Dos funditas de Froot Loops

Casi toda la mañana se jugó al juego de las sillas, algunos estaban destinados a perder.

A la salida le dieron unas funditas de Froot Loops y ella dudó. Le dije que sí, que las coja, que era un premio. ¡Se había portado tan bien! No peleó con nadie, no perdió la sonrisa, no se quejó del sol que caía como dardos sobre las cabezas. Un chico usó una cartera para proteger la cabecita de su niña de la rabia del sol, pero yo no: no tenía ni un periódico, nada. Me sentí estúpida y le fui a comprar una cola helada que se tomó sedienta, aunque tampoco se había quejado.

Casi toda la mañana se jugó al juego de las sillas. Había algunos que estaban destinados a perder, pero lo intentaban con furia. El terror era perder la silla y quedarse de pie, desconsolados, sin premio.

Ella se movía como jugadora confiada, ni muy desesperada ni con torpeza, ocupaba su silla un rato y se movía a la próxima. Siguiente fila, avance una silla, suba una más. ¡Qué juego tan cansón! Ella no se quejó, más bien me sonreía.

Cada vez falta menos, decía, a pesar de que aquello parecía no tener fin y había que seguir con el maldito juego de las sillas como en el infierno de un niño loco.

Como en una piñata, los lugares jugosos eran para los más vivos. Y como una cuidadora de esas feroces, de esas que arrebatan los caramelos a los niños acaparadores, yo me encaraba con los sapos, y ellos, con sus caras de sapos, mentían diciendo que habían llegado primero. Colados de mierda.

No es justo, repetía yo. No es justo, repetían las nuevas amigas. El espíritu bélico me electrizaba de pies a cabeza: va a arder Troya. Ella me daba palmaditas en la mano. Ya llegaremos, lo que quería decir: cálmate.

Como en la carrera más lenta del mundo, avanzaban a paso de tortuga hacia la línea de meta. Más que aburrimiento se notaba la tensión: un desliz y te robaban la silla: quedabas fuera del juego. Nosotras teníamos estrategia: yo me sentaba rapidito y le guardaba la silla. También se jugaba a los relevos.

Tras horas y estábamos en primera fila. Por fin. Pensábamos que a partir de ahí todo sería ordenado, pero no. Al terminar el juego de las sillas, aquello degeneró en una mezcla de las cogidas, tocar pared, ensacados, carrera con obstáculos. No se cayeron toditos de milagro. Ella pudo ocupar una silla porque miré a los ojos a sus contrincantes y les dije sin hablar: Ni lo intentes, muchacho.

Ahí le dieron un papelito como de rifa con su nombre y su cédula. Ya casi estamos.

Pero no. Vino otra piñata, otros sapos, para entrar al salón importante. Como Kevin Costner en El guardaespaldas repartí codazos, caderazos y empujones y no me avergüenzo ni una gota. A los avivatos ni agua. No la cargué en peso porque la niña es pesadita, pero poco me faltó.

Entró, mi niña entró al banquete.

En el salón de clases de una universidad, seis mesas con sus respectivos enfermeros y enfermeras vestidos como para ir al espacio sacaban de unas loncheras amarillas los frasquitos del líquido mágico, la pócima de amor con nombre científico, la vida de mi niña.

Sentada en una sillita de plástico blanca, barata, se levantó la manga de su blusa de estreno y aguantó con increíble valor que la pincharan y le pusieran su vacuna. No lloró nada, mientras yo me aguantaba las lágrimas que me quemaban la garganta y subían hasta casi asfixiarme.

Salimos a un futuro en el que ella, mi mamita, no se va a morir de eso. Ese monstruo que se esconde debajo de su cama no se la va a llevar. ¿Qué le decimos a la muerte? Not today.

En el carro brindamos con Froot Loops.

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