El acuerdo lo firmó el régimen que más persiguió a la Iglesia católica.
Gran paradoja de la historia ecuatoriana es que la dictadura de Federico Páez, el régimen que más persiguió a la Iglesia católica desde la Revolución Liberal, fuera el que firmó el arreglo definitivo con el Vaticano para detener el hostigamiento y establecer las relaciones de la Iglesia con el Estado, inexistentes desde inicios de siglo.
Nadie puede predecir cómo se comportará alguien que accede al poder absoluto. Ingeniero estudiado en Europa, Federico Páez era muy conocido en Quito y tenía fama de persona agradable y ocurrente, un verdadero “chulla quiteño”. Pero apenas tuvo el poder en sus manos se volvió autoritario, reprimió a los conservadores, luego a los liberales y por último a los socialistas, grupo este último al que decía pertenecer.
Intentos de confiscación

Páez había sido ministro del fugaz régimen de Antonio Pons, que duró solo un mes, y “ascendió” a jefe supremo el 26 de septiembre de 1935. Con ello, el ejército pasó de supuesto defensor de la Constitución, cuando se opuso a la clausura del Congreso y precipitó la caída de Velasco Ibarra (en agosto), a contumaz violador de esa Constitución, respaldando a un dictador en toda regla.
Blanco prioritario de Páez fue la Iglesia, a la que quitó no solo sus bienes, sino hasta su personería jurídica. No es que antes no sufriera embates, sino que bajo esta dictadura se extremaron. ¿Fue decisión del ejército encargar a Páez ejecutar sus planes más extremos contra el catolicismo? Hoy existe un consenso entre los estudiosos de la historia militar ecuatoriana de que la fragilidad del ejército y la débil respuesta a la invasión peruana de 1941 se debió, entre otros factores, al sectarismo imperante en los mandos castrenses en los años treinta, lo que les distrajo de sus funciones esenciales. Por ello dos de las más firmes doctrinas militares de las últimas décadas han sido no abanderizarse en política y no permitir la afiliación a sociedades secretas.
Ni bien empezó su dictadura, Páez se lanzó contra los conservadores y contra la Iglesia. Ordenó la prisión y destierro de Jacinto Jijón y Caamaño, director del partido, acusándolo de dirigir una conspiración para tomarse el poder, pretexto por el que, además, clausuró el diario El Debate y mandó a empastelar su imprenta. Ese primer destierro de Jijón sería de cuatro meses, pero al año siguiente lo volvería a desterrar, y esta vez no solo a él, sino al subdirector, Mariano Suárez Veintimilla, y al secretario del directorio, Luis Alfonso Ortiz Bilbao, que debieron pasar un año lejos del país.
Con el arranque del año escolar, Páez puso la mira en las escuelas y colegios católicos: cerró algunos, negó permiso para otros y puso trabas al funcionamiento de los demás.
Su siguiente medida fue aún más dura: prohibió las manifestaciones externas de culto e, incluso, calificó como delito la mera exhibición de las imágenes sagradas en fachadas o balcones de las casas particulares. Esto tenía aplicación inmediata pues, por la fiesta de Cristo Rey, en noviembre, las familias colocaban en sus balcones las populares imágenes del Sagrado Corazón de Jesús.
Lo que Páez no esperaba era la enérgica reacción del arzobispo de Quito, Mons. Carlos María de la Torre, a través de una variedad de iniciativas: sermones, exhortaciones y cartas pastorales, pero también convocatorias a actos religiosos públicos y declaraciones de prensa. El prelado respondió una por una las medidas de Páez.
La disputa fue en aumento: el jefe supremo expidió en octubre un decreto disponiendo que todos los bienes de la Iglesia católica, incluidos templos, conventos, edificios de escuelas y colegios, pasaban a propiedad del Estado, aunque permitía “a los actuales poseedores continuar a cargo de los mismos”, mientras “se reservaba el derecho de entregarlos en administración a otra persona cuando lo juzgase conveniente”.
