Comienzos de abril, nada menos. A estas alturas, luego de seis meses de columnas y supuesta dieta, no he conseguido la meta. Peso menos, pero no lo suficientemente menos. Digamos que yo esperaba, pasados estos seis meses, usar la ropa que me resisto a botar porque ya me quedará de nuevo. Cuando uno baja de peso, dicen, el cambio de apariencia no se nota de un día para el otro, tienen que pasar seis meses para que pueda señalarse. Pues bien, en mi caso, esos meses ya pasaron, pero el cambio sigue sin notarse porque sigue sin existir.
Mi error, uno de varios, han sido los premios. Como paso de los cuarenta años, pero actúo como si tuviera más de sesenta, no me premio con fiestas ni bailes ni paseos, nada que ver, cuando siento que debo celebrar algo (una buena noticia en el trabajo; un logro personal; la regalada gana de celebrar) pienso en qué voy a comer para darme un gusto, una recompensa, y luego pido exactamente lo que se me ocurre: sin importar lo excesivo o chancroso que sea. Y no es que tenga motivos para festejar todos los días, mucho menos tres veces al día, pero atragantarse una o dos veces por semana basta para mantener la saludable y seductora figura curvilínea.
Esto me viene de familia. No recuerdo, ni de niño ni de joven ni de adulto, alguna celebración familiar que no tuviera como desenlace una gran comida. A veces, incluso, como al interior del hogar promedio, se organizan paseos alrededor de la comida; es decir que se escoge el destino que tenga, al lado, a la mano, o no muy lejos, un buen lugar dónde comer. Cuando, por ejemplo, tengo discusiones con mi padre y le reclamo por no gastar su dinero en placeres para él y para mi madre, el hombre me responde categórico: tu mamá y yo hemos comido en los mejores restaurantes de este país.
Esto, que me viene de familia, lo aplico de forma individual dentro del ámbito laboral. Digamos que escribo un libro y necesito el favor de una portada. Llamo a un amigo cuyo trabajo he admirado siempre, un amigo que seguramente me debe a su vez un favor, y le pido que me de una mano. Apóyame, le digo. Él acepta, nos reunimos un par de veces, conversamos por Zoom, y sacamos el proyecto adelante. La próxima vez que lo vea, y esto se lo aseguro, lo llevaré a comer donde se le antoje y que pida lo que quiera, yo invito, qué diablos. Mi amigo, el diseñador, me mira con una sonrisa resignada, y me dice: tú pagas con comida, eso ya lo sé, te prometo escoger un lugar que no sea tan caro, pero pedimos una jarra de sangría. Lo que tú quieras, le digo.
Pagar con comida no me parece la peor forma de pagar, menos ahora que la tendencia dicta salir de casa a buscar experiencias, ya no cosas. La comida también es una cosa, en el sentido de que se consigue, generalmente, a cambio de una suma de dinero; se compra como se compraría cualquier otra cosa (y cuesta más cuando, por razones místicas, el panadero ha hecho masa madre con las cenizas de su difunta mamá o cuando, por motivos absolutamente lamparosos, el chef te cuenta que esas hortalizas que estás a punto de tragar fueron sembradas y cosechadas con amor). Es una cosa pero se vende como una experiencia. Da igual.
Durante años, sobre todo en restaurantes de alta gama y especialmente cuando fui como invitado, miré la columna derecha del menú y escogí lo más caro. No me arrepiento. Todo lo contrario, lo haría y lo haré de nuevo, aunque ya no siempre. Es el único consejo gastronómico que puedo dar: pide lo más caro. Ya vendrán no la edad pero sí el momento de llegar hasta la página que indica las ensaladas, buscar la que no incluya crutones, ni queso, ni carnes curadas, nada divertido, y cerrar la carta sólo para decir: de beber, agua sin gas, por favor. Yo estoy en ese momento. Sé que, contra el peso, contra la tentación de una celebración que ocurra todos los días, hay algo que puedo hacer: mirar hacia la izquierda, buscar la ensalada (si me invitan, la pido con salmón) y seguir con mi vida. Como en una novela que, al corregirse, va perdiendo palabras, ya no se trata de qué se pone sino de qué se quita. Hago este sacrificio con la esperanza inútil de que ese espacio, el que van dejando libre los atoramientos y las pizzas de medianoche, pueda ser ocupadopor emociones superiores.