Fotoilustración: Diego Corrales.
Edición 434 – julio 2018.
Paola Andrade y Ricardo Vélez fueron abusados sexualmente en su niñez y parte de la adolescencia. Heridos, siguieron por la vida. Un día encontraron las palabras que les permitieron romper el silencio y expresaron su dolor. Un día decidieron ayudar a otros a encontrar esas palabras. Este, dicen, es el tiempo de la voz.
Paola Andrade Arellano no había cumplido cuatro años cuando alguien que vivía en su casa —alguien que había nacido para cuidarla y protegerla— cruzó la puerta de su habitación para tocarla de una manera que no debía. Ese día, Paola Andrade Arellano murió.
Murió como niña. Su mirada se volvió opaca. Un gesto adusto invadió sus facciones. Aquel día entró en un túnel oscuro donde encontró más, mucho más, de aquello que al menos tres veces por semana se repetía en su habitación de niña cuando esa persona que había nacido para cuidarla y protegerla abusaba sexualmente de ella. Un túnel en el que también se topó con otros monstruos. A uno de ellos lo debía llamar tío. Otros eran amigos de su padre.
Todo ocurría en el interior de su casa, ahí donde su abusador principal la golpeaba a diario y le decía que la mataría “delante de todo el mundo”. Él logró sepultar su niñez, esa etapa llena de promesas en la vida de un ser humano. Pero Paola Andrade Arellano no murió.
Pasaron los años. Nada cambiaba. Ella sí. Crecía. La ira la invadía. El resentimiento, el dolor, el pánico. Voces e imágenes en su cabeza que le hacían revivir aquel infierno una y otra vez. Empezó a atormentarse, a castigarse con preguntas como “¿por qué me dejé?” o “Dios, ¿por qué no me amas?”
Su madre también la golpeaba —no todos los días, aclara en el intento de ser precisa—. Porque, si bien un golpe, un grito, es maltrato, quien es maltratado no siempre es consciente de ello; pero sí sabe que no le gusta, que le causa un dolor interno más allá del físico, y siente cierto alivio cuando la dosis de maltrato disminuye. O no aumenta.
Paola Andrade Arellano se convirtió en lo que por esa época, en los años ochenta —y aún ahora—, se conocía como una chica-problema. La etiqueta que le correspondía socialmente a quien, por ejemplo, un día llegó tarde, al anochecer. —Me dieron veinticinco correazos, cuando en la calle no me había pasado nada —recuerda hoy.
En aquella casa había violencia física, psicológica y sexual, pero también otra: negligencia.
—Mi madre no estaba ahí, me mandaba de casa en casa; de la casa de un tío a la de otro. En las vacaciones me subían a esos aviones con las azafatas y me mandaban a otras casas. Un día, a los doce años, me fui a Quito. ¿Cómo compró una niña un pasaje? —se pregunta.
Paola Andrade Arellano vivía sola. En la soledad de un silencio tormentoso. Se iba a la parte de atrás de su casa intentando protegerse de su abusador mayor y de los otros que merodeaban aquel lugar de terror que representaba la casa de sus padres. Se contaba a sí misma una idea: “Escribiré un libro sobre lo que ha pasado para que mis padres digan: ¡Ajá!”.
Era su sueño. La luz imaginada al final del túnel.
En su adolescencia, en otros espacios, también transitó la oscuridad. Desde los doce años, en el colegio religioso donde estudiaba, le tocaba compartir en las convivencias, los llamados retiros espirituales, con una compañera que en una ocasión empezó a masturbarla. Le dijo que estaba enamorada de ella y empezó a manipularla. Se cortaba las venas o se lanzaba del carro cuando Paola quería acabar con esa suerte de relación a la que ella accedía porque no sabía decir no.
Paola Andrade Arellano acudió por primera vez al consultorio de una psicóloga, una muy prestigiosa por cierto.
