Jaime Jarrín la voz de los Dodgers en L.A.

Jaime Jarrín la voz de los Dodgers
Fotografía: Jorge Espinosa.

Esta es la historia de un migrante. Más exactamente, la de un ecuatoriano que triunfa en el exterior; uno de tantos que solo cuando han brillado fuera del país llaman la atención de sus coterráneos. Esta es la historia de Jaime Jarrín (Cayambe, 1935), un hombre cuyas relaciones más largas han sido su mayor fuente de satisfacción: 65 años de matrimonio; 62 años narrando los partidos de los Dodgers; 76 “enamorado del micrófono”. Un hombre/un ecuatoriano/un migrante que, además, siempre tiene un plan. El más reciente es dejar de ser la voz en español de los Dodgers para dedicarse, en este orden, a su familia, a su fundación benéfica y a viajar.

Unas pocas semanas antes de la que será su última temporada al mando de la cabina donde se relatan en español los partidos de los Dodgers, Jarrín disfruta almorzando con amigos, asistiendo a fiestas de cumpleaños, viajando a su rancho en Arizona… todo con una vitalidad y agilidad envidiables.

Aparenta ser más joven no solo porque luce en forma y no ha encanecido tanto, sino porque se viste de manera casual y es de talante alegre. Afable y galante, es difícil creerle cuando dice que de joven era tímido con las mujeres y que cuando conoció a su esposa Blanca —de quien enviudó hace tres años— no la abordó directamente. Es posible, tenía dieciocho años entonces: las personas cambian. Lo único que no ha cambiado en él es su pasión por la radiodifusión.

Sería arriesgado decir que a los diez años de edad ya sabía que trabajaría en radio el resto de su vida. Lo que sí es cierto es que a esa edad se enamoró de los micrófonos. Un primo suyo, Alfredo Jarrín, fue quien lo introdujo en el mundo de la radio en el Quito de los años cuarenta, al poco tiempo de que el pequeño Jaime había llegado a la capital, que era el destino obligado para los chicos de Cayambe que querían seguir estudiando. Mientras estudiaba la secundaria tomó un curso de locución en la Universidad Central. Tenía quince años y había empezado a cumplir su plan.

Una pasión

Desde muy chico leyó en voz alta el periódico como parte de su entrenamiento para locutar en radio. Su primo Alfredo lo ponía media hora diaria a leer El Comercio. Por eso, se presentó, sin dudar, al concurso convocado por la radio HCJB, aunque tenía dieciséis años y las posibilidades eran mínimas. Lo escogieron.

Jarrín tenía, además de sus prácticas diarias y su curso en la Central, algo más a su favor: nació con la voz grave, como le dijo su primo: “radiofónica”. Es una voz cálida, a la que millones de aficionados al béisbol veneran, sobre todo cuando pronuncia su frase insignia para relatar un home run: “Se va, se va, se va… Y despídala con un beso”. Actualmente, Jarrín es el locutor activo con mayor antigüedad del universo beisbolero en cualquier idioma.

Antes de cumplir veinte años se embarcó en su proyecto más ambicioso: quería ser un radiodifusor en las grandes ligas —no las del béisbol todavía—, o sea quería trabajar fuera del país. Así fue como llegó, sin querer, a la cabina de los Dodgers. Cuando Jarrín pisó Estados Unidos en 1955 no había visto ni siquiera una pelota de béisbol, menos un partido.

Pero su empeño por mantenerse en el camino de la radiodifusión lo llevaría cuatro años después a relatar —en calidad de segundo locutor y luego de un año de preparación— los partidos del nuevo equipo de béisbol de Los Ángeles, la ciudad en la que ya estaba establecido, trabajando en radio; cumpliendo sus planes, a fuerza de disciplina y algo muy parecido al enamoramiento.

La pasión por su trabajo es, según Jarrín, la responsable de sus logros y reconocimientos. Si bien el béisbol ha sido el espacio donde más se ha destacado (ha recibido varios premios, incluidos el Ford C. Frick del Salón de la Fama del Béisbol, 1998, y el Vin Scully Lifetime Achievement, 2019, por mencionar dos de los más importantes), también ha sido premiado por su periodismo. Recibió dos veces el Micrófono de Oro, la primera vez por su cobertura del Chicano Moratorium (1970), una de las manifestaciones más grandes en contra de la guerra de Vietnam y la discriminación racial, protagonizada por la comunidad de origen mexicano en Los Ángeles.

Jarrín ha sido un trabajador incansable, de dormir cuatro horas al día y hacer varias cosas a la vez. Nunca le ha faltado trabajo —por años tuvo cuatro a la vez—. Mira atrás y se reconoce como un workaholic, solo que entonces no lo sabía. “Nunca me lo cuestioné. Siempre me encantó lo que hice”. Sin embargo, ahora con su retiro quiere recuperar el tiempo perdido con sus hijos, a los que veía poco porque siempre estaba trabajando.

