Édgar Freire y la época de oro de las librerías quiteñas

Fotografía: Juan Reyes.

Édgar Freire fue el más aplicado y prolífico librero de la época gloriosa de las librerías quiteñas. Empezó a trabajar jovencito en la prestigiosa librería Cima del señor Carrera y se quedó tres décadas.

Somos amigos desde 1977, cuando llevé una muestra de mi flamante libro sobre Velasco. Le dio una ojeada de pocos segundos, me pidió cien ejemplares y cubrió una vitrina con ellos. Así trabajaba.

En los ochenta, con el título Desde el mostrador del librero, empezó a recoger en libros los artículos en los que fichaba y comentaba mes a mes todas las publicaciones de esos años. Al mismo tiempo fueron apareciendo sus antologías de textos: Quito, testimonios y nostalgias, que tuvieron mucha demanda, por históricos y por amenos.

Al voltear el milenio la revolución digital empezó a alterarlo todo, pero él, que ya estaba en la librería Española se mantuvo fiel al papel impreso. Hoy, retirado a sus cuarteles de invierno, no tiene celular ni navega por las redes ni sabe del Kindle. Le basta y le sobra con la biblioteca que acumuló a lo largo de su carrera.

Para iniciar nuestra charla recurro al olor, que es el camino más directo a la memoria.

Los patriarcas que iban a la Cima

—¿Se acuerda del olor de la cola y el cuero de la zapatería de su papá?

—El olor de la cera de Nicaragua era más potente. Y había “la solución” que llamaban, una solución que mi padre mismo hacía con caucho, era todo eso muy artesanal.

Édgar, a la izquierda, con dos hermanos y un primo. Su mamá detrás. Fotografía: Cortesía.

—¿Por qué entra usted al normal Juan Montalvo?

—Yo estudié en escuela Chile, frente al penal García Moreno, una escuela muy bonita que ahora está en soletas, que era anexa del colegio Juan Montalvo. Por las limitaciones económicas nuestros padres nos hacían elegir: “O sigues la profesión o tienes la opción del Montalvo para hacerte maestro”. Obviamente, uno aceptaba lo de maestro porque le aterraba ser zapatero.

—En el Montalvo eran revoltosos, le habían matado a Isidro Guerrero en el tercer velasquismo…

—A la entrada hay una placa que conmemora la muerte de Isidro Guerrero, que es el máximo líder que tiene el Montalvo.

—¿Ustedes también salían a tirar piedras?

—Por supuesto. Algún día mi padre le encontró a uno de mis hermanos lanzando piedras, lo primero que hizo fue agarrarle de la oreja, meterle una patada en el trasero y decirle que regresara pronto a la casa porque temía que hubiera algún problema o que naciera un nuevo Isidro Guerrero.

—¿Cuándo entró a la librería Cima?

—En diciembre del 65, el señor Carrera me dijo: “Venga para que le hagan una prueba y ver si trabaja por tres meses”. Tres meses que duraron toda mi vida.

—¿Cómo era el señor Carrera como librero?

—Hizo una profesión de librero con un sentido social, él consideraba a la gente no como clientes sino como amigos; hacía descuentos, apoyaba con libros a las bibliotecas, dejaba que muchos de nuestros literatos se robaran los libros y no les cogieran con la mano en la masa. Además, sus empleados éramos los que mejor ganábamos en Quito, nos pagaba utilidades, que siempre fueron muy altas.

—¿Qué tipo de libros se vendían en la Cima?

—Además de que tenía todas las secciones, daba un respaldo inmenso al autor ecuatoriano. Ese es nuestro mérito y de Libri Mundi y de Su Librería; esa fue la época de oro de las librerías en Quito.

—¿Cuáles eran los principales autores ecuatorianos a los que les daban realce ahí?

—Eran los que llegaban a la librería: Benjamín Carrión, Jorge Icaza, Ángel Felicísimo Rojas, Pedro Jorge Vera…

—Pero esos eran los clásicos ya, los patriarcas.

—Es lo que se vendía en ese entonces. Y recién aparecían en las librerías Marco Antonio Rodríguez, Iván Egüez, Raúl Pérez, Ubidia, toda una generación, pero todavía no estaban asentados.

