Por Juan Sebastián Martínez.
Edición 457 – junio 2020.

Para leer todo lo que se ha escrito acerca de la vida y obra de Franz Kafka, no bastaría con terminar un libro diario durante ochenta años. Son más de treinta mil títulos publicados sobre este tema, o por lo menos esa es la cifra que calcula, grosso modo, el erudito paisa Guillermo Sánchez Trujillo.
Por ello, quienes decidan estudiar una muestra representativa de lo que otros han dicho con relación al autor de El castillo deben tener gran velocidad de lectura, inmenso interés por el tema, financiamiento, dominio de varios idiomas y muchos años por delante.
Sobra decir que este trabajo no es para todos: hay quienes consideran que la vida ofrece otras cosas qué hacer. Está bien entrar en los libros, diríamos, pero también se puede disfrutar del universo que se despliega fuera de cualquier página.
Al parecer, Kafka no solía pensar así. Cierto día llegó a decir: “Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, incluso las conversaciones sobre literatura”. Para él, leer a autores como Nietzsche o Dostoievski —y crear sus propias novelas, poemas, cuentos— era acercarse a la vitalidad, a la maravilla; mientras que atender asuntos laborales, familiares y sociales le resultaba terriblemente abrumador. Tan desgraciado se sentía en el mundo extraliterario, que decidió llevar la ficción a la vida para hacer que esta se volviera más soportable: pensó que era necesario sacar la gran literatura de las estanterías y desplegarla en los escenarios de su propia cotidianidad.
La antigua impresión de que el mundo es un teatro —el Theatrum mundi— parecería ejemplificarse en la vida de Kafka, pues muchas veces tomó decisiones para que sus días se parecieran a los de sus más admirados escritores o a los de ciertos personajes de ficción. Y si bien hay importantes desacuerdos con respecto al nivel de entusiasmo que provocaba en Franz el actuar con cuerpo y voz lo que sus ojos habían leído, muchos coinciden en que definitivamente esa era su tendencia.
“Siempre conviene recordar que cuando Kafka leía sus escritos, los actuaba para que la gente riera”, sostiene Paul Strathern. Lo imaginamos dispuesto a representar algún pasaje de su relato La metamorfosis (1915); está interpretando al personaje principal, Gregorio Samsa, quien despierta en su cama convertido en algo parecido a un escarabajo que razona como un ser humano. Kafka, sosteniendo un ejemplar recién salido de imprenta, lee la escena para sus amigos, recostado en un sofá o en el piso de, por ejemplo, el salón de su casa en Praga (su ciudad natal). Algunos invitados ríen, otros se muestran consternados y hay quienes atienden con seriedad, pues, como anota el propio Strathern, el aparecer literario de un insecto humano “puede ser ridículo, trágico, una farsa, una parábola psicológica, una fábula filosófica”.
Otro hecho llamativo es la fascinación que sintió el praguense por la vida y literatura de Flaubert, autor de varias novelas, entre las que sobresalen Madame Bovary y La educación sentimental. Esta segunda obra despertaba algunas fantasías en Franz. Él se imaginaba leyendo aquellas páginas frente a un auditorio lleno. En referencia a este hecho, Claudio Magris señala que, “para sostenerse, entre la multitud de la vida real y la de una sala imaginaria y colmada, Kafka fantaseaba en aferrarse a un grandísimo libro de amor, al libro del desencanto y la desilusión”.
Sea como fuere, algunas decisiones de Franz Kafka presentaron similitudes con las de Gustave Flaubert. Casi se podría decir que el demonio literario de Flaubert (quien había muerto en 1880) volvió a la vida en el cuerpo de Kafka (que nació en 1883). Lo primero y más notorio es que ambos produjeron varias de las páginas más destacadas que se hayan impreso en los últimos dos siglos, aunque hay que reconocer que sus estilos son muy distintos. Lo segundo sería la inclinación a escribir cartas memorables, y la forma en que los dos las utilizaron para mantener, con sus respectivas parejas, sendas relaciones amorosas a distancia.
