Por Daniela Merino Traversari.
Fotografías de los óleos: diferentes archivos.
Edición 458 – julio 2020.
A las dos de la tarde, en nuestra ciudad, se posa un silencio insoportable. Se incrusta en la psiquis como sonido vacío. Es de un verde oscuro, traslúcido, con olor a corredores de hospital. La ciudad está inmóvil. Sin carros, sin niños, sin pájaros. Sin nada ni nadie. Aislados de manera forzada, nuestras casas se convierten en agujeros negros y nos tragan por completo. El mundo se ha detenido y, con él, todos nosotros. No sabemos qué hacer. El tiempo se cae en pedazos a nuestros pies. Planes y proyecciones se esfuman. Ese tiempo productivo se desvanece, parece que nunca hubiera existido. Nuestras vidas eran otras. Esto no sabemos qué es. Solo queda una cosa por hacer. Mirar por la ventana. Hacia lo incierto, hacia el vacío.
Edward Hopper pinta a sus personajes mirando por las ventanas, o hace que nosotros los miremos a través de ellas, como si no hubiera distinción entre el adentro y el afuera. Los vemos claramente y casi podemos pensar lo que ellos piensan y sentir lo que sienten. Sus personajes siempre están solos, y si no lo están, casi ni se miran entre ellos, como si hubiera un muro entre sus cuerpos. Están igual de aislados en una cafetería que juntos en su propia casa. Sus ojos, esas manchas negras, nos dan la idea de que no están vivos ni muertos, quizá un poco más vivos que muertos, enterrados en los intensos cuestionamientos de sus mentes, navegando en añoranzas, saltando entre una angustia y algún trauma.
Hopper ha sido llamado el pintor del momento, el pintor de la cuarentena. “Ahora todos existimos dentro de una pintura de Edward Hopper”, dice The Guardian. Es cierto, el artista pinta el silencio, la soledad, el aislamiento y la alienación, y lo hace de forma impecable. Todos conocemos estas cualidades del encierro, aún están a flor de piel en nosotros, formando lentamente una cicatriz que no sabemos cuándo se cerrará del todo.
Hopper nació en julio de 1882 en un pequeño pueblo al lado del río Hudson. Nació hace más de un siglo, pero su arte está más vigente que nunca, incluso más que el de muchos artistas contemporáneos. Parece estar aquí, entre nosotros, como testigo fiel de este momento histórico, como un documentalista sensible de nuestra condición humana.
En sus pinturas también hay algo entre esas capas de silencio, soledad y aislamiento que lo une y lo condensa todo. Se trata del tiempo. Hopper está retratando al tiempo en su estado más puro. Lo está retratando por medio de sus personajes, de sus miradas hacia la nada, a través de ventanas que dan a ciudades vacías. El tiempo se presenta como es y por ello hay esa asociación tan íntima con el encierro.



Tiempo en estado puro
¿Qué hacer con el tiempo? Esta ha sido la pregunta más persistente en el confinamiento. Hay un tiempo que nos sobra y no sabemos qué hacer con él, de todas maneras el día sigue teniendo veinticuatro horas y una hora sigue teniendo sesenta minutos. Sin embargo, esa noción de tiempo lineal se ve interrumpida tácitamente por el paréntesis que nos impone la cuarentena. La linealidad y cronología de nuestras proyecciones se desvanecen frente al encierro.
“Time is out of joint” (“El tiempo está fuera de quicio”), dice Hamlet al ver la sombra de su padre muerto, hace más de quinientos años. El tiempo está desencajado, igual de fantasmagórico y volátil que una sombra. Todas las actividades de nuestra existencia están atravesadas por las agujas de un reloj, desde la más íntima hasta la más colectiva, y cuando esta estructura colapsa, el pasado se vuelve muy remoto, no existe el futuro y el presente es insoportable. El tiempo “enloquece” y Hopper pone a sus personajes delante de él. Su confrontación es violenta, y se acentúa por la belleza de una paleta sintética y la claridad de unas líneas marcadas por la fuerza de la luz. El silencio se hace aliado del pintor y así el tiempo vuelve a su estado puro, infinito e indescriptible. Entre cuatro paredes existe solo el presente (en realidad este es el único tiempo que realmente existe) y esto, paradójicamente, nos provoca una angustia muy profunda.
Nighthawks. 1942. La noche es estática y dura. Agresiva en su profundidad. La esquina de una cafetería iluminada atraviesa la composición como la proa de un barco (Hopper estaba obsesionado con los barcos). Una pareja, un hombre y un camarero son los únicos sujetos dentro del local que parece ser el único lugar abierto (e iluminado) de toda la ciudad. De nuevo el verde transparente de la noche vacía, de los faros de la calle o de los propios vidrios del local. El verde como premonición, como amenaza. No hay puertas de salida. Están encerrados, pero quizá no lo sepan. Si la pareja se conoce, no se habla, aunque es probable que se haya conocido hace diez minutos. Nuestra mirada está adentro y afuera, observando de manera paralela estos dos mundos. Los vidrios del local funden el exterior y el interior, mezclan el frío de una inhóspita noche neoyorquina y la fluorescencia gélida del comedor.