—Mi mamá me llevó, por miedo a que yo me hiciera lesbiana, porque la monja le enseñó una carta que me había enviado esta chica. Esta chica era una persona muy dañada. También estaba siendo abusada por su padrastro y era una persona muy popular, su hermana era presidenta del consejo estudiantil, pero era lo contrario a ella. No era una mala persona, solamente que tenía un patrón súper dañado —dice.
A Paola la expulsaron del colegio religioso porque las dirigentes dijeron que era lesbiana. Ella se fugó de la casa.
—Yo era una adolescente problemática —dice. Suelta la frase sin atribuirla a nadie, como si aún, de alguna forma, lo creyera. La etiqueta es tan difícil de sacar, queda esa especie de gomita adherida a la superficie. Es necesario raspar y raspar para borrar sus huellas.
La prestigiosa psicóloga de jóvenes a la que la madre de Paola la llevó la ayudó a salir de aquella relación abusiva a la que la estaba sometiendo alguien de su misma edad. Pero jamás logró identificar el abuso que Paola venía experimentando desde niñita, en el interior de la casa de sus padres.
—Daba vueltas con una palabra: terminar, terminar, pero nunca hizo la pregunta correcta: “¿Alguien ha tocado tus partes privadas?, ¿tú has tocado las partes privadas de alguien?” —reniega Paola.
Sin embargo, el abuso sexual no solo era un infierno omnipresente en su cabeza, por su ira o el dolor que sentía. Estaba en varios lugares a los que iba, entre tantas personas con las que se relacionaba. Su enamorado —de quien estaba enamorada— la obligaba a practicarle sexo oral todos los días en la puerta de la casa.
—Yo odiaba hacerlo, pero no era capaz de decir no.
Paola Andrade era una presa fácil para los depredadores sexuales. Vulnerable. Tenía una marca que aquellos monstruos del túnel sabían identificar: su mamá no está nunca, se odia con la mamá, le dan palizas.
En medio de lo que le ocurrió con la compañera manipuladora y su enamorado, experimentó un abuso que, más de treinta años después, recuerda vívidamente. El que sufrió por parte de un par de dentistas a cuyo consultorio su mamá la enviaba con un chofer. Unos médicos recontraprestigiosos, “que ya están muertos”, le tocaban los senos mientras la atendían.
Su madre —cuenta— nunca cambió los patrones de crianza vulnerable que tenía con ella. Si le pedía que no la mandase donde un familiar, le respondía que era una rebelde.
—No tenía ningún tipo de empatía conmigo —dice Paola. No la empatía que necesitaba una niña a quien ese ser que había nacido para cuidarla y protegerla un día cruzó la puerta de su habitación de niña para tocarla de una manera que no debía. Su madre no estaba enterada, aparentemente, por sus ausencias. Trabajaba siete días a la semana.
La vida seguía. Nada cambiaba. Se graduó en otro colegio y no se topó con más monstruos. Pero los del pasado vivían en su interior, conviviendo con la figura que crean los traumas: la culpa de la víctima.
Tuvo una hija a los veintiún años. Estudió Producción de Televisión. Trabajó en instituciones que defendieron causas sociales, como Fundación Natura, donde fue directora nacional de Comunicación. También fue, durante tres años, directora creativa de dramatizados en el entonces SíTV y obtuvo un título de la George Washington University.
A fines de 1996, cuando tenía veintitrés años, mientras estudiaba, Paola Andrade Arellano conoció a Ricardo Vélez Vélez, un compañero de aulas, un chico silencioso pero gracioso, dos años menor que ella. Un año después, en el mercado artesanal de Guayaquil —recuerda él— se tomaron de la mano y se hicieron novios. Desde entonces están juntos.
En los primeros tres meses de relación, Ricardo le contó a Paola que de los ocho a los doce años había sido víctima de abuso sexual por parte de un familiar. Ese es un día fundamental en la vida de Ricardo Vélez Vélez. Había roto su silencio y Paola era la primera persona en quien confió lo suficiente como para contarle aquella verdad, para confesárselo, como él aún lo refiere, como si fuese culpa suya.
