El amor espera

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Los nombres propios de esta crónica, al igual que los de ciertos lugares aquí mencionados, han sido cambiados a pedido de los involucrados. ///

Por Juan Fernando Andrade ///

 Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres solo se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida. 

Gabriel García Márquez

 Desde 1943, cuando fue convocado por primera vez a la selección manabita de fútbol, hasta 1949, cuando se retiró después de haber sido titular en los mejores equipos del país y de haber participado en un Campeonato Sudamericano en Brasil, Lucas el Mono Álvarez supo que el deporte no podría darle de comer. Mientras jugaba en Guayaquil, por ejemplo, la Empresa Eléctrica le ofreció un trabajo como controlador de medidores para redondear su sueldo. Y poco después, tras conseguir una mejor oferta como guardaestanco del Estado, salió de la cancha y no volvió a entrar.

El trabajo no era sencillo. Armado con una Smith & Wesson calibre 38 y acompañado por gente que carecía de entrenamiento militar, el Mono Álvarez era el encargado de confiscar el aguardiente que se producía de forma ilegal en las haciendas de la zona, usando trapiches con los que, además, procesaban alfeñique y raspadura. Era un hombre joven, pero ya tenía familia a la que empacaba cada vez que sus superiores lo enviaban a la comisaría de Portoviejo o a patrullar las aguas de Esmeraldas. Tras varios años nómadas, la familia se radicó finalmente en su pueblo natal, un valle al sur de Manabí, rodeado por una cordillera que se cubre de niebla al final de cada tarde.

Lucas el Monito Álvarez nació en 1953. Sus primeros años los pasó a bordo de una balsa, pescando con otros niños de su edad en las playas de Esmeraldas, y cuando llegó a Manabí tenía el acento de los negros marcado en los labios y la piel ensombrecida por el sol. Durante su primer día de clases en la escuela Gabriel Téllez, regida por sacerdotes mercedarios y donde se educaban los hijos de los ricos del pueblo, el Monito le partió la boca a un compañero que se atrevió a imitar su acento casi africano y, de paso, le arruinó la camisa blanca del uniforme. El pequeño quedó tumbado en el piso, cegado por su propia sangre. “Yo tenía que durar por lo menos media semana con esa ropa. Cuando veo la camisa me acordé de la paliza que mi mamá me iba a dar y dije: con este me desquito primero”.

Lorena Bastidas Balladares, su madre, tuvo ocho niñas más desde su llegada al pueblo, y estaba en las primeras semanas de un nuevo embarazo cuando su padre fue nombrado comisario municipal en Portoviejo. El Mono se había mudado a la capital de la provincia para trabajar y allí se había quedado, envuelto en los brazos de un viejo amor, con la condición de volver al pueblo si la criatura resultaba ser un varón. Durante el embarazo, la mujer hizo la manda de trepar a pie la loma que por entonces conducía a la capilla del Cristo del Consuelo, donde rezaba de rodillas al Señor. Al final, el cielo cumplió con su parte del trato y nació un niño, el último de los Álvarez Bastidas. El Mono también cumplió y, en cuanto lo supo, abandonó a la mujer que tenía en Portoviejo y volvió con su familia para siempre.

*

Don Roberto Marino, dueño de la hacienda El Faro, un mar de hectáreas sembradas con café en una zona conocida como Escamas, un poco más arriba del sector La California, al extremo norte del pueblo, no era millonario, pero vivía mejor que nadie. A mediados del siglo XX, el pueblo producía más del 80% del café del Ecuador y todos los involucrados estaban bebiendo de la fuente sin fin de la bonanza: ganaban los hacendados, los agricultores, los vendedores y los transportistas que llevaban los quintales de café a Manta, desde donde se importaba a otros países.

