¡Dios existe!

Por Francisco Febres Cordero.

Ilustración: Mario Salvador.

Edición 444 – mayo 2019.

Firma---Pajarito

Creo que ya lo conté: uso mi celular casi exclusivamente para realizar y recibir llamadas. El “casi” se debe a que de vez en cuando me salgo del libreto y, por ejemplo, tomo algunas fotos que, sumadas, apenas llegan a veinte al año. Y no las comparto: solitas van a parar a un cosa que se llama Galería y ahí reposan, sin que nadie cometa la indiscreción de ver a mis nietos corriendo, el arupo florecido en medio del jardín o la dignidad que conservaba el Brandy en su vieja vejez, ladrando por una muerte piadosa. Sin embargo, para mi sorpresa, un día recibí en mi teléfono un álbum —que descendió desde la nube— en que había una minuciosa selección de cinco fotografías de esas pocas que, suponía, nadie más que yo las había visto. Las fotos venían acompañadas de un texto en que Dios (imagino que es Él quien está en la nube) me deseaba una feliz Navidad.

Desde entonces, cada vez que me atrevo a usar el teléfono como cámara de fotos me pregunto si la escena que capturo le gustará a Dios y la incluirá en la selección del nuevo álbum que me enviará intempestivamente.

Lo nuevo es esta otra historia divina: en mi auto nuevo instalaron un sistema de monitoreo por medio del cual otro Dios (tan omnipotente y tan omnipresente como su colega telefónico) sabe exactamente el trayecto por donde voy, la velocidad que imprimo, la distancia que recorro, los frenazos y los acelerones bruscos que realizo. Luego de cada trayecto, Dios me envía un reporte minucioso sobre mi manera de conducir y, con una meticulosidad de quien es dueño del orden, la moral y las buenas costumbres viales, me califica de manera tan justa (supongo) como inclemente, sin posibilidad de remisión ni consideración de mi propósito de enmienda. Unas veces, por su infinita bondad, la calificación que recibo me hace merecedor a sentarme a su diestra y otras me condena a los estertores del infierno.

Con esto, cada vez que subo al auto elevo una plegaria para que ese Dios, por solo este viaje, por solo este trayecto, sea compasivo y no me baje puntos por haber frenado bruscamente cuando —¡juro por lo más sagrado!— regularmente aplasto el pedal con la misma delicadeza, con la misma sumisión con que de niño le pedí a otro Dios que me trajera una bicicleta por mi cumpleaños. Pero todas mis súplicas resultan vanas: en no sé cuál segmento del trayecto sobrepasé el límite de velocidad, aceleré bruscamente o frené de golpe. ¡Dios, qué torpe soy, qué pobre criatura, qué insignificante, qué incapaz, qué incompetente! Tanto, que no merezco estar entre los ángeles y arcángeles que integran el seráfico universo de los conductores, sino apenas en el de los peatones o, peor todavía, de los pasajeros de bus.

¿Y Dios verá también que a veces —solo a veces— dejo una basura en el auto, no sacudo cotidianamente las moquetas y, mientras conduzco, busco en el dial una mejor música, hablo solo y, contraviniendo los principios del evangelio automovilístico, suelto una palabrota? Ignoro si esas maléficas acciones también serán tomadas en cuenta el día de mi juicio final.

El teléfono y el auto, pues, me han llevado al convencimiento de que Dios existe y, aunque no lo veamos, nos vigila y nos premia o nos castiga según su Santa Ley, tan férrea como inescrutable.

 

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