—¿Qué libros buscaban, por ejemplo, Benjamín Carrión o Pareja Diezcanseco?

—Eso es hablar palabras mayores; mire que el señor Carrera tenía una amistad tan estrecha con Benjamín Carrión que él venía a la librería a abrir paquetes. Lo primero que compraba era libros en francés, venía y escogía; luego lo que dejaba era para el doctor José Laso Barba, para el psiquiatra Julio Endara, para Gonzalo Escudero y unos cinco o seis más.

—O sea, la poca gente que leía en francés. ¿Y Alfredo Pareja?

—Pareja Diezcanseco era un autor ecuménico, él leía de todo, pero muy poco apegado a las novedades literarias. Una vez me llamó: “Édgar, necesito que me envíe algo de Isabel Allende”. Le mandé y a la media hora me estaba llamando a decir que fuera a retirar, que eso era un García Márquez muy feo.

Librería Cima.
Luis Carrera y Édgar Freire convirtieron a la Cima en la principal librería de la época dorada. Fotografía: Cortesía.

—¿Nuestro gran best seller de todos los tiempos, Jorge Icaza, también iría por ahí?

—Por supuesto, todos los viernes porque, siendo director de la Biblioteca Nacional, venía a recoger todo libro ecuatoriano, y revistas, folletos; lo que podía imaginarse. Un día le indico un libro recién llegado y veo que se pone colorado. Me lleva del brazo a una esquina y me dice: “Verás, Édgar, dime el insulto más grande, pero de este hijo de puta no me enseñes nunca”.

Me quedo loco y le cuento al señor Carrera. Era un folletito de G. H. Mata y don Jorge había tenido una bronca literaria porque G. H. Mata, que era una joda, le había dicho a Jorge Icaza que su Huasipungo era plagio de una de sus novelas.

Huasipungo se sigue vendiendo hasta ahora.

—Ahora, muchos críticos denostan a Icaza y no se percatan del contexto literario. Hay un poco de envidia porque el Huasipungo se ha traducido a no sé cuántos idiomas y se han hecho cuántas ediciones piratas, son millones de ejemplares.

—Es el único libro ecuatoriano que ha logrado difusión universal.

—Claro, hay idiomas en los que verdaderamente parece broma que estuviera publicado, pero lo mejor de don Jorge fue El chulla Romero Flores.

—¿Y el poeta Jorge Carrera Andrade, que era canciller en esa época?

—Oiga, es uno los hombres más elegantes que he visto en la librería Cima, esa presencia, además del porte físico. Él iba siempre a buscar poesía, poesía francesa, buscaba más literatura europea que latinoamericana.

—Hablando de hombres elegantes e imponentes: Carlos Julio Arosemena…

—Era una presencia también que llamaba la atención porque todavía usaba chaleco, iba elegante, con una talla impresionante. Carlos Julio era muy moroso para mirar las vitrinas. Nunca le aconsejamos nada, recorría la librería, escogía lo más nutrido.

Carlos Calderón Chico me chismeaba que él tenía una de las bibliotecas más completas de Guayaquil. Y que era un nido donde iban muchos amigos a robarse los libros de los anaqueles. Era un ave rara, de esos diputados que iban a las librerías, creo que hoy no va nadie.

—¿Alguna vez fue por ahí Velasco Ibarra?

—No. Yo le conocí de niño porque iba a San Roque a hacer propaganda electoral. Había los comités electorales, pero él procuraba que la chusma no se le acercara; nunca se me ha olvidado, evitaba encontrarse con la chusma, a pesar de que la chusma era la que lo elevaba al poder.

De García Márquez a Osvaldo Hurtado

—¿Cómo empezó acá el boom de la literatura latinoamericana?

—Cuando llegaron a Quito los primeros ejemplares de Cien años de soledad, que llegaron muy poquitos, que nadie presuma diciendo que los libreros sabíamos de su trascendencia. Ahora, la primera edición se vende a precio de oro, esa que tiene en la portada un barco medio hundiéndose.

—Pero Rayuela y La ciudad de los perros ya habían aparecido el año 63.

