La hache: un cóctel de venenos

droga hache.
Ilustración: Shutterstock.

Diciembre, 2021. Gabriela tiene quince años. Los cumplió en octubre. La conozco desde que tiene doce, en agosto de 2019. Luego de casi tres años escucho su voz estridente, por primera vez en oraciones completas. Sus respuestas, cuando era una niña, se limitaban a quejidos lánguidos, apáticos y monosílabos. Aunque se ha acostumbrado a mi presencia, frunce el ceño y me escanea de abajo arriba antes de abrir la boca.

Son las once de la mañana y está sentada al comedor copado por útiles escolares. Mariana, su mamá, la despertó hace solo un momento.

—Allí, donde la ve, durmió porque consumió. Cuando anda en abstinencia no come ni duerme. Verá que deja todo el desayuno. Esa droga les quita el hambre —me advierte la señora mientras le entrega a Gabriela una taza de leche y un mendrugo de pan. Ella los agarra de mala cara, pero lo agarra—. Recostada en la silla, se ve más flaca de lo que es. El pelo largo, castaño y enmarañado le tapa el rostro moreno e infantil; no parece una adolescente, más bien una niña a punto de hacer un berrinche.

¿Y tú quieres dejar de drogarte? —le pregunto.

—Amiga, ¿quién no quiere dejar de consumir?responde.

Gabriela esnifa hache desde que tenía diez años. Los pases en vez de los juegos, de los amigos. Las fronteras de su mundo son las de su casa, una villa descascarada en el suburbio de Guayaquil: hay más personas que muebles y más tumulto que descanso. Mariana, que busca en la cocina queso para el pan, la encierra cada tarde. Antes de irse a trabajar, la madre deja bajo llave a la hija para tratar, inútilmente, de evitar que siga consumiendo.

La hache apareció en Guayaquil a finales de 2010. Se promociona como una mezcolanza de heroína con cualquier otra sustancia que tenga a la mano el proveedor. Entre los posibles ingredientes de este coctel, bastante adictivo, están desde el polvo de ladrillo hasta el veneno para ratas.

La chica no sale de casa, según su mamá, tampoco tiene dinero, pero se droga. Ambas se encogen de hombros cuando pregunto cómo la consigue estando ella encerrada.

Eso no se dice —responde Gabriela con una vocecilla burlona, aparentando desayunar.

—Esa hache no los deja comer ni dormir. No les da hambre ni sueño. Por eso, está flacuchenta. Ahora usted la ve así activa porque recién anoche consumió —reniega Mariana—. La mamá es una vendedora ambulante de 55 años y tres de sus hijos han sido adictos: Jimmy de 35, Melany de veintiuno y Gabriela de quince. Mariana los ha criado sola.

Mamá nos deja a solas para ver si consigo, luego de fracasar de incontables formas, arrancarle alguna frase a su hija. Ya perdí la cuenta de las veces que fui a visitarla sin obtener un solo dato sobre su adición. Hace minutos Gabriela dormía en la habitación que hace de sala, comedor, cocina, lavandería, y donde hay un altillo improvisado para que descanse su hermano Jimmy. Su mamá me dijo que aprovechara su lucidez para sacarle información, que a ella también se le ha hecho imposible conseguirla durante los últimos cinco años.

—¿Quién le da la droga? Eso quiero saber.

Desde un extremo de la sala, Mariana masculla que Gabriela se dejó llevar por el ejemplo de sus hermanos. La niña le lanza una mirada furiosa, con los labios llenos de migas dice una frase que repetirá cada vez que su madre abra la boca.

—Mami, usted no sabe. Además, jura que sus hermanos nunca le han dado drogas.

Ha inventado tantas historias sobre cómo probó la hache por primera vez que ya no sabe cuál es cierta. Está segura, eso sí, de que no fue en la escuela. Allí la compró cuatro meses después, cuando empezaron a dolerle los huesos.

—Ahí la venden cara, porque no te dan la dosis completa, sino que te dan funditas por cincuenta centavos —me dice, susurrándome al oído.

El tráfico de drogas en los planteles ecuatorianos es un secreto a voces. En 2016 el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) lanzó en el Ecuador la encuesta Niñez y Adolescencia desde la Intergeneracionalidad. El 46 % de los adolescentes encuestados, de entre doce y diecisiete años, dijo que había drogas dentro de su centro educativo. El 24 % notó a algún estudiante vendiendo o pasando, y el 29 % vio a algún alumno consumiendo. Le digo esto a Gabriela y ella asiente.

—Cuando usted llegó, yo la odiaba. Pensé que venía a encerrarme, por eso, no quería hablarle —me dice—. Aunque quisiera llevarla a recuperación, no podría. Los adolescentes como Gabriela están destinados a la rehabilitación primitiva, clandestina, improvisada y, muchas veces, inhumana. Se podría intentar de forma pública en un Cetad (Centro Especializado en Tratamiento a Personas con Consumo Problemático de Alcohol y otras Drogas), pero en Guayas, mucho menos en Guayaquil, no hay. Un Cetad, a su vez, debe estar regido por otra institución de nombre kilométrico, la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (Acess), esta última estipula los parámetros con los que se puede tratar a una persona con problemas de adicción, pero para cumplir con ellos son necesarios la burocracia y miles de dólares. La institución solo ha certificado cuatro centros privados en la provincia, todos ellos imposibles de pagar para Mariana, que vende productos desinfectantes.

