Según Luciano Andrade Marín, fue el presidente Antonio Flores Jijón, quien, a más de remodelar La Alameda y promover la primera Exposición Nacional que tuvo lugar en este parque en 1892, con motivo de la celebración del IV Centenario del descubrimiento de América, habilitó para carruajes el camino de ascenso a El Panecillo. El año anterior también fue su iniciativa dar a la ciudad “el anuncio de la hora meridiana por medio de un cañonazo con el concurso técnico del Observatorio Astronómico”.
Para esto, Menten, quien era el director del observatorio, con el apoyo del arquitecto Francisco Schmidt, construyó la llamada casa del cañón, pequeño edificio poligonal en las faldas de El Panecillo, sobre el camino carrozable que conducía a la cima. Alineado con la calle García Moreno, alojaba un cañón en el piso bajo y en el alto un cuarto para un guardián, encargado de cargar con salva todos los días el cañón que, accionado eléctricamente desde el observatorio, disparó al mediodía todos los días (hasta por 1925) un estampido que permitía a los quiteños organizar en algo sus vidas.

En el cuadro “Quito” que posee el Museo Nacional atribuido a Rafael Salas Estrada (1826-1906) y que se fecha, sin mayor fundamento, en 1860, se aprecia el camino carrozable, y más o menos, a un tercio de su recorrido, aparece la casa del cañón. Por tanto, el camino y la casa nos llevan a fechar el cuadro tres décadas más tarde, es decir, hacia 1892.
Las llamadas Fortificaciones reales de Quito, que construyeron las fuerzas españolas a mediados de la década de 1810, no solo que estaban abandonadas desde el triunfo patriota en Pichincha (1822), sino en franco deterioro. Una vez terminada la contienda, el cuartel de artillería de la cima, de difícil acceso, no tenía utilidad y se deterioró por acción de la naturaleza y el vandalismo. Algunas huellas las registró la II Misión Geodésica Francesa a inicios del siglo XX, así como la cisterna, u “olla” que, a pesar de sus avatares, de su impúdica desnudez y del abandono municipal, sobrevive más de dos siglos.

Donde arranca el camino a la cumbre de El Panecillo, destaca una mancha blanca que bien podría representar el antiguo depósito de armas y polvorín, que tradicionalmente se lo llama fortín, construido en la base del cerro, frente a la antigua recoleta de San Diego. Igualmente permaneció sin uso, descalabrándose, hasta que solamente en 1954, por iniciativa del alcalde León Larrea, fue entregado por el Estado a través del Ministerio de Defensa a la Municipalidad para su restauración. Pero la historia de abandono se repitió: desde hace décadas está sin uso.
El cuadro, enmarcado modernamente, fue adquirido por el Museo del Banco Central a particulares, a finales de 1975. Dos placas insertas sobre el marco, llevan las siguientes inscripciones: “Paisaje de la ciudad de Quito. Atribuido a Rafael Salas (1860)”, la más pequeña, y “Cristina y Jorge Willie R. De Zúrich en gratitud de nuestra estadía en el Ecuador 1951-1959”, la otra. Aparentemente esta inscripción estaba dedicada al último poseedor del cuadro, antes de que, probablemente, sus herederos vendieran la obra al museo.
Es evidente que el artista busca reproducir el maravilloso entorno natural en el que se asienta la ciudad, pues actúa sobre él con sobrada sensibilidad. Representa el luminoso paisaje con acierto, en cambio, a las faldas del Pichincha la ciudad en sombras “poniéndole al frente, como quien agradece, una colina: el Panecillo, casi un fetiche urbano, que se puede ver, si no tocar, desde las terrazas y escaleras de las casas”, como dice el poeta Jorge Enrique Adoum.
Quito se representa de manera aleatoria, y esto hace imposible identificar claramente los barrios de la ciudad, tampoco se distinguen las calles que corren hacia el sur y que acaban en El Panecillo y no puede deducirse a qué iglesia corresponde cada campanario.
Descuella una torre de varios cuerpos, rematada por una pirámide verde de azulejos, que nos recuerda las imágenes del viejo campanario de la Compañía de Jesús, pero este había sufrido graves daños en el terremoto del 22 de marzo de 1859 y cuando llegaron de vuelta los jesuitas a Quito en 1862, después de la expulsión de Carlos III en 1767, encontraron muy deteriorada la iglesia que se había abandonado prácticamente durante todo este tiempo.
Un testimonio de la época dice que la torre “se halla cuarteada y despedazada: es un cuadrado de paredes sin gradas para subir, un campanario sin campanas, un esqueleto que tiene figura de torre, pero sin poder servir para ese objeto ni otro alguno; es un enemigo doméstico que constantemente amenaza desplomarse sobre los edificios contiguos, incluso la universidad”.