Flaubert llevó una aventura, más epistolar que carnal, con la poeta Louise Colet, a quien francamente visitaba poco. Los encuentros eran escasos, pero las palabras abundantes. Toda la pereza que él mostraba para amar con el cuerpo desaparecía cuando se trataba de hacerlo sobre el papel. De ahí que tal vez sus cartas se hayan cargado de pasión literaria hasta convertirse en verdaderas obras maestras.
Su admirador Franz Kafka también se esmeró en llenar cartas con frases bellas, aunque en muchos casos sacrificara el carácter íntimo y sincero de aquellos textos. Incluso podría ser que, en la mayoría de casos, su intención oculta no haya sido presentar una verdad personal ante el destinatario, sino simplemente poblar las hojas con giros y fabulaciones. En algún momento, incluso admitió que usaba el correo de manera diabólica.
Si Flaubert mantuvo una relación epistolar con Colet, Kafka lo hizo con Felicia Bauer, y también con otras mujeres. A Felicia visitó poco y escribió mucho, incluso le propuso matrimonio, aunque nunca llegaron a concretarlo. Muchas de sus cartas atormentaban a Bauer con pasajes como el siguiente: “No debes seguir escribiéndome, y yo tampoco te escribiré. Mis cartas solo lograrían hacerte padecer, y respecto a mí, nadie puede prestarme ayuda. Por haberme asido a ti, pese a todo, merecería sin duda una maldición, si ya no estuviera maldito”.


¿Brillante como un espejo?
En 1889, en Turín, Friedrich Nietzsche sufrió un embate emocional. Los biógrafos coinciden en que, debido a ello, el filósofo alemán protagonizó algún tipo de escándalo público, incluso hay consenso en que los hechos ocurrieron la mañana del 3 de enero en la piazza Carlo Alberto, pero las versiones sobre el episodio son disímiles. De todas formas, la más extendida dice que Nietzsche decidió defender a un caballo que estaba siendo maltratado: abrazó al equino para servirle de escudo humano ante el látigo de su dueño, un cochero que obligaba al exhausto animal a seguir halando su carreta. El caballo luchaba por mantenerse en pie, mientras el alemán derramaba lágrimas en su cuello y le pedía disculpas en nombre de la humanidad. La escena terminó cuando Friedrich no soportó más y cayó desmayado junto al vehículo.
Cuando el filósofo recuperó el conocimiento, sus allegados empezaron a notar signos de megalomanía. Un amigo decidió que lo mejor era internarlo y lo llevó a una clínica psiquiátrica ubicada en Suiza; allí le diagnosticaron esquizofrenia. (Sobre el posible destino del jamelgo y su dueño, se produjo una película en 2011: El caballo de Turín, dirigida por los esposos Ágnes Hranitzky y Béla Tarr).
Es sabido también que Nietzsche leyó con aplicación las obras de Dostoievski, en especial Crimen y castigo. En la primera parte de esta novela, se describe un sueño de su protagonista (Raskólnikov, de veintitrés años de edad) en el que él aparece de niño intentando defender a un caballo al que su dueño, un cochero monstruoso, ha decidido castigar hasta causarle la muerte. Este hecho hace suponer que el filósofo alemán, más allá de su profunda empatía hacia el animal de la piazza Carlo Alberto, actuó inspirado en la escena de Dostoievski. Aquella mañana, Friedrich Nietzsche fue él y a la vez fue el personaje ruso Rodión Románovich Raskólnikov.
Kafka también admiró a Dostoievski, y esa admiración parece haber determinado algunos de sus actos. Como ejemplo de aquel influjo, Guillermo Sánchez Trujillo, el erudito paisa al que hemos nombrado al inicio de este texto, sostiene que la novela El proceso es una reescritura de Crimen y castigo, no como un plagio, sino como una utilización legítima e ingeniosa del texto dostoievskiano, un juego que pone a ambas obras en una relación secreta. Según él, esta relación permite ordenar correctamente los capítulos del texto kafkiano.