A este, que será su más famoso cuadro, lo termina de pintar semanas después del bombardeo a Pearl Harbor. Mientras los neoyorquinos se sumergen en la paranoia, su esposa Josephine escribe: “Ed se niega a tomar interés en la posibilidad de ser bombardeado”. Hopper pinta sin parar y parece ignorar el contexto a su alrededor. No obstante, sus personajes absorben toda la angustia y el desasosiego de no poder mirar hacia el futuro, como individuos y también como sociedad. La angustia es eso: la imposibilidad de definir un final. Aquellos personajes del café parecen aburrirse frente a la falta de noticias, de incentivos, de fiestas a las que acudir, pero gracias a ese mismo aburrimiento pueden sentir el tiempo, y sobre todo, pueden tomar conciencia de él, estar ahí y estar presentes. Sí, hay cierta apatía en ellos, pero hay pulsión de vida. Están solos, pero juntos (o quizá juntos pero solos), dispuestos a enfrentar el oscuro vacío de la noche desde su barco iluminado.
Entonces, de manera ambigua, aparece ese matiz de esperanza en los rostros de Hopper, no solo en los personajes de Nighthawks, sino en todos los de su obra en general. Esa pequeña veta de ilusión está en la mujer que se asolea sentada en su cama mientras mira por la ventana su ciudad (Morning Sun, 1954). Está en el amante que lee un periódico buscando ávido alguna buena noticia en mitad de la Gran Depresión (New York Room, 1932). Está en la mujer que se toma un café, puesta un solo guante, esperando a aquel que nunca llegó (Automat, 1927). En toda esta pesadumbre subsiste no solo un instinto de supervivencia, sino todo lo que una noche neoyorquina pueda traer consigo a pesar de la tragedia y el dolor.
Los griegos tenían dos palabras para referirse al tiempo: cronos y kairos. La primera trata del tiempo cronológico o lineal, la segunda se refiere al momento indeterminado donde algo especial puede suceder. Cronos tiene un carácter cuantitativo y kairos, cualitativo. Kairos es el potencial que encierra el presente. En el presente todo se puede gestar, es el tiempo como un momento de oportunidad ya que todas las posibilidades se concentran en él. Esta oportunidad en potencia es el fino hilo de luz que se puede ver, pero también sentir, en los rostros hopperianos.



El placer de ver
Nada más que hay que saber mirar. Mirar lentamente, durante un buen rato, como cuando miramos esos dibujos tridimensionales que al cabo de unos minutos revelan nuevas figuras. Hay que entrar y salir de sus cafeterías, de sus dormitorios, de sus cuartos de hotel, de sus salas y comedores, de sus farmacias y gasolineras. No solo hay que ser espectadores, hay que ser verdaderos voyeurs, como el pintor mismo deseaba que fuéramos. Solo así podremos sentir al tiempo: mirándolo de frente y sintiendo placer en esa contemplación.
El mismo Hopper se sumerge en el placer de ver. Contemplar desde la oscuridad de una sala es la forma más sublime de voyerismo. El cine era un gran pasatiempo para el pintor y sobre todo un gran mecanismo para romper su bloqueo creativo. Es interesante apreciar cómo su pintura mantiene una relación simbiótica con el cine, una actividad no solo voyerista sino cuya materia prima es el tiempo. Andréi Tarkovsky, el cineasta ruso, se refería al cine como “esculpir en el tiempo”, una forma muy poética de describir al séptimo arte, pero también muy filosófica.
En su magnífico cuadro New York Movie (1939), se consolida el diálogo entre Hopper y el cine. La obra se convierte en un cuadro dentro de otro, en una relación de espejos infinita entre el pintor y su pasatiempo favorito. Hopper no solo se dejó influenciar por el cine de Hollywood de los años treinta y cuarenta (cine de fuertes contrastes entre las luces y sombras, herencia del expresionismo alemán), sino que es imposible imaginar el cine contemporáneo de grandes autores como David Lynch, Todd Haynes, Terrence Mallick, Wim Wenders, entre otros, sin la influencia de Hopper.
“Delante de las pinturas de Edward Hopper, siempre tengo la sensación de que son fotogramas de películas que nunca se hicieron”, dice Wim Wenders, el cineasta de París, Texas que hoy le rinde tributo al pintor al animar sus lienzos con pequeñísimas historias que saca de su propia imaginación, con el título Two or three things I know about Edward Hopper, que se puede ver en Suiza.
No cabe duda de que Hopper nos enfrenta a espacios de cuestionamiento importantes mediante sus coloridos lienzos. El concepto del tiempo es uno de esos, afianzado con furor en nuestro mundo contemporáneo. El tiempo nos controla y nos obsesiona. Giorgio Agamben, el filósofo italiano, dice: “Toda revolución no puede sino empezar por una revolución de nuestra propia concepción del tiempo”. De la noche a la mañana nos vimos desprovistos de este concepto tan rígido y un sentido de pérdida se aglutina en nuestro interior. Tal vez sea el momento de la revolución, de tirar los relojes y despertadores por nuestras ventanas hopperianas. Podríamos comenzar a vivir más presentes. Quizá esa nueva forma de vivir cambie en algo este oscuro mundo que hoy tenemos.