La ciudad de los perros de Vargas Llosa vino precedida por la fama del Premio Biblioteca Breve y después con el Premio Rómulo Gallegos. Y Rayuela tenía esa edición muy linda, que hasta hoy sigue siendo pirateada, con la rayuela en la portada. Uno de los libros que más se ha vendido en el Ecuador porque rompió todos los esquemas de la literatura.

—En los años setenta también hay un boom de escritores ecuatorianos de sociología, política, historia.

El sociólogo más vendido y más conocido y renombrado seguirá siendo Agustín Cueva, con Entre la ira y la esperanza, que publicó en una edición popular.

En la Casa de la Cultura me parece que salió.

Claro, en esa linda colección que creó Benjamín Carrión. Apenas salió se vendió como pan caliente. Y luego El proceso de dominación política en el Ecuador. El que marcaría luego la pauta, casi una biblia política: El poder político del Ecuador de Osvaldo Hurtado.

—Usted me contó que un día llegó con los borradores.

—Era un cliente habitual de la librería, muy jovencito. Un día trajo una carpeta y le preguntó al señor Carrera si pudiera leerle y hacerle un comentario. El señor Carrera, que era un hombre muy ocupado, me dio a mí. Yo no era ningún sociólogo, era un lector, y me gustó porque era una historia de la política en el Ecuador y este tipo de textos no había en nuestra bibliografía.

El único reparo que le hizo el señor Carrera fue que le cambiara el título, que era uno más largo. Osvaldo Hurtado con buen criterio le puso El poder político en el Ecuador y sigue siendo un long seller como llaman ahora.

—Otro gran best seller de esa época fue El festín del petróleo de Jaime Galarza.

—Ese fue una maravilla. Se armó toda una parafernalia, decían que el libro se vendía por debajo. ¡Qué va, las librerías vendíamos abiertamente por cantidades! Y decían que le habían secuestrado a Jaime Galarza.

Librería Cima.
Fotografía: archivo E. Freire

—Estuvo preso, pues, acusado del asalto al 7-9.

—A eso añádale las publicaciones coyunturales que hizo editorial El Conejo; por ejemplo, ¡Viva la patria! (de Pedro Saad), es otro libro que se vendió; todo lo que hacía El Conejo se vendía por montones.

—¿Qué significó Enrique Gross y Libri Mundi cuando abrió en el 72?

—Fue una ruptura total porque Enrique Gross y Marta Carrera eran los únicos libreros académicos. Gross vino a trabajar en Su Librería con Carlos Liebmann, absorbió toda esa capacidad del libro ecuatoriano y nos pareció una locura que pusieran una librería por La Mariscal. Todo el mundo decía lo mismo que dijeron de la Cima cuando se abrió en La Alameda. ¡Vayaviendo cómo abrieron trocha! Enrique Gross modernizó la profesión, le dio otro espíritu, luego se disparó con la edición de libros.

—Con los coffee table books… él fue quien empezó.

—Enrique impuso primero la idea del libro de difusión turística. Además, le dio un tono festivo, social y ampliamente cultural al libro. Hizo su galería de arte como complemento y esas quemazones que hacía a fin de año, donde todo el mundo podía irse a tomar un vino. Él auspició mi primer viaje a una feria del libro en Barcelona y en Frankfurt.

—¿Cómo fue esa experiencia?

—Una maravilla, porque yo primera vez que saltaba el charco. Fue verdaderamente una troupe de gente que viajamos: Abdón Ubidia, Diego Cornejo, Iván Egüez, el presidente de la Cámara del Libro, una cantidad de editores, libreros y autores.

—Barcelona todavía era un centro cultural muy importante en la difusión del libro.

—El más importante en España, ahí estuvieron las más grandes editoriales. Apenas estábamos armando los estands, alguien entró y preguntó si teníamos Polvo y ceniza de Eliécer Cárdenas. Habíamos llevado solo dos ejemplares, le dijimos que en cuanto terminara la feria podíamos regalarle el libro.

El éxito de los fascículos

—Entre las editoriales nuevas, El Conejo jugó un buen papel.

—A El Conejo nunca se le ha reconocido el mérito. Ellos rompieron todos los esquemas editoriales porque, además, publicaron esa linda revista La Liebre Ilustrada. Nadie más ha vuelto a hacer una revista de esa naturaleza, que viniera con el periódico.