La producción no era masiva, quizás unos dieciséis o dieciocho quintales por hectárea, pero alcanzaba. Era el único negocio de don Roberto y con eso tenía para trabajar durante los meses de la cosecha y vivir cómodamente y en varias casas el resto del año. En sus fiestas, a las que llegaban todas las personalidades políticas del Ecuador que visitaban la provincia, y donde solían reunirse los manabitas del Frente Democrático Nacional que apoyaban la candidatura presidencial de Raúl Clemente Huerta, nunca faltaron la bebida ni la comida ni los naipes ni la música. Se tomaba whisky a granel; se mataban vacas y chanchos; se cocinaba el mejor greñoso de la tierra del greñoso, y también unas laboriosas hayacas de arroz, cuya preparación involucra dejar remojando los granos de un día para el otro y después licuarlos con leche previamente hervida con mantequilla.

De las cuatro hijas que tuvieron don Roberto y su esposa Tatiana, solo una, la menor, Esperanza, aprendió a preparar como se deben esas famosas hayacas de arroz. Como sus hermanas, Esperanza vivía interna en el colegio mercedario Solatium, frente al parque central del pueblo, y como ellas pasaba guardada en la hacienda los meses que su padre dedicaba a atender los cultivos. Las hermanas Marino eran, sin duda, las más pretendidas del pueblo. No solo eran hermosas, de cabellos brillantes, una piel blanca como la carne del coco y una risa que aún ahora, cuando se juntan las cuatro, hace temblar la tierra, sino que eran “de buena familia”, pura aristocracia cafetera. Todas tenían pretendientes y el pretendiente de Esperanza era Lucas El Monito Álvarez, a quien por esos días le decían simplemente El Flaco.

Los Marino y los Álvarez eran familias muy unidas. Es más, don Roberto era padrino del menor de los hijos de El Mono, la razón por la que había vuelto con su familia. Una noche de 1969, don Roberto le pidió a su compadre que enviara al Flaco a cuidar a sus hijas. La casa de los Marino, una quinta de campo con dos pisos y balcón a las afueras del pueblo, a la que ahora se puede llegar a pie, solía estar rodeada de oscuridad, lodo, monte y animales silvestres. Según el Flaco, su padre le advirtió a don Roberto que sus hijas “ya estaban señoritas” y que él “ya estaba joven”, queriendo evitar así cualquier riesgo de intimidad, pero don Roberto le contestó: “no se preocupe, compadre, el Flaco las quiere como hermanas”.

“Antes, para ser enamorado de una chica, tenías que declarártele tres veces. Por lo menos así era aquí en el pueblo”, dice el Flaco, “hablarle bonito, bajarle la luna, las estrellas, y recién a la tercera vez era que te respondían. Pero yo era tímido para hablar de amor, de bajar las estrellas: yo no era de eso. A mí me encantó una música de Los Ángeles Negros que se llamaba Cómo quisiera decirte. Le ponía el disco y le decía ‘escuche, Esperancita, escuche’. Yo quería que se diera cuenta de que yo estaba enamorado de ella. Y se la ponía a cada rato para que la escuchara. Yo tenía diecisiete y ella catorce. Me di cuenta de que yo le gustaba porque ella también me miraba cuando sonaba la canción y ahí mismo la fui agarrando y le di un beso. Esa canción es la dura”. Y nada. Eso. Una canción que se repite en la sala de la casa, una y otra vez, hasta convertirse en un beso.

A Esperanza Marino sus padres le habían prohibido tener novio y su romance con el Flaco era clandestino. Cuando estaba interna en el Solatium, Lucas se paraba en la calle, le lanzaba papelitos por la ventana y así mismo esperaba sus respuestas, en la forma de un colibrí de nieve extraviado en la Costa. Los domingos, cuando iba a misa, Lucas se sentaba lo suficientemente cerca para verla y lo suficientemente lejos para que los Marino no lo vieran; cuando, por alguna casualidad, Esperanza tenía que caminar hacia el internado, Lucas aguardaba por ella escondido en una esquina y le llevaba la máquina de escribir. Cuando, en la noche, quería saber algo de ella, Lucas se arrastraba como una serpiente de cascabel por los montes que rodeaban la casa de los Marino, silbaba y esperaba acostado sobre la noche hasta que ella le respondiera el silbido: si los astros se inclinaban hacia el costado de su fortuna, la veía pasearse por el balcón con una lámpara de kerosén en la mano. Y eso era todo. Eso era el amor y ya con eso podía arrastrarse de vuelta al pueblo, entrar a un salón así como andaba, enlodado, con la ropa rasgada por los alambres de púas que cercaban la propiedad de los Marino, y celebrar el amor cantando baladas roqueras, bebiendo aguardiente con sus amigos y repartiendo puñetes, que era como terminaban las borracheras del pueblo.