Por ejemplo, de 1962 a 1984 no se perdió un partido de los Dodgers, los locutó todos; ese es su tipo de compromiso cuando se apasiona. Y, además de constante, es arriesgado y se lanza a lo nuevo. Así se convirtió, sin experiencia previa, en el intérprete de Fernando Valenzuela, el beisbolista mexicano que fue todo un fenómeno.

Con la Fernandomanía, a partir de 1981, Jarrín dio el salto definitivo a las grandes ligas —del béisbol y la fama—. Su prestigio, que se circunscribía al sur de California, creció exponencialmente, pues viajaba a todos lados con Valenzuela (llegaron juntos hasta la Casa Blanca de Reagan), ejerciendo como el primer traductor oficial de un jugador de los Dodgers.

Una decisión

¿Qué hubiera sido de Jarrín si no decidía emigrar? Nunca lo sabremos. Tenía todo servido en Quito para construir una carrera sólida, pero él quería ampliar sus horizontes, probarse en una escena más grande y más complicada también. Su esposa Blanca y su hijo recién nacido lo acompañaron en su aventura. Con los papeles en regla —cortesía del cónsul estadounidense de la época— se subió a un barco bananero que lo llevó hasta Florida y cruzó en bus Estados Unidos para ir a Los Ángeles. Empezó como cualquier migrante, desde abajo.

La diferencia era que tenía un plan entre ceja y ceja: “Me empeciné en que tenía que seguir en radio”. A la par que trabajaba en una fábrica de alambres, golpeó las puertas de la única emisora en español, la KWKW, y persistió —ayudado de cartas de recomendación— hasta que logró entrar, primero grabando comerciales y haciendo reemplazos. Una vez adentro, su plan empezó a funcionar. Jarrín persevera, se empecina, se apasiona, se enamora… son los verbos que más utiliza. Pero sobre todo no se despecha —otro adjetivo suyo— e insiste hasta que consigue lo que quiere.

Cuando comenzó, con nada más que su sueño americano intacto, Eisenhower era presidente; el galón de gasolina costaba 0,23 centavos de dólar; Martin Luther King Jr. estaba organizando el boicot a los buses de Montgomery, Alabama; alrededor de 2,3 millones de latinos habitaban el país, y los Dodgers de Brooklyn ganaban su primera serie mundial. Cuatro años después, en 1959, ya estaba relatando el primer campeonato de los Dodgers de Los Ángeles —que en 1958 abandonaron Brooklyn, se cambiaron de nombre y empezaron de cero—; casi igual que Jarrín.

Una causa

Es tajante cuando dice que es apolítico. “Yo no he sido militante. Por mi trabajo, precisamente, siempre fui apolítico. He apoyado causas a favor de nuestra comunidad, pero con mucho cuidado”. Una de sus formas de apoyar a la causa latina en Estados Unidos ha sido convertirse en un ejemplo de respetabilidad y esfuerzo. Con su visibilidad mediática siente que extiende su buen nombre al resto de la comunidad latina de la Costa Oeste.

Le tocó vivir la época de los letreros que decían: “No Mexicans. No dogs”; y la de los partidos de los Dodgers con la afición segregada según su color de piel. Y, sin embargo, recuerda al país al que llegó como uno más amable que en el que ahora vive. “Este era un país por excelencia amable y bondadoso. Pero en los últimos diez o quince años ha cambiado mucho”, dice sin disimular la pena.

Aunque no habla de política, sí lo hace en contra de la discriminación. En 2010, en una entrevista con El Comercio, dijo: “Si de mí dependiera, otorgaría la residencia a todos los indocumentados y así salvaría a once millones de familias y a Estados Unidos, que nos necesita”. Hoy se ratifica, aunque también cree que este país tiene derecho a cuidar sus fronteras. Defiende con vehemencia el trabajo de los migrantes, con o sin papeles, y está convencido de que sin ellos la economía estadounidense colapsaría. Le frustra que ningún político reconozca esa realidad.

 Y mientras el panorama macro cambia, él pone su grano de arena. Con la Fundación Jaime y Blanca Jarrín quiere dar otra vida a los hijos de esos migrantes mediante la educación. La fundación ya ha otorgado quince becas, y cuando se retire de los Dodgers quiere dedicarse en exclusiva a hacer crecer el número y los montos de estas. Porque Jarrín, obviamente, tiene un plan: que estos jóvenes —igual que él cuando emigró— amplíen sus horizontes y tengan una oportunidad en las grandes ligas.

Jaime Jarrín (foto), en los inicios de su carrera con los Dodgers, a los que se unió en 1959.

En clave beisbolera

  • Su nombre está inscrito en el Ring of Honor (Galería de Honor) del estadio de los Dodgers junto al de Vin Scully.8•
  • Luego de su retiro a finales de 2022, continuará dos años más como embajador de los Dodgers para ocasiones especiales.
  • Aún no sabe quién lo reemplazará como la voz de los Dodgers en español.
  • Tiene planes de volver a apoyar a la escuela de béisbol El Recreo en Durán.
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