Poco después, ella le contó lo que había vivido entre los casi cuatro años y los dieciséis años de edad en manos de nueve abusadores. Aunque sintió dolor al conocer lo que aquella mujer de quien estaba enamorado había pasado, Ricardo experimentó cierto alivio. Dejó de sentirse solo.
Paola y Ricardo se casaron. Formaron una familia con tres hijos. Se aman. Han sido felices. Y muy infelices.
—Me quería divorciar todos los días y él amenazaba con matarse, porque ese es su tema, querer suicidarse, querer morir, porque cada sobreviviente tiene un tema. El mío es querer huir. No quiero estar en este matrimonio; él en cada pelea terminaba con un “me voy a matar”. La muerte es algo tan fascinante para un sobreviviente de abuso sexual porque la vida es demasiado dolorosa. Y, hasta aprender a dar vuelta a esa dinámica, tardas mucho —resume Paola.
Ambos se autodefinen como sobrevivientes de abuso sexual infantil. Lo hacen después de haber avanzado buen tramo de un camino de aprendizaje con el que aspiran voltear esa dinámica autodestructiva y abandonar su lugar de víctimas.
Paola Andrade Arellano salió de la oscuridad cuando tenía 32 años y le contó a su mamá que había sido abusada.
—Mi voz me trajo a la vida. Yo estaba muerta —recuerda. Su esposo lo hizo a los 35 años.
Aquella conversación con su madre la llevó a entender que en su familia se habían dado diversos tipos de violencia que la llevaron a ella a ser una víctima más.
—Mi madre, también sobreviviente, era muy negligente. Hoy entiendo que no podía estar presente porque era muy doloroso para ella. Era una mujer que, si tú la ves, es muy respetada: no es alcohólica, no es drogadicta, pero venía de un hogar de alcohólicos; su infancia fue ver a un abuelo alcohólico pegarse con otras personas; entonces ella creyó que hizo algo mejor que lo que la vida le había dado a ella… Y una de las formas de confrontar a mi madre fue decirle: “Pero si tú mandabas en la casa y él me decía te voy a matar, ¿por qué no te diste cuenta de que estaba pasando algo?” Está tan normalizada la violencia —lamenta.
Como Paola sospechaba, tras aquel relato doloroso, su madre la dejó sola, al igual que todo su círculo familiar. Todos en su familia conocen de los abusos que ella sufrió y saben quiénes son los abusadores. Al igual que las tías que también habían sido abusadas por los mismos abusadores. Ellas prefieren no hablar del tema.
Detrás de estas situaciones inexplicables en una familia —según lo que se supone ser una familia en Occidente—, además de cadenas de dolor, hay impunidad.
—Cuando yo enfrenté a mi abusador ante mis padres, él estaba ahí, en una posición de poder. “Ya, bueno, y, ¿qué quieres? Ya supéralo. Ya pasó. Ponte ahí para la foto familiar” —recuerda Ricardo, quien considera esa última traición de la familia (no creer o minimizar los hechos) como la peor.
Son situaciones que destruyen a la víctima por dentro, pero, poco a poco, al hacer el trabajo terapéutico y recordar lo que esta vivió —de una forma racionalizada— lo va sanando.
—En el momento en el que pasa no lo ves así. Lo ves como una herida. Esa es la traición de la familia, del sistema, de la institución, de los que tienen que estar ahí para ayudarte. Para protegerte. Pero, al final de cuentas, darse cuenta de ello es necesario; tener claro que no es correcto, que es un delito, sea quien sea el que lo haya cometido —recalca Ricardo.
Tomar conciencia de ello dio paso a un “no más” en esta pareja.
—Si Paola no tomaba la decisión de cambiar el modelo de crianza de nuestros hijos, esto no paraba. Pasó con nosotros y nosotros decidimos que terminaba en nosotros. Que no iba a continuar. A mucha gente le incomoda hablar, pero es necesario hablar de esto si queremos que nuestros hijos u otras generaciones estén protegidos —enfatiza Ricardo.
