Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración: María José Mesías.
Hace unos días llegó a mi pantalla de celular un video de aquellos pocos que circulan por la red y que, curiosamente, sí valen la pena. El audio de fondo era de Carl Sagan —el grande Carl Sagan— y la imagen era simple: lo que parecía ser un rayo solar con un minúsculo punto blanco en el medio. El resto, la insondable vía láctea, el universo más oscuro y misterioso aún. El punto blanco, el planeta Tierra visto desde millones de kilómetros de distancia.
Sagan, en el trasfondo, habla de nuestra pequeñez en el universo. Añade que la Tierra no es más que una partícula de polvo en el cosmos y, que al mismo tiempo, es lo único que los seres humanos con certeza conoceremos. Ni Marte ni la Luna, vecinos algo cercanos, formarán parte de nuestra cotidianeidad como para migrar y así en algún momento resolver los problemas creados por la humanidad al medio ambiente terrenal.
Todo lo que sabemos: personas, conocimiento, alegrías, dolores, amores, desamores, arranques, encuentros, preguntas, guerras, conquistas, religiones, teorías, certezas, dudas, todo absolutamente todo pertenece a los confines de este punto de polvo del universo.
Y aun así, creímos durante siglos que éramos el centro de todo, un universo fabricado para nuestra recreación. Muy megalómanos y arrogantes nosotros, pensando que este metro cuadrado cósmico tenía realmente algo de relevancia dentro de la gran perspectiva de las cosas.
Resulta un tanto escalofriante cómo la humanidad, por medio de la religión y otros mecanismos, se ha encaramado en la ficción de la trascendencia, mientras el polvo cósmico del que estamos hechos bien podría ser esto: partículas minúsculas intrascendentes y contingentes que existen entre millones de otras partículas que bien pudieran existir o no.
Visto desde la distancia de las estrellas y los lentes del telescopio Hubble, nuestros egos hinchados y orondos sí que se ven como inmensas caricaturas cargadas de ridiculez e ironía. La ironía de sentirnos tan importantes, tan humanos, tan particulares, sobre todo tan indispensables y superiores, tanto como especie como individuos. Cuántas guerras libradas en nombre de nuestra supuesta grandeza, cuántos muertos por nuestra supuesta particularidad y posesión de la verdad total, cuántas luchas inútiles entre aquellos escogidos y no escogidos para dominar aquel relato ficticio de la historia contada desde los poderosos.
Nuestros afanes, luchas, sueños y miserias son invisibles desde el lente del Voyager 1 —nave lanzada hace 37 años y que ya atraviesa, aunque por poco tiempo más, el espacio interestelar— desde allí no se detecta a los sabelotodos, a las vacas sagradas, tampoco a los que quieren someter a sus pueblos por sentirse especiales dentro del azar universal, a los escogidos, a los iluminados, tampoco a los olvidados, a los que sufren porque no tienen ni alimento ni cobijo para sus hijos.
Desde la inmensidad, todo es irrelevante. A los posibles universos paralelos, a los agujeros negros y a la oscuridad profunda del cosmos, muy poco les importamos. Por eso Sagan, en esta cortísima reflexión, apela a la generación de una mayor empatía entre seres humanos durante este paso transitorio y misterioso. A eso podríamos añadir que, las más de las veces, andamos carentes de humildad ante lo insondable. Porque vistos a la distancia, somos minúsculos puntos, a quienes nuestra total arrogancia hizo que olvidáramos lo inconmensurablemente enanos que somos.