos como para que esa inmovilidad se prolongara mucho. Era obvio que las hostilidades se reanudarían pronto. Por eso, al empezar 1979, hace cuarenta años, el mundo contenía la respiración en espera de lo que tendría que llegar. Y si bien nadie sabía qué llegaría, lo lógico era aguardar sucesos importantes. Pero nadie, o casi nadie, imaginó la profundidad e irreversibilidad de los cambios que empezaron en 1979 y que transformarían el mundo para siempre.
En efecto, al empezar 1979 aún no había vencedores ni vencidos en la Guerra Fría, que para entonces ya duraba treinta años desde que, en 1949, la Unión Soviética se dotó de armas atómicas y, con ellas, pudo desafiar la hegemonía con la que los Estados Unidos emergieron de la Segunda Guerra Mundial. Más aún, las recesiones cíclicas de las economías capitalistas les daban cierta verosimilitud a las profecías marxistas de que el socialismo terminaría imponiéndose en el mundo entero y abriría la era final de la historia humana: la era de la dictadura del proletariado y de la supresión de las clases sociales, para así llegar a la igualdad absoluta, la eliminación de las superestructuras previas y la implantación de la sociedad comunista perfecta y definitiva. Y es que, a pesar de que todos los países socialistas eran pobres, atrasados y opresivos, muy rezagados frente a los países capitalistas, todavía no se sabía que por dentro sus sociedades estaban tensas, descontentas y carcomidas por el fracaso.
El extraño 1978
Extraño, sin duda, y bastante desconcertante, pues el acontecimiento más importante del año pasó por entonces casi desapercibido y tan sólo fue aquilatado en todo su valor varios años después, cuando sus consecuencias se hicieron evidentes. Y es que en 1978, en la China hermética y opresiva que dejó Mao, ocurrió un relevo en la cúpula del poder en apariencia burocrático y rutinario, por el que un viejo dirigente caído en desgracia había sido rehabilitado y devuelto a la cima del Partido Comunista. Con Deng Xiaoping, que de él se trataba, el régimen chino superó sus anacrónicos dogmas socialistas y, sin alborotos, fue abriendo su economía a las prácticas capitalistas de mercado, con lo que, en los siguientes treinta años, unos trescientos millones de personas salieron de la pobreza y China se convirtió en la segunda potencia económica del planeta. Y todo eso empezó en 1978, sin que casi nadie lo entendiera.
Otro hecho que pasó sin recibir demasiada atención fue la recuperación de la democracia en España con la aprobación en un referéndum de su nueva constitución, que incluyó los derechos, las garantías y las libertades características de las sociedades occidentales modernas. Fue un hito, por supuesto, pero que generó amplias dudas: ¿podrán los españoles vivir en armonía, o con la constitución de 1978 ocurrirá algo similar a lo sucedido con la de 1931, que propició un enardecimiento político que cinco años más tarde desencadenó una guerra civil de tres años y una dictadura de treinta y seis? El pasar del tiempo desengañó a los escépticos de entonces.
También el Ecuador aprobó su nueva constitución en 1978, pero fue en 1979, con la posesión del presidente Jaime Roldós, que la democracia volvió para quedarse (al menos hasta 2007, cuando un gobierno opresivo y represivo la arrolló e implantó un régimen autoritario y deshonesto que duró diez años). El rescate democrático ecuatoriano apresuró el desplome sucesivo de las dictaduras militares latinoamericanas, en medio de revelaciones cada día más espeluznantes sobre las atrocidades cometidas en esos años de tinieblas y miedo.
Otro miedo que se esfumó ese año fue a la viruela: 1978 comenzó con el anuncio de la Organización Mundial de la Salud de que, después de haber matado a cientos de millones de seres humanos a lo largo de milenios, la viruela había sido erradicada de la faz de la Tierra. Y también ese año nació el primer ‘bebé probeta’. Ocurrió en Inglaterra, fue una niña y la llamaron Louise. Y en el Oriente Medio, epicentro de pasiones atávicas y rivalidades enconadas, la paz ganó un pequeño espacio en 1978 con la firma de unos acuerdos, los del Camp David, por los cuales Egipto recuperó la península del Sinaí, que había perdido en la guerra de 1967, a cambio de lo cual reconoció el derecho a la existencia del Estado de Israel. Pero, como siempre ocurre en la historia contemporánea de árabes y judíos, la comprensión duró poco, casi nada.