Paola Andrade Arellano tiene 48 años y Ricardo Vélez, 46. Hoy son los responsables de que el Ecuador sea un referente en la lucha contra el abuso sexual infantil en espacios internacionales. Hace siete años decidieron darle la vuelta a esa realidad que les había carcomido su espíritu y empezaron un trabajo para rescatar a otros que ha logrado también rescatar la esencia de ambos.
Tras gastar miles de dólares en terapias, se convencieron de que la mayoría de los psicólogos en el país necesitan capacitarse en el manejo de casos de abuso sexual infantil para ser, realmente, una ayuda para las víctimas.
Alternando con sus terapias, trabajo y la crianza de sus hijos, Paola devoró toda la literatura que encontró disponible sobre este tema. Todo lo que se puede consumir en días y noches, con poquísimas horas de sueño. Incluyendo libros de autoayuda, los más útiles a su criterio. Videos de entrevistas a víctimas, y de Oprah Winfrey, la popular presentadora estadounidense que es, también, una sobreviviente.
¿Por qué ahora se escuchan tantos casos de abusos sexuales a niños? ¿Qué le pasa a esta sociedad? ¿Qué tiempos son estos?
En 2013 Paola Andrade Arellano y Ricardo Vélez Vélez crearon una organización sin fines de lucro, Ecuador Dice No Más, con la misión de trabajar en la erradicación del abuso sexual infantil en el país. Se trató de la versión local de la campaña internacional No More contra la violencia doméstica y sexual que se inició en Estados Unidos.
En 2016 lanzaron una campaña de difusión de mensajes para crear conciencia sobre esta forma de violencia que vulnera los derechos de los más vulnerables. En septiembre de 2016 establecieron el primer grupo de apoyo a las víctimas de este delito. Hasta mayo operaban ocho grupos en Guayaquil, Quito y Machala.
Con esa experiencia, buscaron ayuda internacional para capacitarse como facilitadores especializados en la atención de casos de abuso sexual infantil en organizaciones internacionales. Viajaron a Nueva York para enviar cartas a organizaciones especializadas en ayuda a mujeres y niños. Como cada envío era muy costoso, las repartieron ellos mismos: 40. Una por una. Unicef les respondió. Se contactó con la sede en el Ecuador para convertirse en aliado estratégico de Ecuador dice No Más.
Desde entonces no han parado. Una expresión que, en el caso de esta pareja, es casi literal. La campaña se lanzó el 1 de junio de 2017 con varias actividades y un video educativo para su difusión en todas las escuelas del país. Produjeron un video para la coalición de 1200 ONG de NO More en Estados Unidos, y Canadá e Inglaterra les pidió en mayo producir con ellos uno sobre violencia sexual.
En diciembre pasado Paola y Ricardo lograron uno de los mayores triunfos de su lucha: la aprobación de imprescriptibilidad para el delito de violación en caso de menores en la legislación ecuatoriana. Siguen batallando por una ley que les permita a muchas víctimas —como ellos— denunciar a sus abusadores. Aún falta que la imprescriptibilidad tenga el carácter de retroactivo.
Paola Andrade Arellano planea publicar la primera Guía para víctimas de servicios de protección con perspectivas de sobrevivientes, el libro que un día soñó escribir cuando se ocultaba de su gran abusador en la parte trasera de la casa donde creyó que había perdido la paz para siempre. Hoy tiene la mirada brillante. Por estos días, una sonrisa surge espontánea en su rostro. Se siente feliz. Un mensaje que escribió el 10 de mayo pasado en su cuenta de Facebook refleja su sentir frente a lo que ella experimenta en esta etapa de la humanidad a la que llama “el tiempo de la voz” y coincide con la idea de que todo tiempo pasado fue peor: “Días como hoy hacen que todo tenga sentido”. Tras esa frase se suceden emoticones de brazos fuertes y dedos que señalan el enlace al medio digital GK.city, que publicó un reportaje en el que diez sobrevivientes de abuso sexual infantil —que habían acudido a los grupos de ayuda de Ecuador Dice No Más— denunciaron a sus abusadores. En este caso, un sacerdote de la Iglesia católica en Guayaquil.