Varios años antes de que el paisa naciera, la novela ya presentaba considerables dificultades entre quienes intentaban darle un orden. La historia oficial cuenta que Kafka entregó varios manuscritos, entre esos El proceso, a su amigo Max Brod y le solicitó que los leyera. Pero antes de morir, Kafka pidió a Brod que prendiera fuego a todos esos trabajos, para asegurarse de que nunca fueran publicados.
Franz Kafka murió en 1924. Max Brod publicó El proceso en 1925 —y luego hizo lo mismo con otras obras de Franz—, traicionando la confianza de su amigo y entregando a los lectores uno de los más destacados corpus literarios del siglo XX. Brod advirtió al mundo que el orden de aparición de los capítulos de aquella primera edición había sido elegido por él ante la imposibilidad de saber cuál fue el verdadero plan de ordenamiento de su autor, pues este, decía, le había entregado unos capítulos incompletos y otros en desorden y sin numeración.
Max se convirtió así en una suerte de coautor de la novela. Quizá por eso, Orson Welles, en su adaptación cinematográfica The Trial, de 1962, sugirió la presencia de un Brod colado en la ficción kafkiana. Welles hace esta sutil referencia al reemplazar el nombre de uno de los personajes: el tío Albert por el tío Max.
Desde la intervención de Brod hasta hoy, se han hecho varios intentos por encontrar el orden original de El proceso, siempre bajo la suposición de que Kafka llegó a tener una secuencia específica en mente. En tal escenario aparece Sánchez Trujillo, quien, mediante un exhaustivo análisis, logra relacionar cada capítulo —incluso aquellos a los que Brod consideró incompletos— con los acontecimientos de Crimen y castigo. Su hipótesis se explica en www.franzkafka.es (Estudio – Ensayos – El proceso – Crimen y castigo de Franz Kafka).
En la mencionada dirección, Sánchez Trujillo describe los hechos que lo llevaron a concluir que el protagonista de El proceso, llamado Josef K., es el protagonista de Crimen y castigo. Podríamos matizar esa aseveración diciendo que, si estiramos las cosas, Josef K. vendría a ser una especie de Raskólnikov en Praga, aunque, a diferencia del asesino de San Petersburgo, su juicio se haya iniciado sin que él hubiese cometido ninguna falta.
Desbordados
Hay otra curiosa interpretación hecha por el paisa. Es una pirueta intelectual para explicar por qué Kafka decidió escribir El proceso. Su hipótesis va más o menos así: Franz, inspirado en Nietzsche, planeó encarnar a Raskólnikov, pero su puesta en escena sería menos evidente que la del alemán. Para ello concibió un “delito” que, a diferencia del planeado por el ruso, no traería consecuencias penales. Su crimen sería enamorar a Felice Bauer, proponerle matrimonio y luego deshacer la promesa. Finalmente, con base en esa vivencia de ruptura —premeditada y ejecutada sin remordimiento, pero sentida en carne propia—, Franz podría escribir una novela en cierta medida autobiográfica y que, a la vez, representara secretamente a Crimen y castigo.
Interpretaciones de esta naturaleza siempre serán polémicas: los biógrafos kafkianos proporcionan abundantes datos que bien pueden servir para refutarlas. No obstante, diversos autores han relacionado la ruptura del noviazgo de Franz y Felicia con determinadas escenas o personajes de El proceso.
Basado en sus propias conclusiones, Guillermo Sánchez Trujillo ha publicado varios títulos sugestivos: El enigma de los manuscritos (2009), El juego de Kafka (2013) y El proceso, edición definitiva (2019), entre otros.
En un entrevista concedida al canal Babel Medellín en 2018, el paisa, orgulloso de lo conseguido, comenta que envió una de sus obras a la secretaria y editora del Círculo de Kafka de Nueva York. Ella, quizá para no contradecir a una parte importante de aquellos treinta mil trabajos que se han publicado durante casi un siglo con respecto a la vida y obra de su amado escritor, o simplemente porque los argumentos del sudamericano no la convencieron, rechazó furiosa el envío. Guillermo, con su marcado acento cafetero, lo relata así: “Esa vieja se pegó qué emputada, hermano, y me dijo: ‘Ese no es El proceso de Kafka, ese es tu proceso’”.