Y llegó 1979
El mismísimo 1° de enero, con el alba del nuevo año, el ejército de Vietnam entró en Camboya con un propósito declarado: deponer al gobierno del Khmer Rouge, una organización guerrillera marxista que en menos de cuatro años (desde que tomó el poder, en abril de 1975, hasta que llegaron los vietnamitas) exterminó a la tercera parte de la población del país, en un empeño demencial y sanguinario —como antes lo habían hecho Stalin y Mao— por implantar el socialismo, en una versión agraria diseñada por Pol Pot, su líder y guía (quien, dicho sea de paso, corrió a esconderse en la selva, donde malvivió hasta 1998, cuando murió envenenado en vísperas de ser juzgado por genocidio). La intervención militar vietnamita demostró la severidad de la fractura en el mundo marxista y, sobre todo, la gravedad de la crisis interna del sistema socialista. Pero, aun así, pocos vislumbraron lo que vendría después.
La ocupación de Camboya indignó a China, que con la caída del Khmer Rouge había perdido un aliado clave en el sudeste asiático. Por eso, seis semanas más tarde, el 17 de febrero, el ejército chino atacó Vietnam en tres frentes, con el objetivo —jamás reconocido, aunque evidente— de derrocar al gobierno vietnamita y, así, arrebatarle un aliado fundamental a la Unión Soviética. Golpe por golpe. Pero el ejército vietnamita, fogueado en las guerras con Francia y con los Estados Unidos y conducido por su legendario estratega Vö Nguyen Giap, opuso más resistencia de la esperada, por lo que un mes más tarde, el 16 de marzo, China dio por terminada su intervención y se replegó componiendo la figura para disimular el fracaso. Para entonces, sin embargo, el colapso del socialismo, en todas sus vertientes, ya comenzaba a ser indisimulable. Pero aún faltaba lo peor…
Hasta que al socialismo le llegara lo peor, en el mundo seguían ocurriendo hechos de repercusiones duraderas. Fue así que el 16 de enero, acosado por unas protestas callejeras que día tras día crecían en concurrencia e intensidad, el sha de Irán, Mohammad Reza Pahleví, salió rumbo al exilio, que al final se lo concedió Egipto, donde murió un año más tarde. Con la huida del ‘shahanshah’, el ‘rey de reyes’, el camino quedó libre para que el 1° de febrero volviera a Teherán, desde su refugio en París, el líder de los musulmanes chiitas, el ayatolá Ruhollah Khomeini, quien de inmediato anunció la implantación de un régimen revolucionario islámico, lo que se concretó el 11 de febrero con la proclamación de la República Islámica de Irán. El 1° de abril fue promulgada una nueva constitución, aprobada en referéndum con —según las cifras del gobierno— 99,31 por ciento de votos a favor. Nada menos.
En los meses siguientes los sucesos se precipitaron: el 7 de abril fue ejecutado el último primer ministro del régimen imperial, el 5 de marzo fue creada la Guardia Revolucionaria, en junio empezaron las confiscaciones de bancos y empresas y, en lo que fue el quiebre final con el Occidente, el 4 de noviembre un grupo de estudiantes radicales, con innegable apoyo del gobierno, asaltó la embajada de los Estados Unidos y tomó de rehenes a 66 diplomáticos. La “crisis de los rehenes” duró 444 días (terminó el 20 de enero de 1981, el día de la posesión de Ronald Reagan como presidente, cuando la embajada fue desocupada con el ofrecimiento de que no habría retaliaciones) y creó en torno a Irán un ambiente de animadversión y recelo, incluso en el mundo musulmán. Esos sentimientos negativos explotaron en septiembre de 1980, cuando estalló la guerra entre Irán e Iraq, que duró ocho años, terminó sin vencedor y causó cerca de un millón de muertos.


Y nevó en el desierto…
Además, 1979 fue el año de concreción de la redemocratización de España, con la elección, el 1° de marzo, de Adolfo Suárez como presidente del gobierno. También el Ecuador concretó ese año su rescate de la democracia, con la elección de Jaime Roldós como presidente, el 29 de abril, y su posesión, el 10 de agosto. Por otra parte, el 6 de marzo, en Washington, Israel y Egipto firmaron un tratado de paz. Dos días después, el 28, en la central atómica estadounidense de Three Mile Island ocurrió una fuga radiactiva masiva, tragedia a la que el 3 de junio se sumó el derrame de casi un millón de toneladas de petróleo por la explosión de un pozo en el sur del golfo de México. Y también en 1979, el 1° de septiembre, la especie humana empezó su exploración de Saturno, con el lanzamiento de la nave Pioneer 11.
Hubo más, desde luego. El 16 de julio Saddam Hussein asumió la presidencia de Iraq (y el mundo entero sabe lo que ocurrió después), el 17 de julio huyó de Nicaragua el dictador Anastasio Somoza y dos días después tomó el poder el Frente Sandinista, el 1° de junio asumió en Rhodesia (la actual Zimbabue) el primer gobierno de la mayoría negra, el 20 de septiembre fue derrocado en el Imperio Centroafricano el emperador Bokassa I, el 15 de octubre la madre Teresa de Calcuta recibió el Premio Nobel de la Paz y, lo más asombroso de todo, el 18 de febrero nevó en el desierto del Sahara, algo que, desde que se sabe, no había ocurrido jamás.
