Por María Fernanda Ampuero

En el proceso de convertirme en la señora de los gatos de Los Simpsons, me vi adoptando unos gatitos cuya madre fue atropellada en la carretera. Al desgarro de ver a la gata muerta, casi operístico, vino el impulso de vida: hay que salvar a las criaturas. Hete que María Fernanda fue a buscarlos y se hizo cargo, de la noche a la mañana, de los huérfanos.
Borren de su cabeza la imagen tierna de los gatos pequeños como las que en nuestra infancia decoraban el calendario de la panadería: nada que ver. Estos eran unas bestias en miniatura.
Nunca imaginé que un ser tan diminuto pudiera causar tanto daño y tan rápido: gatito manos de tijera me dibujó estrellas de sangre en los brazos y las piernas, y entonces, ante la necesidad de ayuda, llegó a mí la palabra: feral.
Feral: (del latín feralis: feroz, letal y a su vez de fera: fiera, animal salvaje) cruel y sangriento.
Los felinitos salvajes me tenían terror y ese terror los hacía violentísimos.
Lo que decían los expertos en crianza de gatos era “paciencia, ten paciencia”. Todos los trucos y las recomendaciones tenían eso en común: lo de domesticarlos no será rápido, uy no, será complicado. Lo fue. Pasé nueve larguísimas semanas encarnando para ellos un monstruo asesino. Era acercarme un poco y verlos huir despavoridos.
Recuerdo los intentos ridículos por tocarlos mientras comían o pasar horas sentada viéndolos de lejos, tomándole fotos con el zoom a todo dar.
Qué impotencia imaginar su suavidad de pelusa y no poder tocarlos. Qué desesperación querer contemplarlos sin reparo, de cerca, y nunca poder acercarme. Ellos conmigo guardaban una sana distancia que me ponía tristísima.
Un día, no sé bien cómo ni por qué —la domesticación actúa de formas misteriosas—, la hembra me dejó tocarla con un cepillo de dientes mientras comía. Otro día, de la nada, el macho trepó hasta mi cama y se quedó dormido a los pies mientras yo, paralizada como fotógrafo de National Geographic que da con un tigre de bengala, sentía estar presenciando un milagro.
Al día siguiente me dejaron acercarme otro poco. Luego más. Otro poquito. Sentarme en el mismo sofá, extender la mano hacia ellos, acercarles un juguete. Y luego de 65 días, alabado sea el dios gato, vinieron solos a frotarse contra mis piernas, a ronronear al contacto con mi mano, a ser, pues, domésticos.
Hoy escribo esto con el macho dormido en el escritorio, justo al lado de la computadora, y con la hembra en el regazo, su delicia de pelito blanco al alcance de mi mano.
Ya confían ciegamente en mí porque soy su humana.
Como la vida es puro melodrama y ansía más que ninguna otra cosa nuestro sufrimiento, no puedo quedármelos. Este fin de semana los llevaré donde sus nuevas dueñas y, desde ya, tengo una tormenta de lágrimas apretada en la garganta. Eso va a ser un monzón emocional.
Durante todo este proceso he recordado aquello de El Principito de que domesticar es crear lazos: si me domesticas tú serás para mí el único en el mundo, yo seré para ti el único en el mundo.
No sé qué habría pasado con mi salud mental en este tiempo siniestro si no hubiera tenido guardada la esperanza de que hoy los gatitos confiarían en mí. Quizás eso sea la vida: un gato feroz al que día a día intentamos —y fracasamos como bestias casi todos, pero a veces no— domesticar.