Guayaquil es puerto principal y una ciudad caliente, está acostumbrada a recibir extranjeros que usualmente se enamoran de su gente y sus costumbres. Caminar por el malecón es una tradición que trasciende el tiempo; aun en su peor época, cuando estaba lleno de basura y era medio peligroso, las familias iban para disfrutar de la brisa de la ría.
El malecón ofrece colores, olores y sabores. Durante muchos años fue el destino de fotógrafos que parecían retratos vivos de antaño, hombres congelados en el tiempo que seguían tomando fotos con una cámara de inicios del siglo XX; también para los más románticos estaban los caricaturistas que en pocos minutos hacían retratos de niños o adultos y los vendían en poco dinero.
Hace poco fui a recorrerlo en busca de mis recuerdos. Quería encontrarme con las burbujas de colores en el ambiente, sopladas por un vendedor informal; tenía ganas de una manzana acaramelada y tal vez de una foto para la posteridad, pero me encontré con un guardia que me tomó la temperatura, me roció las manos y brazos con alcohol, mientras me recordaba que hay que respetar el aforo.

Entré a mi malecón con una sensación de soledad y desasosiego; miraba a los lados y parecía un lugar fantasma, a pesar de que casi era mediodía y el sol era tan fuerte que en otro momento ya me hubieran ofrecido una botella de agua o un jugo de naranja los vendedores ambulantes que, pese a tener prohibida la entrada, siempre se las ingenian para saltar la reja y entrar para ganarse su sustento diario; buscaba y miraba, pero no aparecía nadie, hasta que lo vi.
Un hombre de mediana estatura, sentado en una silla blanca de plástico, absorto por completo en un papel al que le hacía trazos constantes. Tenía una caseta pequeña repleta de imágenes al carboncillo y una pequeña silla de madera junto a él donde reposaba una caja con lápices de colores; fue volver en el tiempo, no todo estaba perdido, había sobrevivientes del pasado.
Me acerqué con discreción y le pregunté qué dibujaba “una escena que representa un versículo de la Biblia”, me dijo, “es un pedido”, aclaró. Me quedé un rato mirando su facilidad para que en pocos trazos aparecieran rostros, expresiones y escenas que cobraban vida mientras empezaba nuestra charla.
Ricardo Benalcázar tiene 52 años y es guayaquileño, lleva once años trabajando como caricaturista en el malecón: “Vine de Estados Unidos y no encontré trabajo, me di cuenta de que aquí ejercían el arte de pintar en carboncillo y contacté a un amigo que era parte de la asociación que tiene permiso para trabajar en el malecón, le pregunté si necesitaban a alguien que pinte. Ellos me invitaron a sus reuniones, yo fui, y ellos me dieron chance”.
Siempre he creído que la vida nos empuja hacia direcciones que tal vez no entendemos al principio, pero con el paso del tiempo comprendemos que esos giros cambiaron nuestro destino. ¿Por qué se fue a Estados Unidos? Le pregunté un poco sorprendida porque me había contado que vive con su mujer, dos hijos y que había trabajado en la revista Vistazo, diario El Universo y revista La Otra. “Me fui en el año 2000 cuando el sucre se cayó, tuve que salir como inmigrante indocumentado, estuve diez años allá, pero creí que las cosas ya estaban bien para volver”.
Aunque al llegar las cosas no estaban tan bien, no perdió la esperanza, llegó a formar parte de la Asociación de artistas del malecón, que le abrió una puerta de trabajo y una fuente de ingresos, pero este guayaquileño nunca dejó de trabajar.
El calor aumentaba y usar mascarilla siempre incomoda, pero Ricardo seguía entusiasmado hablándome sobre el arte y el diseño: “Mi papá quería que yo fuera arquitecto porque me encantaba el dibujo, pero no tuvo el dinero para pagarme la carrera, así que estudié en el colegio de Bellas Artes y luego aprendí diseño gráfico; es que no solo me dedico a hacer retratos, también libros para algunos amigos de imprentas y ahí hago mis cachuelitos”. El artista vive en Mucho Lote 1, se levanta muy temprano, desayuna con su familia y a las 10:00 ya está trabajando en su puesto cerca del parqueadero Aguirre dentro del Malecón 2000.
Ricardo dice que el sol o la lluvia pueden ser molestosos al momento de trabajar al aire libre, pero que ya se ha acostumbrado y se siente seguro. Sin embargo, considera que es necesario no limitarse solo a dibujar: “Mis amigos no implementan el trabajo de diseño gráfico, yo lo aprendí en el colegio de Bellas Artes, pero de forma manual porque en la época que era estudiante, en el 89, no había tanta facilidad para tener computadoras en la escuela; luego trabajé en revistas e imprentas, y ahí lo fui aprendiendo poco a poco. Es necesario implementar para ofrecer algo mejor”.
Lo miro y veo sus ojos negros brillar de emoción cuando habla de sus dibujos; su piel está tostada por el sol, y luce impecablemente vestido, gesticula poco y sonríe cuando cuenta la anécdota de haber pintado a Óscar de León.
“Él vino más o menos en 2011, yo recién empezaba aquí. Se sentó y me dijo: ‘¿Tú sabes quién soy yo?’. Ni idea, ni me interesa, le respondí por molestar; casi se va, pero le dije que era broma y se quedó. Usaba un sombrero grande tejido y me dijo: ‘Yo soy el mejor cantante de Venezuela’, y la verdad es que no sabía quién era hasta que se sacó el sombrero y me dijo: ‘soy Óscar de León’”.
Mientras lo cuenta vuelve a vibrar; por primera vez en toda nuestra charla gesticula mucho, se ríe duro y muestra sus pequeños dientes en una sonrisa que hace que sus ojos se vuelvan pequeños y llenos de chispa; me enseña el retrato que se quedó como recuerdo de la visita.
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Conversar con Ricardo Benalcázar fue un viaje a la memoria de una ciudad que sigue evolucionando, que dejó partir a sus hijos cuando hasta la moneda nos abandonó, y que no se permitió la derrota ni en los momentos más duros de la pandemia, cuando la muerte nos cubría y las esperanzas se diluían.
Luego de dejar atrás el camino de árboles que me llevó a este encuentro, me quedo pensando que, aunque el malecón no tiene el movimiento que tuvo, la vida sigue ahí, como dice Cortázar: “La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”, y creo que eso representa a los dibujantes de parque que siguen avanzando a pesar de la adversidad. Espero que en mi próxima caminata encuentre alguna manzana acaramelada.