Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 454 – marzo 2020.

“Nada como escupir en el rostro de un enemigo. Nada como usurpar de su sombrero una moneda de mendigo. No importa que este vocifere reclamándola. ¿Quién creería en su palabra? Tenemos las de ganar”.
Así escribe el Hautor en su tableta mientras espera su turno en la clínica dental. El resto de pacientes diseminados en la vasta antesala escriben SMS o juegan con sus smartphones hasta que oyen por los parlantes su nombre. Una diosa, al parecer ucraniana, oye su nombre y como si se tratara de un casting se acicala el pantalón, las gafas sobre su melena rojiza, la blusa que en la delantera tiene dos puñetazos —el brillante símil pertenece a Onetti—, la boca carnívora y con caminar de maniquí en pasarela se enrumba hacia la puerta que le corresponde. Pero como nada está escrito, a pocos pasos de la puerta, le traiciona su tacón izquierdo. Tal lamentable traspié le hubiese provocado una caída chusca solamente, pero ella intenta seguir caminando con el taco al través y entonces su cuerpo monumental cae tan aparatosamente que va a dar contra una fotocopiadora. La máquina, con el golpe y el sacudón, pone en funcionamiento una estridente alarma que vuelve un gallinero con lobo a la apacible clínica. La bomba ucraniana, en dos segundos, es una pobre muchacha sin padre ni madre que sin ayuda de nadie se pone de pie, recoge el tacón, las gafas, el bolso y el teléfono y, tratando de disimular su cojera, desaparece por la puerta doce. Por allí escapó aquella loca, grita al guardia una anciana despistada.
Lo curioso es que el incidente y su desmedido alboroto, al parecer, ha dado cauce para que todo el mundo hable y en tono nada discreto para un centro médico. Más bien se comenta entre risillas y se entretejen versiones, por poco maliciosas, sobre algo que en suma había sido irrelevante. Sacando la cabeza por una mampara de cristal, una funcionaria pelirroja idéntica a Christina Hendricks solicita discretamente que se baje la voz.
“Apuesto un brazo que la anciana casi muñeco de cera, que viene de ingresar en la puerta veintisiete, no vuelve a salir en su vida”.
Cosas así anota el Hautor mientras espera su turno. Ideas o frases a veces laudables, por lo general, tontas, huecas, venenosas. “Todo me ha ocurrido a destiempo”, se queja por escrito. Todo. Y esto lo dice a partir de que le desazona la carencia casi absoluta de spleen en lo que escribe, en su temática, en su ritmo, en la orfandad dramática de su imaginación. En cambio cuando escribía en la Olivetti Lettera 25, o en la monumental máquina de guerra de la burocracia, el teclado corría y él detrás, o viceversa, pero era capaz de todo, de casi todo, gracias a su energía, su voracidad, su locura creativa. Cuánta rabia o desesperación sentía cuando en pleno galope la cinta Pelikan se iba quedando sin tinta, y el Hautor, furioso, enloquecido al ver que en el papel la tipografía se volvía invisible, seguía tecleando cada vez más fuerte para que al menos la tipografía se horade, se troquele en el papel. En ese entonces, escribir era un hecho sangriento, heroico, gloriosamente furibundo y el error mecanográfico suscitaba un sentimiento de impotencia y de fracaso. Y hoy, que tiene en sus manos el artefacto milagroso llamado horriblemente tableta, ha perdido casi el habla. Y la página blanca virtual es tan perfecta, tan dócil, tan generosa. El Hautor se quita los lentes y mira, sin leer, la pantalla tapizada con su texto escrito en este instante y parece una página perfecta, armoniosa, cuajada, como la hoja de un gran libro. Pero basta con volvérselos a poner para advertir lo insustancial y fofo de su escritura. Como si el furor y la avidez de su alma y de sus tripas también, como todos sus seres queridos, lo hubiesen abandonado.
“MIERDA”, escribe el Hautor con mayúscula, como si gritara, y se larga de la clínica dental con el mismo dolor de muelas
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