El romance duró dos años guardado en secreto. Una tarde desafortunada, alguien los vio meciéndose y besándose en una hamaca y le fue con el chisme a don Roberto y don Roberto no solo se resintió con su compadre el Mono Álvarez sino que retiró a Esperanza del Solatium y se la llevó para El Faro, su finca cafetera, un sitio inalcanzable para un novio que se movía a pie. Durante meses, el Flaco escribió cartas desesperadas para que Carlos Sánchez, uno de los choferes que trabajaba para los Marino, se las entregara a Esperanza. Pero ella dice que esas cartas nunca llegaron y él dice que, según le contaron varias personas que iban o volvían del pueblo a El Faro, ella se había olvidado de él no más llegar a la finca y que, además, lo mejor era no contrariar —más todavía— a don Roberto. Lo cierto es que cinco años después de ese primer beso, el 11 de mayo de 1974 a las siete de la noche, el mismo día y a la misma hora, Lucas se casó con una mujer llamada Valeria Núñez, a quien había conocido no hace mucho y no lo suficiente, y Esperanza Marino, para sorpresa de todos, en una decisión que hasta ahora resulta inexplicable, se casó con el mismísimo Carlos Sánchez.

*

Con el tiempo, Carlos Sánchez pasó de chofer a dueño de un tráiler. Como ya no le hacía falta más que esperar a que el dinero —por mucho o poco que fuera— llegara a sus manos, ocupó su tiempo básicamente en dos cosas: beber hasta el desmayo y golpear a la menor de las hermanas Marino durante tres décadas. El día en que Carlos Sánchez murió, el 13 de mayo de 2004, poco antes de cumplir los 60 años, Esperanza fue al velorio con unas gafas que no alcanzaron a cubrirle el moretón que rodeaba su ojo izquierdo.

El pueblo ya no era ni la sombra de lo que alguna vez fue. A finales de la década de 1980, los cafetales de los grandes hacendados fueron desintegrados por dos plagas desalmadas: la roya, un hongo que debilita a la planta causando que el grano caiga antes de su maduración, y la broca, un insecto del tamaño de la cabeza de un alfiler, originario de África, que deja sus huevos en el fruto y lo pudre. Pensando que se trataba de un mal pasajero, los hacendados se endeudaron con los bancos para mantener sus cultivos, pero perdieron esa apuesta contra la naturaleza y contra las aún más catastróficas leyes de las finanzas. Los políticos ya no pasaban por el pueblo más que para recoger votos ingenuos y los nuevos ricos eran quienes llegaban a hacer fortuna vendiendo el alma en el Congreso Nacional. Los únicos negocios que sobrevivieron a las plagas fueron las cantinas, donde el pueblo lamentaba la suerte que los había fumigado a todos por igual. La abundancia que en otros tiempos se respiraba en casas como la de don Roberto Marino, donde la vida era alegre, generosa y despreocupada, fue despertando a una realidad que obligó a sus hijas a tener que trabajar.