Entre muchos otros millones de seres humanos, en 1979 murieron el despiadado médico nazi Josef Mengele, el compositor italiano Nino Rota, el filósofo marxista Herbert Marcuse, el feroz dictador de Guinea Ecuatorial Francisco Macías Nguema (quien se declaraba “marxista hitleriano”), los actores John Wayne y Jean Seberg, y el caudillo populista peruano Víctor Raúl Haya de la Torre. Y en 1979 también murió el expresidente José María Velasco Ibarra, uno de los protagonistas primordiales de la política ecuatoriana del siglo XX.
El principio del fin

Para el socialismo marxista, ya tambaleante por su colección de fracasos, entre mayo y junio de 1979 le cayeron dos noticias aplastantes. Fue así que el 4 de mayo, en Londres, Margaret Thatcher fue elegida primera ministra del Reino Unido, con lo que, tras décadas de claudicación y repliegue, el liberalismo inició una reconquista resuelta y vigorosa que en los años siguientes se expandió por todo el mundo. Pero fue el 2 de junio, cuando el papa Juan Pablo II llegó a su natal Polonia y desencadenó una rebelión silenciosa pero caudalosa en toda Europa Oriental, cuando los regímenes socialistas, incluido el imperial gobierno soviético, empezaron su desplome lento pero irremediable, carcomidos por su fracaso económico, su retraso tecnológico, su opresión política y su desastre social.
Ese proceso de desplome y la consiguiente sensación de zozobra en las capitales del bloque oriental, todo lo cual iba haciéndose evidente a pesar de los constantes alardes del poderío militar soviético, hizo que el 25 de diciembre de 1979, día de la Navidad, la Unión Soviética reaccionara con precipitación y exceso frente a lo que estaba ocurriendo en Afganistán. Y es que el presidente afgano, Nur Muhammad Taraki, un marxista convencido y aliado de Moscú, había sido depuesto y asesinado por su primer ministro, Hafizullah Amín, un golpe de mano que fue muy mal recibido por Leonid Brézhnev, el jefe del gobierno soviético, quien ordenó una intervención militar rotunda e inmediata.
Dos días más tarde, el 27, con las fuerzas militares soviéticas desplegándose y asumiendo el control de todo Afganistán, un comando de élite, los ‘spetsnaz’, mató a Amín y colocó en la presidencia a otro aliado de Moscú, Babrak Karmal. A pesar de sus éxitos iniciales, la invasión terminó diez años más tarde en un fracaso estrepitoso, del que la Unión Soviética ya nunca se recuperó. En efecto, por su ubicación en el centro del Asia, un cruce de caminos en plena Ruta de la Seda, Afganistán tuvo siempre una historia turbulenta, de ataques extranjeros e intentos de dominación, contra los cuales se rebeló siempre, con una estrategia ancestral de guerra de guerrillas, aprovechando su territorio abrupto y pedregoso, lleno de cuevas profundas y de pasos de montaña cubiertos de nieve casi todo el año.
La invasión soviética no fue vista tan sólo como una invasión extranjera más. Fue, para el muy creyente y devoto pueblo musulmán afgano, una invasión perpetrada por un país sin dios, ateo, cuya ideología oficial marxista era considerada una negación absoluta de los principios fundacionales de la religión enseñada por el Profeta Mahoma en los albores del siglo VII. Y, claro, los ‘guerreros de Alá’, los ‘muyahidines’, se rebelaron y se dedicaron a acosar a las fuerzas de ocupación. El apoyo financiero y logístico occidental, en especial de los Estados Unidos, los hizo cada vez más fuertes, en lo que también influyó la desmoralización creciente de las tropas soviéticas (algo similar a lo ocurrido con los soldados estadounidenses en Vietnam), cada día más desmotivadas y sin rumbo.
Diez años más tarde, en enero de 1989, la Unión Soviética ya no pudo mantener el esfuerzo económico de una guerra lejana, que para colmo la estaba perdiendo sin remedio. Cuando salió de Afganistán, derrotado y humillado, el régimen soviético estaba quebrado. El intento de apertura y liberalización emprendido en 1985 por el nuevo gobernante soviético, Mikaíl Gorbachov, resultó tardío e insuficiente: el sistema socialista había fracasado una vez más, tanto por su ineficiencia económica intrínseca como por su autoritarismo político abrumador. Diez meses después, el 9 de noviembre, cayó el Muro de Berlín, los países de la órbita soviética se desbandaron y depusieron a sus gobiernos marxistas, la Unión Soviética se extinguió y los países de Europa Oriental, Rusia incluida, adoptaron el capitalismo y la democracia. Y todo había empezado en 1979, hace cuarenta años, con las guerras en el sudeste asiático, la reconquista liberal, la prédica de Juan Pablo II y la invasión soviética de Afganistán.