—Otra institución importante de esa época fue el Banco Central, con la revista Cultura y otras publicaciones.

—Ahí se produce una gran paradoja. No es un partido de mi simpatía, pero hay que reconocer que un Gobierno socialcristiano fue el que elaboró la Ley de Libro. No solo eso: dio un apoyo millonario al Banco Central para que alcanzara ese apogeo que se volvió irrepetible. Vaya viendo todas las colecciones que armó ese consejo editorial que comandaba Simón Espinosa y cuyo brazo ejecutor era Irving Zapater.

—Y estaba Pancho Esteban Aguirre.

—Por supuesto, la época de él, con esa sencillez, parecía que no rompía un plato cultural y vea todos los centros culturales, ese Fondo y la creación de bibliotecas que tienen cosas magníficas.

—Surgió también la Corporación Editora Nacional.

—Claro, bajo el mando de Enrique Ayala y Lucho Mora. Y también del padre que fue rector de la Católica…

—¿Hernán Malo?

—El filósofo. Y otras eminencias que estaban en los consejos editoriales y no caían en la novedad, sino que iban a lo clásico y necesario. Lo mismo que hizo Hernán Rodríguez Castelo con Clásicos Ariel y antes Salvat al popularizar los libros. ¡Eso era formidable, la gente hacía cola antes de las ocho de la mañana para comprar el libro semanal!

—Esos libros amarillo con naranja que se descuadernaban en la primera lectura. Otro fenómeno fueron las enciclopedias.

—Como eran fascículos, era muy cómodo comprar y leer. Se dieron el lujo de hacer la Biblia. La Biblia se vendía en fascículos y luego ese best seller de Pareja Diezcanseco: La historia de la República. Lo hicieron El Conejo con Salvat y con el apoyo de los hermanos Muñoz de Selecciones, que tenía la capacidad de vender en todo el país, hasta Galápagos.

—Porque tenían los puestos de revistas. Hubo también la colección de Aguilar, de los Premios Nobel, de tapas celeste y amarillo.

—Sí, pero la más trascendental de Aguilar fue Obras Eternas, que venían en cuero y papel biblia. Un día llegó un hombre con una voz impostada, preciosa: “Lucho Carrera, buenos días”. Llevaba una capa que parecía Lucifer, una buena calva, subió a la sección de Aguilar, uno, tres, siete libros: García Lorca, Dostoievski, Albert Camus y otros. “Lucho, anóteme, ya vendré a pagar”. Salía como en esa radionovela de El Gato, movía la capa y desaparecía: ¡era Paco Tobar García, uno de los mayores consumidores de las Obras Eternas de Aguilar!

—También los coffee table books era muy bien impresos, con grandes fotografías.

—Estos libros-objeto, de gran formato y con bellas fotografías, se vendían muchísimo. Yo fui parte del consejo editorial de Dinediciones y fui hincha de un libro suyo, Pablo, que ahorita se me va, ese recorrido por todo el país, en dos tomos.

—¿En los ojos de mi gente y Viajes por la Costa?

—Siempre propuse reeditar ese libro, nunca me hicieron caso. Pero un periodista me dijo que su mejor libro es la entrevista al doctor Cevallos. Que debería usarse como texto en las universidades por la calidad de la entrevista.

—Era la increíble memoria de Mapahuira Cevallos a los 88 años, una cosa absolutamente fuera de serie. En ese fenómeno de los libros-objeto fue muy importante imprenta Mariscal porque cambió la forma de imprimir los libros.

—Tengo una deuda inmensa con Paco Valdivieso. Lo conozco desde muy niñito porque su padre fue el dueño de la editorial Colón donde mi padre trabajó. Don Paco era un guambrito que merodeaba por la editorial, que imprimía cuadernos y libros de textos escolares. Después rompió esquemas, ha sido un pionero de los libros irrepetibles en esa calidad. Él auspició gratuitamente un tomo de mi libro Desde el mostrador del librero y me regaló toda la edición. Ese era Paco Valdivieso, no solo un gran imprentero, sino un hombre de una calidad humana inigualable.

—Ya que tocamos los libros de texto: cuando algún libro entraba al pénsum se vendía como pan caliente.

