La casa de muñecas de Ramón Gómez de la Serna
En el número 4 de la calle Velázquez de Madrid existió, en los años veinte, un torreón cuya cima la ocupaba un gabinete tan extraño como el del doctor Caligari. Su ocupante respondía al nombre de Ramón Gómez de la Serna.
Figura impresionista, este hombre enjuto y de mirada socarrona hizo lo posible para que su vida y obra se fusionasen. Así, llenó su estudio, igual que los libros, con espejos, figurinas africanas, manuscritos y maniquíes.

El coleccionismo de Ramón no era banalidad, sino que respondía a la convicción de que las cosas, igual que la gente, tienen espíritu. Esta premisa la aplicaba a lámparas, pisapapeles y, con mayor razón, a su fetiche favorito: muñecas de tamaño real.
Hubo dos: la primera ―“entrañable, dramática, fascinante”― murió por “irreparable rotura” y fue reemplazada por una belleza parisina con expresión de Gioconda. Su nacimiento y viaje desde Francia costó una herencia, poco considerando que esa criatura sería la compañera en tertulias y noches en vela.
El material con el que la fabricaron era el mismo de las alas de Ícaro, de modo que un exceso de calor podría causarle una muerte monstruosa; Ramón, por eso, se esmeró en alejarla de las incendiarias manos de cualquier codicioso.
En el torreón de Velázquez ―hoy, Wellington Hotel & Spa―, la muñeca de cera gobernaba sobre un laberinto incongruente en apariencia, pero que para su dueño era una fuente de inspiración y cada objeto, una fruta cuyo zumo era la poesía.
Su muñeca fue el símbolo del amor, aunque no de aquel que llega al éxtasis, sino del que se transforma en una fiebre insatisfecha por tratarse de una promesa incumplida o, en definitiva, una sombra de la felicidad.
Cercana geográficamente, la musa se encontraba en un universo espiritual distinto y Ramón, por eso, la aprisionó con letras: sus mejores greguerías salieron del torreón, inspiradas en aquellos objetos que, pese a no tener una sola célula, poseían, gracias a la literatura, más vida que todos los hombres del planeta.
Borges y el puñal

Borges dijo en varias ocasiones que espejos, tigres y puñales le provocaban una extraña mezcla de atracción y repulsa. Al menos en el último objeto, la razón quizá se remontaba a los tiempos en los que se reunía con la abuela Frances para hablar del coronel Francisco Borges.
Él y ella se casaron en 1871, época terrible en la que Paraguay, Argentina, Brasil y Uruguay, con fronteras no del todo claras, se hundían en lagos de sangre, viviendo en medio de una epopeya con episodios de crueldad y heroísmo.
Al coronel lo hirieron dos veces, sin embargo, ni en estos extremos se retiró del campo de batalla. Era conocido por su arrojo, inteligencia y honor, cualidades que, de todas maneras, no liberan a nadie de su encuentro con el destino.
En 1874 el Partido Nacionalista, liderado por Bartolomé Mitre, y el Autonomista Nacional con Nicolás Avellaneda se enfrentaron en las elecciones presidenciales argentinas; la victoria fue para el segundo y, pese a la diferencia amplísima, hubo rumores de fraude.
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Los mitristas prepararon una insurrección que condujo a una serie de escaramuzas, siendo que en la batalla de La Verde el coronel Borges se topó por fin con la muerte.
Los ejércitos de Mitre superaban en número de tropas a los gubernamentales, pero el armamento de estos era mucho mejor —fusiles de marca Remington—. Entonces, fue inevitable dar la orden de retirada.
Borges, furioso, contravino el mandato y con su sable desenvainado, cargó hacia el enemigo. Los tiros parecían gotas de una tempestad, la mayoría pasó a su lado, excepto dos. No volvió a levantarse. Sus últimas palabras fueron para el general Mitre, a quien encomendaba las vidas de Frances y sus hijos.
El abuelo era para su nieto la imagen del valor y su espada, el arquetipo de la vida y la muerte, pues como protege a su dueño, también puede aniquilarlo. El puñal tiene características similares y fue la temática preferida del escritor por su cercanía con el mundo de las estancias y los gauchos.
En sus textos el arma despoja al hombre de su naturaleza para transformarlo en la esencia de un universo en conflicto, donde vida y muerte no son contrapuestos, sino partes de un todo.
El cuchillo, sin embargo, fue forjado para destruir y Borges pensaba que cualquier otro uso era degradación. Al mismo tiempo, esa arma pequeña requiere que los combatientes se aproximen tanto que el momento definitivo es muy similar al de un abrazo tan fraternal como eterno.
Más allá de la metafísica, el argentino escribió que el metal del cuchillo provoca escalofríos al entrar en contacto con la piel porque contiene sed de sangre, deseo que se ha transmitido de una generación a otra desde que lo fabricaron por primera vez.
Así, este y otros fetiches se desparraman por libros de todo tiempo, pues su relación con el humano es mucho más fuerte de lo que quisiéramos admitir.
Desde que se empezó a domesticar rocas para convertirlas en herramientas, nuestra especie desarrolló una relación de simbiosis con los objetos, en la que los creamos y luego permitimos que nos transformen.
Para los artistas esto es mucho más sutil: una cosa deja de ser simplemente útil para ser estética y, al mismo tiempo, inspiradora de un concepto nuevo, dotándola de un alma o, lo que es lo mismo, de poesía.