El Flaco Álvarez, cuya vida profesional estuvo más bien dedicada al reparto de agua y la distribución de mariscos en las playas del sur, en los alrededores de Puerto López, tampoco había logrado escapar a la desgracia. Él y Valeria Núñez habían tenido tres hijas y, luego de eso, no habían vuelto a acostarse ni a quererse. Si Lucas quería “ocuparla como mujer”, ella se negaba, le confesaba sin pudor ni remordimiento alguno la extinción de su deseo y le recomendaba hacerse atender en la calle. “Me mandaba a buscar mujeres y yo andaba en la putería y en la borrachera. Vaya, cuídese. Eso me decía”. Preocupado porque las entrañas de su mujer se habían convertido en una cueva de hielo, Lucas viajó a Manta a buscar una psicóloga y por todo diagnóstico escuchó lo siguiente: “Me atrevo a decir, Lucas, que tú no has sido bueno sino pendejo. Otro hombre le da dos patazos en el rabo y la bota de la casa. ¿Cómo vas a creer que voy a mandar a mi marido a buscar mujeres a la calle? Así yo no tenga deseo, eso es un ratito y punto, yo lo complazco a mi marido y salvo mi hogar. Si te quiso, te dejó de querer”.

Ya una vez, durante una discusión, cuando estaba borracho, Lucas le había dicho a Valeria: “Tú y yo cogimos el colectivo cambiado, ni tú eras para mí ni yo para ti”, “¿Ah, sí?”, preguntó ella, “¿y quién era para ti?” En ese momento Lucas respondió lo que siempre había sabido, quizás lo único que no había cambiado en treinta años. “El amor de mi vida es Esperanza Marino”. Por eso, cuando supo la noticia, Valeria le dijo a Lucas: “Hasta que se te cumplieron tus deseos. Se murió Carlos Sánchez”. Y él respondió: “Cállate, que yo no le deseo la muerte a nadie”. Y él, hoy por hoy, dice: “Pero no estaba tan equivocada”.

Para Esperanza es más fácil recordar los días en que Carlos Sánchez la agredió que aquellos en los que no la tocó. Recuerda el día en que llegó borracho y ella le estaba sacando los zapatos porque se había desplomado sobre la cama con la ropa puesta; esa tarde, ella lo esperaba para almorzar, pero él no apareció y cuando ella se lo recordó él la pateó en la espalda hasta echarla de la cama. Recuerda la vez en que la tomó del cabello y estrelló su cabeza contra la pared como si hubiese querido reventarle el cráneo; fue la misma en que Esperanza quiso defenderse y él casi le rompe las muñecas. Recuerda mil cosas más a las que solo se refiere como “palizas”. Y recuerda, claro, el último día en la vida de Carlos Sánchez.