Gabriela solo conoce un centro de rehabilitación clandestino. Fue en febrero de 2020, antes de la pandemia y los cadáveres en las calles de Guayaquil. El virus también encerró a los expendedores.

—Ya no aguantaba más. Ella se me escapó de la casa y no la encontramos sino hasta después de dos días. Tuve que mandarla a ese lugar, pero la saqué al mes porque no les daban de comer —cuenta la mamá sentada otra vez a la mesa del comedor—; la hija ríe recordando lo que hizo como una travesura.

—Yo soy drogadicta, no pendeja —me dice cuando le recuerdo los riesgos de la calle, y continúa—. No he tenido relaciones, si eso piensa usted. También le pregunto dónde durmió esos días, claro, en caso de haber dormido.

—Eso no se dice —me recuerda ella—. Cuando la tuvieron de vuelta, sus tíos, hermanos de su madre, juntaron doscientos dólares para pagar la mensualidad de una clínica clandestina en el suburbio. Sus compañeras fueron solo mujeres y entre ellas compartían, la mayoría, una adicción por la base de coca y la hache. Luego de ese mes y unos pocos días, Gabriela regresó a su casa.

Hace dos años, su mamá empezó a construir un cuarto en el patio trasero de la casa para bloquear el contacto directo con la calle. Esa es la “clínica” que puede costear desde que inició la pandemia. El otro remedio son las clases virtuales, que cortaron definitivamente las salidas de casa. Allí pasa el tiempo en el que su mamá sale a trabajar, a veces asomada al pozo séptico que está junto a su cama. El calor, concentrado en la pequeña habitación, es insoportable, y los muebles son un televisor de cola y lo que queda de un colchón de dos plazas.

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—Yo sabía que ella no estaba consumiendo en pandemia, porque se me puso gordita. Pasó mal con la abstinencia, parecía que se me moría, pero yo la llevaba al hospital del niño (Francisco Icaza Bustamante) y el psiquiatra me mandó unas pastillas y jarabes y así aguantó —recuerda Mariana—, que se levanta y trae un par de frascos y cajas de medicamentos de la alacena. Gabriela los tantea y se ríe.

—Nadie vendía y, si la vendían, era carísima, no quedó más que aguantarse —dice—. Pasó limpia por un año y medio. Se terminaba sus comidas, se bañaba a diario, dormía más de tres horas seguidas. A Mariana se le ilumina el rostro cuando recuerda todo lo que su hija empezó a hacer, lo que haría una adolescente común. Gabriela estaba descubriendo una vida sin la abstinencia, sin el dolor, sin las arcadas, sin el insomnio. Su menstruación reapareció y hasta tuvo un novio virtual que sabía de su vicio y se lo reprochaba.

—Él me ayudó también a que no consumiera —fíjese—. También ayudó a que Melany, su hermana mayor, se fuera a vivir con su enamorado, también consumidor. A diferencia de su hermano, Melany podía ser cómplice de Gabriela.

Mariana le ha puesto a Jimmy la condición de no darle droga a Gabriela si quiere vivir bajo su techo.

—Esto no es vida, señorita. Creo que en la cuarentena fue el único momento de paz que he tenido, porque ninguno estaba consumiendo.

Gabriela saca el celular que su mamá le compró para que reciba clases virtuales y me muestra una fotografía.

—Así estaba, amiga, míreme. ¿Bonita, verdad? Mi mamá cree que no me duele cuando me dice que estoy horrible ahora. Allí sí me decía que era bonita. La Gabriela que tuve enfrente parecía el fantasma de la que estaba en la foto.

—¿Qué pasó? —le digo.

—Volví a caer, amiga, es que me obligaron a consumir… Tal vez esté mintiendo, tal vez no.

La recaída fue en octubre de 2021, para sus quince años.

—Ella me pidió permiso para reunirse con sus amigas y yo, confiada, la dejé ir. Pensé que, luego de tanto tiempo, no volvería a hacerlo —se lamenta Mariana, esperando que su hija cuente qué pasó. ¿Quién le ofrece drogas a una drogadicta?

—Eso no se dice —repite Gabriela—. Debe estar agradecida con sus dealers, con sus amigos, o al menos quiere protegerlos, después de todo, cada funda le dura tres horas.

—¿Te la regalan? —la cuestiono.

—No siempre. Yo la compro con lo que me dan en la calle, cuando salgo a acompañar a mi mamá a trabajar. Cuesta dos dólares… —hace una pausa para mirar a Mariana. Sabe que está hablando de más. Es chica, casi una niña. A pesar de las recaídas, sigue saliendo los sábados para acompañar a su mamá. Ha hecho amigos, dice, y ellos le dan algo de dinero por hacer los mandados.