El 4 de diciembre dictó un decreto estableciendo el divorcio por mutuo consentimiento, que podía ser expreso o tácito, siendo este último la separación por tres años seguidos. La Iglesia, por supuesto, reaccionó, y los obispos y varios grupos católicos, pero también diarios laicos, como El Telégrafo, criticaron la medida.
Un nuevo manifiesto de De La Torre a fines de noviembre condenando las políticas gubernamentales recibió la adhesión de los católicos del país, mediante remitidos en los periódicos y en hojas volantes suscritos por cientos de personas. Páez, a su vez, se encolerizó con la militante oposición del arzobispo pues, como diría Manuel María Pólit Moreno, cura de San Blas, el dictador veía cómo muchos hombres de fortuna que se consideraban “dignos” se humillaban ante él y creyó que lo mismo iba a acontecer con De la Torre, pero este jamás se calló.
Páez lanzó entonces un ataque a fondo: mediante decreto de 18 de diciembre de 1935, privó de toda personería jurídica a las comunidades religiosas, las parroquias y a las propias curias diocesanas. Era, supuestamente, la interpretación obligatoria de la Constitución de 1906, que había eliminado a la Iglesia como entidad de derecho público.
El desafío era fenomenal y dio lugar a pronunciamientos conjuntos de la jerarquía y otra vez a manifiestos firmados por miles de ciudadanos católicos, que protestaron también por despojos de bienes (unas tierras aquí, unas vacas allá, unas limosnas acullá) de varias parroquias y santuarios. “¿Con qué objeto presentar a V. Excia. ningún reclamo si sé de antemano, por propia experiencia, que, por justo y fundado que sea, no ha de ser atendido?”, decía De la Torre en una carta abierta a Páez. “Con todo, queda todavía al inerme y oprimido derecho un supremo recurso: la protesta”.
La presencia del representante papal
Meses de estos encontrones hicieron crecer en el Gobierno la inquina contra De la Torre. Tanto que Páez pensó que también a él debía desterrarlo. Para preparar el ambiente hizo circular pasquines anónimos incitando al destierro. Pero Páez ni se imaginaba el rechazo que provocaría: una carta abierta de 15 de junio de 1936, firmada por más de dos mil hombres de Quito, proclamaba su decisión de “desafiar todo peligro y arrostrar todo sacrificio antes que consentir tamaño atentado”. Nuevos pasquines con insultos soeces contra el prelado recibieron la condena unánime, incluso de El Comercio, diario liberal, y El Día, socialista.
Cuando Páez se convenció de que desterrar al arzobispo causaría una reacción popular incalculable, maquinó otra de esas movidas que los dictadores, creyéndose omnipotentes, consideran inteligentísimas: contactar con el Vaticano por interpuestas personas para que el papa trasladase a De la Torre fuera del país.
Fue justamente ese contacto lo que aprovechó la Santa Sede para lograr un cambio en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. En efecto, pocas semanas después del pedido presentado a Roma, Mons. Fernando Cento, quien había sido nuncio en Caracas y había sido trasladado a Lima, como quien no quiere la cosa, pidió permiso para desembarcar en Guayaquil. Ya en el puerto, se entrevistó con el gobernador y le expresó que, dado que el ingeniero Páez quería conversar con un delegado pontificio, él estaba en el Ecuador para ello, como lo refrendó con la respectiva acreditación, así que, si Páez lo aceptaba, él podía viajar a Quito para conferenciar.
En la capital hubo sorpresa y satisfacción. El representante papal, el primero que llegaba al Ecuador en décadas, se trasladó por ferrocarril a Quito, donde fue recibido con una gran manifestación, que lo acompañó hasta su alojamiento, la casa de la familia Álvarez Barba en la esquina de la plaza de San Francisco. Cento era un diplomático habilísimo. En los días siguientes se entrevistó sucesivamente con el canciller, Gral. Ángel Isaac Chiriboga; con el ministro de Gobierno, doctor Aurelio Bayas, y con el propio Páez. Ya con eso logró una suerte de tregua entre la jerarquía y el Gobierno dictatorial y, sin aceptar en ningún momento que el arzobispo de Quito fuera trasladado, entreabrió la puerta para iniciar las conversaciones sobre un arreglo definitivo de los problemas entre Iglesia y Estado.