—¡Cómo no! En eso hay que agradecer también a la editorial Libresa, que comenzó con esa colección muy feíta pero tan necesaria: la colección Antares, que me imagino ya ha superado los doscientos números.

Ahora viene el apogeo del libro infantil y juvenil. Dicen que es candidata al Premio Eugenio Espejo una de las grandes best seller ecuatorianas: Edna Iturralde. Y todo ese prodigio que hizo María Fernanda Heredia, o la amiga Leonor Bravo, o Francisco Delgado. Esas ediciones se agotan una tras otra y nunca constan como los libros más vendidos.

A la derecha, Édgar revisa la edición de Ecuador, tema central de los libros de gran formato desde los años ochenta.

Los ladrones de libros

—Descríbame al amante de los libros que entraba a la librería sin plata.

—Al que no tenía plata, el señor Carrera le habría una cuenta; el cliente tenía la oportunidad de ir abonando y cuando acababa de pagar se le entregaba el libro. Ahora, al que no tenía plata y entraba a robar libros había que tenerle mucho cuidado. Un personaje muy conocido en Quito entró a la sección de poesía. Al rato, un empleado dice: “El señor que está ahí se enfundó algún libro debajo del saco”.

Siempre era difícil confrontar con esas personas que robaban libros. Le dijimos al señor Carrera que el amigo ese se estaba llevando unos libros bajo el saco, de poesía. Dijo: “Déjenle nomás, porque no viene a robar para ir a vender y a tomarse sus tragos, está robando porque necesita. Pero en la próxima márquenle como en el fútbol, muy cerquita”.

—¿Era común que a usted le pidieran recomendaciones para regalo?

—Claro, éramos una especie de médicos de cabecera, éramos libreros de cabecera. Un amigo que hace cine y teatro siempre venía con la novia a la librería. Un día, casi desesperado, me cuenta: “Se me acaba de ir mi enamorada y ando buscando como loco El corazón es un cazador solitario”. No teníamos el libro, pero le conseguí al día siguiente.

—¿Cómo trabajaban las editoriales?

—Como no había toda esta parafernalia electrónica, venían los editores, los vendedores, alquilaban piezas en los hoteles, invitaban a los libreros para que escogiéramos in situ las novedades. Los libros llegaban a los tres, cuatro meses por vía marítima porque traer por vía aérea era muy costoso, pero había grandes lectores, se traía de todo el mundo.

Con otros amigos, me invitaron a hacer el avalúo de la biblioteca de Benjamín Carrión. ¡Qué maravilla encontrar ahí todo lo que nosotros habíamos vendido y muchos libros con dedicatorias, era un portento!

¿Cómo les afectaba la televisión?

—Los libreros se quejaban del poder de la televisión y de los espectáculos públicos. Pero en cierta forma era una gran aliada porque comenzaban esas miniseries basadas en las novelas; por ejemplo, de Jorge Amado, Gabriela clavo y canela. Cuando aparecía, había que traer siquiera unos quinientos ejemplares porque la gente quería saber de antemano el final de la telenovela. (Risas).

—¿Usted como escritor empieza en diario Hoy?

—No. Antes hice un curso de bibliotecología y comenzamos a fichar toda publicación ecuatoriana, hasta las revistas. Un día al señor Carrera se le ocurre decirle a Rodrigo Villacís que en la Cima manejamos esa estadística. Dice: “¿Por qué no la publicamos en El Comercio cada mes?”. Luego, Rodrigo Villacís me dice “Aparte de esas fichitas, ¿por qué no comenta cada libro?”. Me atreví, azuzado por el señor Carrera, y apareció Desde el mostrador del librero, mensualmente, sobre el libro ecuatoriano.

—¿Y cómo nació su libro Quito tradiciones, testimonios y nostalgia?

—Patricio Falconí era director de Cultura del municipio y en época de Herdoíza quisieron reeditar un libro muy lindo, agotado, Al margen de la historia, de Cristóbal de Gangotena. El señor Carrera, que era tan experto en meterme en líos, le dice: “Vea, doctor Falconí, ¿por qué más bien no hace un nuevo libro?” Y me dice: “A usted le encanta leer sobre Quito y puede armar tranquilamente un libro”.

—Ahí es el enfoque desde la nostalgia de un Quito que se perdió.

