Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Edición 419 – abril 2017.
He decidido que quisiera vivir, al menos temporalmente, en cualquier país de la Europa nórdica donde la política no copa el 100% de la escena pública. ¿Han escuchado de aquellos países donde sus ciudadanos ni siquiera conocen el nombre del presidente de la república y no por ignorancia, sino porque el sistema realmente funciona más allá de las personas? ¡Qué liberación! No vivir enganchados a las noticias esperando la denuncia del día, soportando la adrenalina propia de estar siempre al filo de la navaja, porque en cada evento político se libran apocalípticas batallas finales entre el mal absoluto y el bien absoluto. Vivo —vivimos— crónicamente infestados de la política en nuestra vida, contaminados al extremo, sin más tema de conversación u horizonte que el festín público. ¡Qué agotamiento!
Luego de diez años en que la política se volvió omnipresente como el mismísimo Dios, invadiendo nuestros almuerzos familiares, rompiendo amistades y lazos, tertulias de trabajo, y hasta la paz conyugal, ¡vaya que necesitamos un respiro! ¿Se imaginan el descanso intelectual y espiritual que supondría no preocuparse más de si la libertad de expresión está en riesgo (porque en serio está garantizada y en vigencia), si los derechos de los indígenas son vejados (porque nadie va a la cárcel por manifestar su disidencia), si un funcionario se tragó (literalmente) la evidencia de las coimas recibidas, si el otro escondió billetes en el techo, si el candidato x planificó el feriado bancario o si él vivió la vida de los ricos y famosos en Ginebra, financiado con nuestro aporte personal?
Ayer me levanté, tomé mi teléfono como todas las mañanas para enterarme si es que algún tsunami político había sucedido entre las diez de la noche y las seis de la mañana, y me encontré como 509 mensajes políticos sin leer…
Por eso decidí que merecemos como país un poco de tedio colectivo. Aburrirnos como ostras con nuestros políticos, porque nadie levanta polvaredas ni alimenta nuestras más bajas pasiones con arengas constantes y tampoco porque se encuentra en toda esquina de nuestras vidas: en cada estación radial, canal, mensaje en el teléfono, cada día, cada sábado, cada año, cada década. Aburrirnos, porque nada cataclísmico está a punto de suceder: no se refunda el país con cada período ni cambian las reglas de juego cada seis meses. Aburrirnos porque las cosas marchan sin sobresaltos. ¿Es mucho pedir?
Es que vivimos una coyuntura en que la política se ha convertido en una gran hipérbole. Solo pensemos en que durante una década tuvimos un presidente tan parlanchín, que habló aproximadamente 1 600 horas para el público. Un monólogo interminable, digno de aparecer en los récords Guinness. Pero, además, consideremos que, si él habló durante 1 600 horas, nosotros, su público, hablamos, escribimos, discutimos sobre él otras tantas, tanto sus seguidores como sus detractores. Como resultado, nos volvimos monotemáticos, fijados en el pro y el anti, con los horizontes limitados y sin temas de conversación. ¡Insufrible! En ese trecho, poco a poco, dejamos en el olvido las tantas otras dimensiones humanas. No conversamos de cine, somos analfabetos literarios y la cultura anda en duermevela. A más política, más atontados nos fuimos poniendo como sociedad. Eso es lo que sucede cuando todo en la esfera pública resulta de vida o muerte.
Por eso nos deseo desconexión, un poco de distancia y bastante más de perspectiva. Que ninguna batalla sea definitoria. Que la vida política deje los altibajos y sobresaltos, y que algún día disfrutemos de la delicia previsible de avanzar por una planicie poco emocionante.