“Yo siempre trabajé preparando comida y ese día tenía que servir una merienda a las seis en punto de la tarde. Él llegó a la casa como a las dos. Ya había estado tomando, pero siempre remataba en la casa; tenía unas sillas en el patio, debajo de un árbol; ahí es que le gustaba tomar a él y siempre de día. Cuando llegó, no vino ni bravo ni nada. Me dijo: ‘pásame unos vasos’ y le dije: ‘mire mis manos, las tengo sucias, alcáncelos que ahí están’. Trajo tres o cuatro amigos, pero no se jumó perdidamente, y ya más tarde entró al cuarto. A las cinco y media, entro yo a la carrera, a vestirme porque iba a servir la comida. Y él me dice: ‘bótame a esos hijueputas’. Le dije: ‘no, usted los invitó, usted los hizo entrar, ahora déjelos que ya se han de ir. Porque yo ya me voy’. No iba a demorar, eran solo 50 platos que iba a servir. A las seis y media, ya estaba de regreso en la casa, porque al otro día tenía que entregar 300 hayacas de arroz. Una amiga me estaba ayudando. Cuando regresé, le pregunté: ‘¿se despertó?’, y ella me dijo que no. A él le gustaba un hígado rallado: el hígado se pone a cocinar, luego se ralla y se hace un refrito con papa. Eso me había pedido. Era terrible… cuando a mí me tocaba trabajar, ese día me llevaba mondongo o pata. ¡Y ni siquiera comía! Bueno, entro yo al cuarto, quedito, sin zapatos, para ponerme mi ropa de trabajo y lo veo como morado. Ya él venía algunos días con mucho dolor al pecho, pero seguía tomando y nunca quiso ir al médico. Como estaba morado, pensé que quizás estaba mal acostado, y yo vengo y le levanto la cabeza así bonito y le meto una almohada. Y me salí. A la carrera. A trabajar. En eso él se levanta y me pega un grito terrible. ‘Ya voy’, le dije. Lo vi que dio la vuelta por el pasillo y se vino para la cocina. ‘Sírveme la lavasa, chuchas de tu madre’, me dice. ‘Qué me vienes a insultar, borracho de mierda. Ya te voy a servir’, le dije. Entonces él pega la carrera para pegarme y yo me salgo a la calle. Me paré en la puerta de afuera. Cuando lo veo que otra vez pega la carrera. Dicen que se cayó, yo no lo vi. Pega la carrera y se impulsa para lanzárseme encima. A lo que se impulsa, me le prendo de la camisa y le clavo una uña en el pecho. Me tiró al piso. Y como yo estaba prendida de él, él pasa por encima de mí y se cae a la calle: fue a dar a media carretera. Pero nadie lo empujó. Yo me lo llevo. Yo. Él se levantó. Yo caída en el piso. Yo no me podía levantar. Quedé ahí hecho guaño. Él se levanta y como yo estaba caída… él se picó, esa es la palabra. Me daba golpes, trompones, patadas, me pegó rodillazos en los senos, me dejó el seno negrititito, y las dos rodillas se me quedaron pegadas en el piso. Él me cerró la puerta y me dijo: ‘lárgate de mi casa, vieja puta’. Entonces le dije: ‘lárgate tú, borracho inservible’. Él se entró. Y yo afuera temblaba no sé si de coraje o de dolor. Una comadre me dijo: ‘vamos a dar una vuelta y regresamos’. Le dije: ‘espérame un ratito, porque si no este me pone candado, ¿y cómo trabajo?, si tengo tantísimo que hacer. A lo que yo entro lo veo que sale de una pared que quedaba entre el comedor y un pasillito. Como venía a pegarme otra vez, no alcancé a salir a la calle, sino que me quedo a un lado de la mesa, y él del otro, entonces yo dije: ‘lo que me va a tocar es dar vueltas aquí mismo en el comedor’. Él se queda parado, como ahogado, me mira y ya se va desvaneciendo y plum, cayó. Yo lo miro y estaba orinado. Salgo y le digo a mi comadre: ‘auxilio, llame a un médico que a este hombre algo le pasó’. Mi comadre voló a ver al doctor. El doctor llegó inmediatamente, en camisetilla, le abrió los ojos y dijo: ‘se murió de un infarto’”.

*

Dos meses después de la muerte de Carlos Sánchez, los hijos de Esperanza, tres adultos radicados en el extranjero, la convencieron de mudarse a Estados Unidos, donde, además, viven varias de sus sobrinas. Ella aceptó sin pensarlo demasiado. Cuando lo supo, Lucas Álvarez la llamó por teléfono y le dijo: “Esperancita, yo quiero hablar dos palabras con usted, ¿me va a escuchar?” “Sí”, dijo ella. “Voy para allá”, dijo él. Frente a frente, Lucas habló como un adolescente que ha esperado un siglo para ser joven. “Esto se lo había querido decir toda la vida: nunca la olvidé, he vivido pensándola”. Ella se rió. Y le dijo: “Lucas, qué pena decirle, pero yo tengo 48 años, complicarme la vida otra vez: imposible. ¿Usted sabe lo que es vivir al lado de un hombre borracho treinta años? He quedado hasta acá. Ya no. No, no y no. Ni pierda su tiempo conmigo”. Lucas, que más de una vez había bebido en el patio de esa misma casa donde ahora le pedía a Esperanza que volviera con él después de tantos años, le dijo: “Le prometo que no vuelvo a tomar. Si yo he tomado es porque de verdad no he sido feliz. Yo he tomado por usted, yo la extrañaba”. “Eso está por verse,” le contestó Esperanza.