—Sí, pero creo que esos libros han tenido un único mérito: ser hechos por un librero que conocía las cosas que preguntaba la gente en el mostrador; no había una nostalgia pasillera.

—Después de la venta de la librería Cima, ¿a dónde fue?

—Fui a trabajar en librería Española y terminé mi andadura en una librería de segunda mano muy bonita, Sur Libros.

—La librería Española va a cumplir cien años en 2027. Debe ser la más antigua que sigue vigente.

—Actualmente, sí.

—¿Y cuándo se retiró usted de librero?

—Una de mis hermanas me dijo: “Veo que estás yendo a trabajar con un poco de desgano en Sur Libros. Sería bueno que te pusieras a descansar y leyeras todos los libros que has comprado en tu vida”. Una mañana llegué donde Oswaldo Rodríguez y le dije: “Hasta aquí me trajo el río, creo que he cumplido mi misión de librero con este país y me voy a mis cuarteles de invierno”.

—¿A qué se dedica ahora?

—Sigo escribiendo en Últimas Noticias los miércoles. Procuro comentar libros, personajes, mis caminatas por la ciudad. He leído como nunca en mi vida.

¿Usted no entró a la era digital?

—No. Odio la tecnología. Mis hijos me dicen que soy un dinosaurio, que debería pertenecer al Parque Jurásico. Pero lo mío es envidiable porque no hay quien me jorobe llamándome ni leyendo tanta tontería en los tuits.

El maestro Borges dice que el acto más hermoso es la relectura. Con los tres o cuatro mil libros que están en mi biblioteca tengo para reencarnarme unas diez veces y seguir sin terminar de leer.

Autorretrato íntimo

Nací un viernes 3 de junio de 1947 a las 6:30 en la vieja maternidad de Quito, soy un geminiano auténtico. Defiendo mi intimidad. Soy el tercero de diez hermanos.

Vivíamos en San Roque, donde mi padre tenía un pequeño espacio para su zapatería y mi madre se daba modos para dividirlo en sala, dormitorio y dizque comedor; mi madre cosía para vestirnos.

Me eduqué en la escuela Chile, frente al penal García Moreno y luego pasé al colegio Juan Montalvo. Nunca me gustó la escuela y tampoco me gustó el colegio. Nos marcaban los apellidos, el asunto económico, inclusive la parte física, todo eso era motivo de lo que hoy llamamos el bullying.

Fui un pésimo estudiante de las ciencias puras, matemática, química y física; siempre me quedé suspenso y aplazado en esas materias y también en educación física porque nunca aprendí a nadar.

Cuando me gradué, en 1965, mi padre comenzó la búsqueda de algún empleo para mí. En ese entonces, los normalistas teníamos la obligación de recibir 1020 sucres con la cuarta categoría, pero nadie conseguía trabajo. Por su amistad con el gerente de la librería Cima, don Luis Carrera, me consiguió el trabajo, para lo que tuve que pasar una prueba y así comenzó mi vida de librero.

Librería Cima.
Librería Cima hacia 1970, cuando era un eje cultural de la capital, frente a La Alameda. Fotografía: Cortesía.

Ahora, retirado, he vuelto al vicio del cine. Me encanta, casi todas mis tardes las dedico a este gusto que viene de la niñez. Soy de la época en que se exhibían las películas de vaqueros y de terror en una sábana colgada en las paredes de Quito.

Tengo tres hijos, dos mujeres y un hombre, serán herederos de una buena biblioteca. Siempre me vieron leer en la cama y teclear una máquina, y también tuvieron influencia de su madre que les leía cuentos muy variados desde la niñez.

Susana es la mayor, ha tomado la posta de su padre y con mejor calidad. Édgar Javier es un gran autodidacta, es bailarín profesional, y Daniela es maestra de danza y cantante de música clásica.

Tengo pocos amigos. Vengo de una familia laica, no creo en la Iglesia como institución, pero soy lector del Evangelio, especialmente del Nuevo Testamento. Creo tener una relación con Dios de la manera más primaria, casi siempre rezo por mis amigos y mis enemigos, si los tuviera, y por la gente que padece enfermedades.

Soy un hombre de una fe muy endeble, pero, bueno, al final creo que me reconciliaré con Dios.

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