
Tenía veintiséis años cuando, casi por azar, me encontré con el libro de un autor ecuatoriano. Hasta entonces no me había encontrado con literatura ecuatoriana que me entusiasmara demasiado o, en otras palabras, que me reflejara. Lo poco que había leído me resultaba aburrido y forzado; a veces interesante, incluso bello, pero lejano. Cuando agarré ese libro ya no lo solté. Al fin encontraba personajes con los que me identificaba, personajes que hablaban como yo, conflictos cercanos a los míos, y pude reconocer la misma ciudad que yo habitaba.
Enseguida pensé que quería ser amiga de ese autor, busqué su perfil en Facebook, pero claro, este autor era tan chévere que no tenía Facebook. Me quedaría con la pica de conocer al autor de Hablas demasiado.
Semanas más tarde recibí un mail en el que me pedían información sobre las locaciones de una película que yo había hecho. Lo necesitaban para un libro en proceso. Quien me escribía no me conocía personalmente pero había visto mi película y le había gustado, entonces había conseguido mi correo y me había escrito. Sincronicidad junguiana. Porque, obvio, esa persona era Juan Fernando, el autor de Hablas demasiado, y tiempo después me invitó a escribir una columna en la revista con la que yo siempre había fantaseado publicar, esta revista que usted ahora mismo tiene en sus manos.
Escribía en cuadernos enormes que guardaba en cajones. Luego empecé un blog y la cosa se puso un poco más seria. Es verdad eso que dice Borges: publicar sirve para ponerle fin a los textos. Publicar es casi la única manera de concluir un texto que, de no ver la luz, podría permanecer eternamente mutando en la cabeza y en las libretas de apuntes.
Cuando vi mi primera columna publicada en la revista, acompañada de una ilustración, el corazón me saltaba de felicidad. Publicar en la revista significaba que los pensamientos que volaban por mi mente y terminaban convertidos en palabras tenían validez, que lo que escribía atrás de las facturas o en agendas viejas o en Facebook podía convertirse en un relato digno de ser publicado y digno de ser leído. Creo que el principal hallazgo al escribir en la revista fue ese, el derecho a escribir o la certeza de que yo podía escribir.
Escribir esta columna significa tener un tiempo sagrado para mí, un tiempo donde solo existimos el texto y yo, y es válido darles forma a mis pensamientos más mínimos, más íntimos, a esos detalles para los que a veces no hay interlocutor. Significa darle un lugar a mi voz interior. Significa, también, la maravillosa posibilidad de recordar.
Con el pretexto de escribir las columnas, he vuelto a encontrar los detalles de mis casas de infancia, la luz de mis primeros trabajos, los rostros de mis primeros amigos. Tal vez si no hubiera escrito sobre ellos los hubiera dejado ahogarse en mi inconsciente.
El libro hace al escritor o el escritor al libro. Sucede a veces que en un punto del relato el escritor se pierde en su historia y más bien es escrito por ella. Así mismo puedo decir que no solo escribo en Mundo Diners, sino que también escribo por Diners, gracias a Diners. La columna mensual significa la posibilidad de ser leída, es decir, de encontrar cómplices, seres humanos que han llorado y se han reído con las mismas cosas. Y eso no puede ser más gratificante porque significa, al menos por un momento, estar menos sola.