Por esto se resolvió derribarla, pero antes se tomaron todas las medidas para reconstruirla tal cual era, pues el presidente García Moreno había resuelto financiar la obra de su peculio, pero con el terremoto del 15 de agosto de 1868, “quedó otra vez tan dañada y cuarteada, que fue necesario derribarla nuevamente para que no se desplomase sobre la iglesia o los edificios adyacentes”. El asesinato del magistrado, en agosto de 1875, frustró el proyecto de una nueva reconstrucción.
A la izquierda de esta torre, aparecen dos campanarios gemelos, que recuerdan a los de San Francisco, pero por su ubicación no corresponden, pues el conjunto debería verse a la derecha de la Compañía. Iguales daños tuvieron estas torres con los sismos y finalmente se levantaron unas nuevas, con un solo cuerpo alto, bendecidas en 1892.
Como se ve, al artista no le interesa representar la ciudad de forma precisa. Su despreocupada expresión busca dar la idea de una ciudad con pinceladas gruesas, donde desparecen los detalles y en la lejanía se reducen a manchas, donde aparece un sinnúmero de campanarios inexistentes en la ciudad real. Las torres no están aplomadas, al igual que las casas que trepan por las faldas del Pichincha y que aparecen inclinadas, paralelas a la pendiente del terreno… En primer plano una serie de construcciones alargadas con cubiertas pajizas desconcierta.
Otro detalle llama la atención. A la derecha de la supuesta torre de la Compañía, se identifica la actual iglesia parroquial de Santa Bárbara, con su esbelta cúpula celeste. Su presencia es concluyente, pues esta obra del arquitecto quiteño Juan Pablo Sanz se terminó en 1892, pues la vieja iglesia colonial debió derrocarse por su pésimo estado luego de los sismos. Al conocer que las torrecitas que vemos junto a la cúpula se concluyeron en 1899, pensamos que la obra se acerca más a nosotros, por lo que sería más adecuado datar a la obra a finales del siglo XIX y no en 1860.

Una acuarela de fecha anterior, también de los bienes artísticos del Museo Nacional, atribuida a Juan Agustín Guerrero (1818 ca.-1880 ca.), según una anotación a lápiz sobre la ficha de inventario, representa a la ciudad desde el mismo ángulo. Al contrario del cuadro analizado anteriormente, Quito se representa con detalle y precisión, mientras que el paisaje es más indeterminado.
Al menos dos detalles nos permiten asegurar que esta representación es anterior al terremoto de 1859, pues los campanarios se muestran intactos y con sus alturas originales y aparece también uno de los dos arcos de Santa Elena, derrocados en 1865, pues ya no cumplían su cometido.
Estos arcos se levantaron a inicios del siglo XVIII por el alarife de la ciudad, el arquitecto alicantino José Jaime Ortiz, uno sobre la actual calle Benalcázar, que es el que se ve en la acuarela y otro sobre la calle Mejía. Estas estructuras permitían el tránsito seguro y discreto de las religiosas del monasterio de clausura de la Inmaculada Concepción, establecido en 1577 en la manzana diagonal a la Plaza Mayor, a las antiguas Casas Reales, situadas en la siguiente manzana en diagonal por el noroccidente.
Desde las primeras décadas del siglo XVII las concepcionistas buscaron ampliar sus instalaciones, pues había crecido el número de monjas y sirvientes, encontrándose hacinadas con graves perjuicios. Al trasladarse en 1612 el Tribunal de la Audiencia a la Plaza Mayor, se inició una larga disputa por la ocupación de las antiguas Casas Reales, hasta que el rey las adjudicó al monasterio, ocupándolas hacia 1640. Por su ubicación, las monjas se vieron obligadas en principio a excavar un túnel para unir las dos manzanas, pero este resultó húmedo, oscuro, incómodo y deleznable, por lo que fue reemplazado por los antedichos arcos.
Luego de la Independencia, y con la imposición de la vida en común en el monasterio, el número de religiosas disminuyó notablemente; más aún la población femenina de servicio y otras mujeres vinculadas por diversos motivos a él, por lo que la comunidad se redujo a sus primitivas instalaciones, desocupando y vendiendo las que habían sido Casas Reales. Los arcos, al no prestar servicio, fueron lamentablemente derrocados hacia 1865.
El artista representa en la cima de El Panecillo, las ruinas del cuartel de artillería realista. No hay evidencias de un camino carrozable hacia la cima. Una larga tapia cierra el primer plano, muchas veces se ha interpretado, sin fundamento, que Quito era una ciudad amurallada, esas tapias debieron pertenecer a la antigua recoleta agustina de San Juan.
¿Quito amurallada?
Cuando cundió el pánico en Quito por la invasión de los piratas y la toma del puerto de Guayaquil, ante un posible ataque a la ciudad, se propuso en una junta de guerra el 11 de julio de 1687, nada menos, que amurallar la ciudad.

A la larga, después de deliberaciones y consultas a peritos, se desistió de la idea, pues construir una muralla que debía tener una longitud de unos quince mil metros para abrazar la ciudad, era una tarea imposible de emprender, no solo por su costo, sino también por el tiempo que requeriría. Mientras se debatía apasionadamente este asunto, los piratas que ya debían haber llegado a Quito, habían abandonado Guayaquil y seguían con sus fechorías en el Pacífico.
Guayaquil no contó con una muralla y sus instalaciones militares fueron siempre precarias. Solamente los grandes puertos, como El Callao, Cartagena o La Habana, contaron con fortificaciones, murallas y baluartes. Otras ciudades semimarítimas como Lima y Trujillo también las tuvieron, mientras que las ciudades interiores, como Caracas, Bogotá o Quito, nunca las tuvieron, pero no estaban expuestas a ataques de fuerzas extranjeras.
NOTA: La reproducción de las imágenes cuenta con la autorización del MuNa, a quien agradece el autor.