—¿Y cuándo fue la última vez que consumiste? —le lanzo—, pero es Mariana quien responde.

—Cuéntale, cuéntale lo que te encontré en el sostén ayer. Tenía un pedazo de sorbete, señorita, así es como se mete eso —la mamá habla conmigo y habla también con su hija.

—Sí, un sorbete, pero no droga —contesta Gabriela—. Después me dirá que lo lleva consigo porque en su casa viven sus dos sobrinos, de doce y ocho años, hijos de Jimmy, y cree que así puede despistarlos.

—¿Te da miedo de que sigan tu ejemplo? Podrían verte, hacer lo mismo que tú con tu hermana —le digo—. Se queda en silencio. Vuelve a ser la niña callada que temía soltar una palabra en mi presencia y clava la mirada en el sofá, donde están los niños viendo cosas en YouTube.

—¿Usted cree que ellos no saben de esto? Ellos no lo van a hacer porque me han visto retorcerme del dolor. ¿Usted cree que yo quiero consumir?

Se incorpora y enumera una a una las cosas que haría si no dependiera de la hache: sería maquilladora profesional, bailarina o enfermera. Quiere tener su propio dinero, no el de un esposo; si fuera mantenida, se la pasaría jugando videojuegos, su otro vicio. Se levanta de la mesa sin haber probado bocado y se pierde en el único dormitorio interno de la casa. Vuelve a salir con una carpeta repleta de hojas A4, en la carátula dice “Primer año de bachillerato”. Me advierte que me vaya porque su clase está a punto de empezar.

Mujeres menores de edad no tienen posibilidades de rehabilitarse legalmente

Gabriela estuvo en una clínica de rehabilitación clandestina. Es su única opción para ‘rehabilitarse’ o, al menos, dejar de consumir mientras estuviera encerrada. Si ser menor de edad ya es un problema para encontrar cupos en las clínicas públicas, ser mujer la imposibilita. En la Zona 8, que comprende Guayaquil, Durán y Samborondón, no hay Centros Especializados en Tratamiento a Personas con Consumo Problemático de Alcohol y otras Drogas (Cetad) públicos que acojan a mujeres menores de 18 años.

Para varones menores de edad hay tres privados, pero solo dos están legalizados en la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud (Acess). Uno de ellos es el Centro Virgen del Fátima; y el otro, el Cetad de la Comunidad Terapéutica San Juan Pablo II. El Cetad Libertadores, que dirige el Ministerio de Salud Pública (MSP), a pesar de que funciona, no tiene licencia.

Gabriela consumidora de hache.
Gabriela, esnifa hache desde que tenía diez años. Las fronteras de su mundo son las de su casa, una villa des-cascarada en el suburbio de Guayaquil. Fotografía: Annabell Verdezoto.

Según la normativa de la Acess, para rehabilitar personas con consumo problemático de alcohol y drogas, no se pueden mezclar grupos etarios ni géneros. Por eso, todos los Cetad deben ser específicos para mujeres adultas o menores y lo mismo en varones. Esto deja a las chicas como Gabriela fuera del proceso de rehabilitación. Además, aunque alguno de estos centros privados decidiera acogerla, no podría costearlo porque sus mensualidades oscilan entre 500 y 1200 dólares. El único establecimiento sin costo que hay en Guayaquil es el Centro Municipal de Tratamiento Primario de Desintoxicación, que es para mujeres mayores de edad.

La única opción que tienen las mujeres menores de edad es la clandestinidad. Lorena Avilés regenta una clínica que acoge a mujeres menores de edad, que está en vías de licenciamiento desde 2018, pero el trámite se le ha hecho casi imposible. Desde 2018 la Acess ha hecho principal énfasis en intensificar operativos de clausura a centros clandestinos desde que, en un incendio ocurrido en enero de ese año, fallecieran 18 internos que estaban encerrados con candado.

A su vez, más de 70 clínicas en la ciudad empezaron el proceso de licenciamiento de la Acess, entre ellas la de Lorena, pero sin éxito pues, a criterio de la propietaria, los parámetros de la matriz son difíciles y costosos de cumplir. Esto, detalla, porque la inversión que deben hacer, tanto para la infraestructura como para el personal, deriva en mensualidades que sobrepasan los 500 dólares, que es imposible para grupos de consumidores de bajos recursos económicos. En ese tiempo lo que pedían los propietarios es que se tomara en cuenta este parámetro para otorgar permisos a centros que pudieran rehabilitar a consumidores de todas las clases sociales.

Según estadísticas del Acess, en 2018, fueron clausurados 19 centros de rehabilitación en Guayaquil. En 2019, 68; en 2021, 20; y en 2021, 11. Esto da un total de 118 establecimientos clausurados en el Puerto Principal, una de las ciudades que tiene los mayores problemas de personas en consumo, sobre todo, desde la aparición de la hache.

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