Lucas dejó de beber ese mismo día, pero en cuestión de meses andaba por el pueblo llorando en compañía de sus hermanas. Estaban juntos, viviendo un amor clandestino como en 1969, sin más involucrados que ellos dos, pero Esperanza había aceptado vivir o al menos pasar una temporada con sus hijos en Norteamérica. “Llegó a mi casa llorando”, dice Esperanza, “mis hermanas dicen que usted no me quiere y que por eso se va”. Esperanza sintió una punzada en el corazón, una punzada que, por primera vez en mucho tiempo, no era de dolor; sintió al pasado pasar por encima de su cabeza como un tornado que abandona un pueblo luego de haberlo arrancado de la tierra; sintió al destino respirando en el horizonte amplio de una vida nueva. Y le dijo: “Lucas, vámonos”.

Lucas y Esperanza salieron del pueblo como dos jóvenes delincuentes. Metieron lo que pudieron en un camión y se fugaron rumbo a Bahía de Caráquez, a la casa de un amigo donde ni siquiera tenían luz eléctrica, lejos de todo y de todos. “Por lo menos espera que conecte la luz”, le había dicho el dueño de casa. “Ya esperé treinta años, no voy a esperar ni un minuto más”, había respondido el Flaco Lucas. En Bahía vivieron un amor que no conocía el cansancio. En su nueva calidad de prófugos, Lucas continuó con sus negocios habituales y Esperanza empezó a preparar comida otra vez. Ambas familias, los Marino y los Álvarez, estaban en abierto y completo desacuerdo con la relación: el cuerpo de Carlos Sánchez, por más perverso que hubiese sido en vida, aún estaba tibio, y Lucas todavía no se había divorciado, lo que convertía a Esperanza en su moza. Pero eso no importaba o no parecía importar, hasta el día de junio de 2005 en que Lucas volvió del trabajo a la casa y no encontró a Esperanza por ningún lado.

Ella estaba en Baton Rouge, la capital del estado de Luisiana, al este del río Mississippi. Todo había pasado sin que él se diera cuenta. Los Marino, furiosos con ella y con Lucas, habían logrado convencerla de que no volviera a verlo y se quedara trabajando en Estados Unidos hasta olvidarlo otra vez como ya lo había olvidado antes. Uno de sus sobrinos, incluso, había diseñado hojas volantes para promocionar las célebres hayacas de arroz de la tía Esperanza entre sus amigos gringos, mexicanos, hondureños, confiando en que las masas rellenas de pollo, huevo duro, aceitunas y pasas colonizarían tierras extranjeras sin ningún esfuerzo.

Mientras tanto, en el pueblo, Lucas lloraba arrodillado frente a un pequeño altar en el cuarto de su madre, doña Lorena, mientras la vieja le pedía, le rogaba, le suplicaba que por lo menos tomara un vaso de leche porque desde que Esperanza había vuelto a marcharse de su vida él había decidido abandonar, además del licor y la cordura, la comida. El Flaco perdió 40 libras del puro despecho y quedó del tamaño de un espectro que caminaba por las calles hablando solo. Las pocas energías que tenía le alcanzaban solo para una cosa: acelerar los trámites del divorcio. En ese arrebato, Lucas cedió todas sus propiedades a Valeria y sus hijas, incluyendo un par de casas, un tanquero de agua y un pequeño camión. Tan violento fue el desprendimiento que, en el tribunal, el abogado le preguntó: “¿Y usted con qué se va a quedar?” Y él contestó: “A mí solo dame el divorcio”.

