Dulce y amargo: el descubrimiento de la insulina

Un niño y un milagro

En enero de 1922 un muchacho de catorce años con el cabello ondulado y oscuro ingresó al área de cuidados intensivos del Hospital General de Toronto; flaco ―apenas 63 libras― y tan pálido y desganado que parecía haberse resignado a la muerte. Sus médicos sabían que la diabetes tipo 1, por entonces sin tratamiento, lo iba a aniquilar en cuestión de semanas o, con suerte, meses.

El nombre del adolescente era Leonard Thompson y su vida se resumía a una sucesión de crisis que, en dos años, le habían hecho perder prácticamente la mitad de su peso, condenándolo a postrarse en su cama o la de algún hospital por la falta de fuerza para levantar su cráneo de la almohada.

Leonard Thompson, primer paciente en recibir insulina. El 15 de diciembre de 1922 pesaba 15 libras, luego del tratamiento con insulina, el 15 de febrero de 1923, pesaba 29 libras.

Sin embargo, frente al centro médico, un equipo de investigadores trabajaba desde hace un par de años en cierto tratamiento novedoso, enfocado en una hormona extraída del páncreas de perros y terneros, la insulina.

El equipo de científicos era de cuatro hombres: los médicos Frederick Grant Banting y Charles Best, además del bioquímico James Collip; todos bajo la supervisión del profesor de fisiología, John MacLeod. Los dos primeros, que hasta entonces solo habían probado la insulina en perros diabéticos, decidieron inyectársela el uno al otro para averiguar posibles efectos adversos. No hubo problemas, fuera de una hinchazón inocua en el brazo, concluyendo que era posible usarla en humanos.

El 11 de enero los médicos de Hospital General vieron con asombro a esos dos hombres, aparentemente extraídos de alguna película de terror alemana, internarse en el hospital en busca de Leonard Thompson para inyectarle la hormona aislada, conscientes de que su ingestión no tenía efectos. El muchacho, lejos de mejorar, tuvo una reacción alérgica severa.

El tratamiento se suspendió por unos días hasta que James Collip logró desarrollar una versión de insulina purificada con alcohol, la que le administraron al paciente una vez más el 23 de enero. En esta ocasión el resultado fue magnífico: sus niveles de azúcar habían descendido de modo considerable y no se presentó rechazo en el organismo. Era un milagro en toda regla.

Sin embargo, Collip vio que la insulina en animales sanos resultaba letal por un choque hipoglicémico que los aniquilaba luego de espantosas convulsiones. Su bálsamo era tan puro que, así como una dosis precisa era la salvación, el exceso significaba la muerte.

En cualquier caso el mundo de la medicina se estremeció: la enfermedad podía tratarse con algo distinto a una dieta inhumana, capaz solamente de retrasar el epílogo catastrófico.

Charles Best (izq.) y Frederick Banting (der.).

Ciencia y vanidad

Banting, antes de la insulina, había fracasado como pintor e incluso en su carrera al regresar a Canadá, una vez terminada la Gran Guerra. Por eso, cuando se convirtió en ganador del Nobel de Fisiología y Medicina en 1923, sin haber cumplido los 35 años, debió sentir el alivio de una revancha. No fue así.

Los periódicos le anunciaron que el comité les había entregado el premio a él y a MacLeod conjuntamente, atribuyendo a ambos el descubrimiento de la insulina. Banting que, desde hacía tiempo, estaba temiendo que quisiesen “usurparle” la que consideraba “su” investigación, vio confirmarse su miedo.

Ambos científicos tuvieron una serie de roces desde el inicio. El carácter desconfiado de Banting y la generosidad condescendiente de MacLeod provocaban choques de distinta clase: desde la imposición de compañeros de trabajo, como el caso del entonces estudiante de Medicina, Charles Best, hasta disputas por la falta de coherencia en los informes.

La crisis empezó a salirse de control cuando Banting fue incapaz de presentar su investigación ante la Sociedad Estadounidense de Fisiología en Yale: paralizado de terror, balbuceó hasta quedarse mudo por la imposibilidad de hilvanar ideas y datos. Entonces, MacLeod tomó la palabra y pudo concluir la conferencia de modo exitoso; se llevó los aplausos, por supuesto.

Envase de insulina del laboratorio de la Universidad de Toronto, etiquetado en 1923.

Al interior del equipo las cosas tampoco iban bien: Collip se había negado al inicio a informar el secreto de su éxito en la fórmula que administraron a Leonard Thompson y Banting hasta lo amenazó con una golpiza para que hablase.

