Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración: Maggiorini.
Edición 434 – julio 2018.
Si mi impresora tuviera tinta, les juro que mi cuarto estaría nuevamente empapelado con fotos de Luis Miguel como cuando tenía quince años (yo, no él). Por diosito santo que ya tendría las portadas de Busca una mujer, Veinte años, Aries y hasta el de Navidades con Luis Miguel pegadas en mi pared para acostarme y despertarme ante sus preciosos ojos. Hasta mañana, miluismi; buenos días, miluismi.
Qué desgracia que ya no vendan revistas con pósteres desplegables.
¿Vieja ridícula? Por supuesto, pero es que cuando una es fan adolescente lo es hasta que se muere. Yo he visto señoras de más de 60 en conciertos de Raphael, Serrat y El Puma y, créanme, los gritos son como de los bichos chillones de Jurassic Park. Al espectador le da vergüenza ajena, pero a las susodichas les da igual. Se agarran de las manos y gritan, gritan, gritan; la garganta súbitamente rejuvenecida de puro amor al ídolo.
Podemos ser señoras honorables en todos los demás aspectos de nuestras vidas, pero en cuanto se nos da la oportunidad de ver a la estrella con la que lanzamos nuestros primeros suspiros volvemos a ser esas que gritaban ante la televisión puesta en Siempre en Domingo y ensayábamos las coreografías como si la vida se nos fuera en ello.
Yo a Luis Miguel nunca lo he olvidado —¡¿cómo podría?!—, pero estaba en ese último cajón donde guardo las cartas de mis amiguitas del colegio, la tarjeta plástica con relieve que me regaló el chico que me gustaba y mis primeros vergonzosos poemas. La serie de Netflix sobre su vida ha abierto el cajón de todas las señoras de Latinoamérica y salieron volando las letras de las canciones —que no hemos olvidado ni un poquito—, las fotos que besábamos con labiales de purpurina y los casetes que escuchamos tantas veces que la cinta se adelgazó y la voz fue desapareciendo. Ay, Luis Miguel, ese pelo tuyo, casi símbolo fálico, que te agarrabas para nuestro delirio. Ay, Luis Miguel, esa sonrisa con los dientes separados, epítome de la belleza. Ay, Luis Miguel, esa voz cuando cantas “tú la misma de ayer, la incondicional” (mi Spotify no puede creer que esté escuchando esto). Ay, Luis Miguel.
En este instante, ahí donde mires, te encuentras histéricas fans adolescentes disfrazadas de madres, ejecutivas y mujeres que usan crema para pieles maduras. Qué locura, nos tienen embobadas. Domingo a domingo vamos encontrándonos con ese chiquillo tan nuestro y a la vez tan desconocido. Vemos a su padre, el temible Luisito Rey, hoy enemigo público número uno de toda Latinoamérica, explotándolo, maltratándolo, utilizándolo y drogándolo con anfetaminas desde niño para que no se durmiera en los espectáculos. Vemos a su primer amor, la fotógrafa Mariana Yazbek, suertudísima perra, rompiéndole el corazón (dicen las malas lenguas que lo cambió por el director de cine Alejandro González Iñárritu) y recibiendo en venganza la canción Culpable o no. Vemos a la madre, una italiana preciosa y buena, a quien Luisito —¿por qué lo seguimos llamando en diminutivo si era un monstruo?— maltrataba, engañaba, y, aún no sabemos, quizá hizo desaparecer. Lo vemos enfiestándose de lo lindo, gozando de ser el Sol de México, pero también sufriendo la traición de su padre, que le robó sus primeras ganancias, y la extraña pérdida de su mamá adorada. Luis Miguel ama, Luis Miguel sufre, Luis Miguel es glorioso, imposiblemente guapo.
La serie tiene todos los ingredientes para ser una telenovela de éxito, pero, además y por sobre todo, va sobre Luis Miguel, o sea, va sobre nosotras, sobre la parte más luminosa del crecer: nuestros despertares.
Viendo las reacciones de todos mis contemporáneos —métanse a Twitter cuando la serie está emitiéndose— y de mis amigas —no se imaginan los signos de exclamación y corazones que intercambiamos por WhatsApp—, a veces me pregunto si lo que extrañábamos era a Luis Miguel o a nosotras mismas cuando lo más importante de la vida era ser una loca fan enamorada.