Siendo ya un hombre libre, Lucas fue casa por casa preguntando a todas las personas del pueblo que habían viajado alguna vez a Estados Unidos si alguien sabía el número de teléfono de los parientes de Esperanza. Ese día, Lucas consiguió hablar con el sobrino emprendedor de Esperanza y le hizo prometer que ella lo llamaría lo antes posible. El sobrino, conmovido por el llanto del hombre, que “berreaba como chivo sin madre”, compró una tarjeta para hacer llamadas de larga distancia y se la entregó a su tía. Hablaron. “Lo único que le entendía era, ¿por qué me ha hecho esto?, ¿por qué me ha hecho esto?”, dice Esperanza. Lucas no podía hablar. Habló el abogado, quien le aseguró a Esperanza que el divorcio de Lucas ya estaba resuelto, y hablaron la madre y dos de las hermanas, todas unidas, juntas en la lucha sin sentido como son todas las luchas valientes, de hacer que Esperanza volviera al Ecuador cuanto antes porque sino el Flaco se iba a morir de amor.

3

Esperanza colgó el teléfono y se enfrentó a sus hermanas, todas reunidas en Luisiana, visitando a los hijos y cuidando a los nietos que ya solo escucharán las historias de un pueblo rico y feliz que no existe más. Esperanza acorralada como una quinceañera malcriada condenada al exilio y a la soledad. Y fue justamente uno de esos hijos, un sobrino de Esperanza, el que les dijo a las hermanas Marino: “Dejen en paz a mi tía. ¿Ustedes saben lo que es pasar de un chucha de tu madre a un mi amor? ¿Cómo no va a estar enamorada de ese hombre?” Se hizo un silencio. Luego, varias llamadas telefónicas. Después, una transferencia de dinero por Western Union. Y finalmente la compra de un pasaje de avión.

Se vieron en el aeropuerto de Guayaquil. El vuelo, que salió de Miami, hizo una escala en Quito que demoró aún más el encuentro: ¿qué son unas horas cuando se ha esperado toda la vida? Esas horas no son otra cosa que la vida misma.

Estaba tan flaco que casi no lo reconoció. Estaba tan hermosa que solo podía ser ella. Y el abrazo. Y las lágrimas. Y el beso. Y, durante el viaje de regreso a Manabí, esa canción de rock setentero que se llama Como quisiera decirte, y otra, una nueva, más lenta, una especie de bolero caribeño suave y maduro que dice: “Con los años que me quedan por vivir, demostraré cuánto te quiero”.

Lucas y Esperanza se casaron a comienzos del año 2006: han vuelto a comenzar lo que dejaron a medias cuando todavía eran unos niños que no conocían más placer que el de los besos a escondidas. Desde entonces que sus hijos no le dirigen la palabra a ninguno de los dos. Pero ellos siguen: están tratando de construir, por fin, una vida juntos, una vida que la realidad casi les roba. Hicieron un préstamo al Banco del Seguro Social para construir su casa y un pequeño comedor donde venden las delicias que prepara Esperanza. Ella cocina. Él hace las compras y sirve los platos. Hace poco hicieron otro préstamo, esta vez a una cooperativa de ahorro y crédito, para extender el negocio. No tienen mucho, pero lo poco que tienen les pertenece, sobre todo el futuro. “Eso sí, nunca salimos a comernos ni un sánduche porque tenemos deudas, pero ahí vamos”, dice Lucas con orgullo.

Según Lucas, refiriéndose con ironía al pasado de Esperanza: “Ahora es ella la que se pone brava y me reta. Yo, a lo mucho, le digo: mi amor, mi vida, mi corazoncito”. Esperanza se ríe y sigue conversando, cuenta que una vez Lucas le pidió que le enseñara a preparar las hayacas de arroz por si en alguna ocasión, cuando ella esté enferma o tenga mucho trabajo, él pueda despachar los pedidos tranquilamente. “Estás loco, le dije, tú no te vas a llevar mi saber”. Esperanza vuelve a reír. Hace años, cuando su primer esposo la golpeaba, usaba el pelo corto para que él no pudiera arrancárselo; ahora lo usa largo porque así le gusta a Lucas. Él solo quiere que la niebla cubra los montes como siempre y que el día termine porque es al final de la jornada cuando hace lo que más le gusta hacer “la correteo por toda la casa”.

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