Volvió a los pocos meses y presentó un borrador de Modus Vivendi, como se llama el tipo de acuerdo diplomático con el Vaticano, que presupone teóricamente un pacto provisional, mientras se llega al arreglo final de las diferencias.
El arreglo no fue automático. Se hicieron por lo menos siete u ocho proyectos de Modus Vivendi, que o fueron rechazados por el Gobierno o fueron objetados por la Santa Sede. Papel muy importante en las negociaciones tuvo el doctor Julio Tobar Donoso, a quien Cento escogió como su asesor legal.

Se firma el acuerdo
Las gestiones adelantadas en sus dos visitas lograron culminar en una tercera, siendo ministro de Relaciones Exteriores de Páez, Carlos Manuel Larrea, cuando Cento volvió ya con el carácter de plenipotenciario de la Santa Sede.
En los años siguientes Cento aseguraría varias veces que, si el titular de la Cancillería hubiera sido otro que Larrea, “difícilmente se habría llegado a donde se llegó”. Páez cumplió una condición de Cento antes de la firma: por decreto 212 restableció la personería jurídica a las instituciones de la Iglesia, desconocida dos años antes. Los desterrados volvieron y, aunque los diarios liberales y socialistas estuvieron en contra de cualquier arreglo con el Vaticano, este se firmó el 24 de julio de 1937. Cento de inmediato pasó a desempeñar las funciones de nuncio en el Ecuador.
El Modus Vivendi restableció las relaciones diplomáticas entre el Ecuador y la Santa Sede, y puso a salvo los derechos esenciales de la Iglesia: libre ejercicio de sus actividades, capacidad de establecer y dirigir planteles de enseñanza, crear diócesis, tener conventos, congregaciones religiosas y demás organizaciones e instituciones; el derecho exclusivo de la Santa Sede para nombrar obispos y, por último, el reconocimiento de la prioridad del nuncio apostólico como decano del cuerpo diplomático.
El convenio adicional estableció, entre otras disposiciones, que, en lugar de las pensiones individuales que los religiosos venían recibiendo cada mes del Estado desde 1908 cuando se incautaron los bienes de las comunidades (la congrua, como se llamaba), el Estado entregaría la suma global de un millón y medio de sucres.
Mons. De la Torre no negó el aplauso a Páez y lo hizo por nota del 7 de agosto. Este gesto caballeroso del arzobispo de Quito, tan vejado por Páez, es más de destacar porque los textos del Modus Vivendi y su convenio adicional no fueron de su entera satisfacción. Aunque instruyó a todo el clero y a los obispos del país el acatamiento al instrumento firmado y jamás dijo en público nada en su contra, se sabe que en comentarios a personas muy íntimas expresó que lo conseguido no reconocía todos los derechos de la Iglesia y que la compensación económica tampoco era digna.
Cento, al referirse a esta indemnización global, dijo que “se había sacrificado lo material por lo espiritual. Se ha tenido en cuenta la situación del país, ya que sirven para obras benéficas los bienes que pertenecían a las comunidades religiosas”.
La ratificación del Modus Vivendi fue hecha por Páez el 26 de julio y por Pío XI en agosto del mismo año. Su entrada en vigencia significó, a pesar de los roces iniciales por su aplicación exacta, el inicio de un nuevo período para la Iglesia ecuatoriana.
Por cierto, la dictadura de Páez no duró mucho más. Tres meses después, el 23 octubre de 1937, las Fuerzas Armadas lo obligaron a renunciar bajo graves acusaciones de corrupción, y pusieron en la Jefatura Suprema del Estado al general Alberto Enríquez Gallo, su ministro de Defensa. El nuevo procurador de la Nación pidió la prisión de Páez; este se refugió en la legación chilena y a altas horas de la noche se fugó a Colombia. Y a pesar de que casi es un deporte nacional repudiar los tratados, ningún Gobierno lo ha hecho con el Modus Vivendi, que ya ha durado 85 años.