El Nobel solo agudizó el problema, pues al entregárselo a él y MacLeod, quedaban excluidos Collip y Best, quien se indignó de inmediato. Ni siquiera el ofrecimiento que le hizo Banting de entregarle la mitad del premio pudo apaciguarlo y, más bien, se sintió insultado. MacLeod, por otro lado, compartió su mitad con Collip, pero el rompimiento del equipo ya era irreversible.

Por lo demás, la patente de la insulina que estaba a nombre de los dos médicos y el bioquímico se vendió casi enseguida a la Universidad de Toronto por la cifra simbólica de un dólar.

Collip se marchó a Edmonton para tomar una cátedra y continuar con sus investigaciones sobre endocrinología, mientras MacLeod regresó a Escocia, su patria, para convertirse en profesor de la Universidad de Aberdeen hasta su muerte en 1935.

Best y Banting continuaron compitiendo por la paternidad del descubrimiento y los honores que conllevaba hasta la muerte de este último en un accidente aéreo en 1941, cuando trabajaba como enlace entre los servicios médicos británicos y estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial.

Charles Best, desde entonces, hizo lo posible por borrar los nombres de MacLeod y Collip, procurando que el tratamiento con insulina solo se lo atribuyesen a Banting y, sobre todo, a él.

No importa ser el primero

Dieciséis años antes de que Banting y Best empezasen a trabajar bajo la supervisión de MacLeod, en Alemania un médico de nombre George Ludwig Zuelzer demostró que extractos pancreáticos podían utilizarse para reducir los niveles de azúcar en perros con diabetes. En 1908 incluso empezó a investigar su efecto sobre humanos, obteniendo resultados relativamente positivos, aunque también reacciones alérgicas.

El alemán se percató de que estas se debían a la impureza de la hormona y, en su solicitud de patente ―llamó al extracto Acomatol―, explicaba que era posible usar alcohol para superar el problema. Posteriormente, de la mano de la compañía farmacéutica Hoffmann La Roche trabajó en un producto mucho más puro que, no obstante, produjo convulsiones y la muerte en los perros que lo recibieron, acaso por sobredosis e hipoglicemia.

La Primera Guerra Mundial interrumpió los estudios de Zuelzer, quien siguió pensando que la muerte de los animales se debía aún a la impureza de la insulina. Luego, aparecieron Best y Banting, obligándole a cambiar los laboratorios por las revistas donde defendía su preeminencia.

En 1916 otro científico también investigó la hormona secretada por el páncreas y obtuvo resultados similares a los de Zuelzer: el rumano Nicolae Paulescu. Por la guerra solo logró publicar su hallazgo cinco años después, aunque la patente del extracto ―pancreína― se hizo efectiva el 10 de abril de 1922, es decir, un año antes de que lo consiguieran Best, Banting y Collip con la insulina.

Sin embargo, Paulescu quedó en el olvido por cuestiones políticas: sus escritos antisemitas y, sobre todo, el hecho de ser uno de los fundadores de la Unión Nacional Cristiana ―cuyo programa se enfocaba en la expulsión de los judíos a Palestina, la persecución de masones y el internamiento de gitanos en campos de trabajo― lo convirtieron en un paria hasta los años sesenta, cuando el mundo occidental llegó a enterarse de sus experimentos, luego de practicar arqueología sobre revistas europeas de los años veinte.

Best, celoso como siempre de su prestigio, desestimó a Zuelzer y Paulescu, explicando que no importa el orden de llegada en la ciencia, sino la capacidad de convencer al mundo sobre la utilidad de un descubrimiento. En su opinión ni el alemán ni el rumano tuvieron éxito en dicha materia.

El científico continuó manipulando la historia para eliminar el nombre de cualquiera que pudiese amenazar su triunfo. Y por un buen período lo consiguió, solo el paso de los años ha otorgado cierta reparación moral a la lista de científicos que estuvieron tras la terapia milagrosa.

La historia de este descubrimiento es el resumen de la humanidad: una lucha constante contra los elementos y contra sí misma para sobrevivir. Las victorias, fracasos y hasta la vanidad son parte del pavimento sobre el que camina nuestra especie, de modo que no es posible hablar de ellos desde el maniqueísmo, pero sí desde el aprendizaje. Al final nuestro poder creativo implica esperanza y también una tremenda incertidumbre por las incógnitas que nos propone el universo.

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