Dos poetas en Nueva York.

Por Diego Pérez Ordóñez.

Edición 455 – abril 2020.

Nueva York, ruidosa, frenética, resplandeciente, casi siempre deslumbra por su verticalidad. Buena parte de los detalles que le han dado carácter y gravedad están vista arriba: atractivas escaleras en la fachada de los edificios, terrazas, techos, ventanales, aparte de los ya berreados rascacielos y edificios insignia. Nueva York es horizontes y miradas.

Flanqueada por dos grandes cuerpos de agua, el East River y el Hudson, la ciudad (mejor dicho, Manhattan) parece encerrar las contradicciones y las luminosidades del mundo entero: una diversidad cultural que contiene, entre otros, italianos, irlandeses, jamaiquinos, haitianos, rusos, hindúes y la gama completa de inmigrantes hispanos, con la resultante variedad y riqueza gastronómica e idiomática que se podría esperar. La pobreza más punzante —mendigos que viven en los portales de los bancos más rentables, veteranos de guerra que piden limosna para sus perros, desplazados por los conflictos— convive con la industria de la moda de alta gama, incluyendo un enjambre de modelos, fotógrafos, agentes y editores. Del mismo modo, el arte callejero del grafiti se codea, sin complejos, con los grandes museos, como el Whitney, de arquitectura angulosa y transparente, incrustado entre Chelsea y Greenwich Village, y con el más tradicional Metropolitan Museum of Art (MET), en su pesado y abarrotado edificio victoriano que adorna Central Park. Eso, para no abundar en la pléyade de galerías, talleres, librerías, cafés y bares, regados en la espesura de cemento, vidrio, acero, semáforos y estaciones de metro, siempre en efervescencia. Nueva York ofrece posibilidades a todas las manifestaciones, a todos los ángulos, a todas las miradas.

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