EDICIÓN 485

¿Qué lleva a un grupo de pacientes a alquilar un ataúd vacío y organizar una misa para decirle al Estado que cualquiera de ellos podría ser el próximo en ocuparlo? Crónica de las enfermedades raras y la tortuosa búsqueda de medicinas.
Un ataúd vacío reposa sobre una mesa cubierta por un mantel blanco bordado a la entrada de la Catedral de Quito. Pacientes de enfermedades catastróficas, raras o huérfanas ―y sus familiares― piden a Dios sus medicinas. El Estado se las debería dar, eso dice la Constitución; pero se lo han pedido tanto, sin recibir respuesta, que ya no le creen.
Los asistentes se mantienen con los ojos cerrados y las manos juntas, arrodillados o sentados en sillas de ruedas.
Termina la misa. Seis personas cargan el ataúd y lo ponen en medio de la Plaza de la Independencia. “Cualquiera de nosotros puede ser el siguiente en estar ahí dentro”, dicen los pacientes mientras cargan carteles que rezan “tenemos derecho a la vida”, “nuestros niños están muriendo”, “hipertensión pulmonar, exigimos medicinas”
El féretro, esta vez, no fue al cementerio. Fue devuelto a la funeraria que les prestó a los organizadores del evento.
—Al Estado le resulta más barato que estemos muertos— dirá días después, por teléfono, Gabriela Garcés, líder de la Alianza por la Salud, conformada por 33 asociaciones que juntan a personas que padecen lo mismo.
Está el grupo de las inmunodeficiencias, del cáncer, de enfermedades renales, pulmonares. Entre ellos se ayudan, se apoyan y se cuentan.
El Ministerio de Salud no sabe cuántos pacientes hay en el país.
—Por más que haya pedido formalmente, no le van a dar ese dato, porque no lo tienen —dice Félix Galarza, presidente de la Federación Ecuatoriana de Enfermedades Raras—. Nunca se ha hecho un registro. Por eso, cada organización va haciendo su propio inventario.
Galarza dice que pidieron incluir en el último censo una pregunta sobre enfermedades raras, pero no lo hicieron. Que siguen siendo invisibles a pesar de que, según sus cálculos, el 8 % de los ecuatorianos sufre alguna enfermedad rara, y el 4 % una enfermedad catastrófica, lo que significa más de un millón de personas.
Lupita es una de ellas.
***

Lupe Hortensia Camacho está sentada en la sala de espera del segundo piso del Hospital del día del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS), junto al Mercado Mayorista, al sur de Quito. El ginecólogo grita su nombre. Lupita se levanta y, antes de entrar a la consulta, saca un espéculo plástico de su cartera que compró a dos dólares porque el IESS “no tiene los insumos”.
Lupita tiene miastenia gravis, una enfermedad autoinmune que afecta a cuatro de cada cien mil personas.
Según la OMS, existen ocho mil enfermedades raras en el mundo, de esas, 106 se han detectado en el país hasta 2013. Es el dato oficial más actualizado.
Con la miastenia gravis los músculos pierden fuerza, empezando por los párpados. Sin medicación, Lupita no puede levantarse de la cama, sus ojos se cierran y puede llegar al coma, como hace cinco años.
Lupita tiene 34 años, la mitad de su vida ha vivido con este diagnóstico. Antes de eso, la internaron varias veces en el sanatorio Lorenzo Ponce, en Guayaquil, porque creían que tenía trastornos psiquiátricos.
—No me voy a olvidar de los gritos, especialmente en la noche. Yo sabía que no debía estar ahí, que todo estaba bien en mi cabeza, que era algo de mi cuerpo.
Casi por cumplir la mayoría de edad, Lupita se fue a un cafenet y googleó sus síntomas. Es la primera vez que leyó “miastenia gravis”. Abandonó las citas al psiquiatra y se vino a Quito, sola, para ver al único médico que había tratado esa enfermedad en el hospital Eugenio Espejo.
—El doctor ya era viejito, no sé si seguirá vivo. Solo me vio y dijo: “Usted tiene miastenia gravis. Debe tomar Mestinon de por vida. No se le hará fácil encontrar”.
Lupita va diecisiete años lidiando con la falta del medicamento.
—Si yo he empeorado ha sido porque no tomo regularmente el Mestinon —dice Lupita.
Ese fármaco mantiene los músculos activos. Lupita debe tomarlo cada cuatro horas. El frasco de veinte pastillas cuesta cincuenta dólares y le dura tres días. “Haga la cuenta”, dice Lupita. Hacemos la cuenta. Son quinientos dólares cada mes.
Lupita tiene dos hijos, de cuatro y doce años. Su esposo es mensajero y gana el sueldo básico que en el Ecuador es de 425 dólares. De arriendo pagan —cuando pueden hacerlo― cien mensuales, por un pequeño departamento al sur de Quito, en un tercer piso (Lupita no debería subir gradas).
Para recibir atención médica en el IESS, debe estar afiliada voluntariamente, porque no tiene trabajo, aunque lo busca con desesperación. La afiliación voluntaria cuesta 75 dólares mensuales. Un pariente cubre ese rubro, pero hace una semana le informó que ya no podrá seguir apoyándola.
Aun así, Lupita sube en el ascensor al séptimo piso de otro edificio del IESS, en la avenida Colón. Se acerca a la recepción y saca varios papelitos blancos mal cortados con nombres manuscritos en tinta azul. Son las citas que le dan los médicos. Uno de esos papeles dice que un especialista la debe revisar para controlar un derrame pulmonar que tuvo hace cinco años, secuela de una crisis que desarrolló por no tomar Mestinon.
Juan Robledo, su mejor amigo, el padre que no tuvo, su confidente argentino que contactó por Facebook en una red internacional de pacientes con miastenia gravis, le mandó, por años, el fármaco desde Argentina; hasta que una regulación de ese país impidió mandar medicinas al exterior. Lupita dejó de tomarlo. El día 150 sin la pastilla se desmoronó en un bus. La llevaron al hospital Eugenio Espejo y la operaron de emergencia. Luego de la cirugía, se le llenaron los pulmones de sangre y agua.
—He sido muy fuerte —dice Lupita con los ojos cristalinos entre los asientos blancos de plástico del séptimo piso del IESS—. La próxima cita le dieron para tres meses más tarde.
En casa quedaron sus dos hijos solos. Lupita regresa al mediodía, con los párpados caídos, aviso de que debería tomar la siguiente dosis. Pero no lo hará, porque no tiene muchas pastillas.
—Antes tenía la manía de contar el frasquito, ahora prefiero no saber cuántas me quedan, dice Lupita.
La botella que está media llena, o medio vacía, la trajo un familiar desde España.
—Pero no siempre quieren hacer el favor —se lamenta Lupita—, porque suelen retenerles en la aduana. Ahí se pierde la medicina y el dinero.
Juan Robledo le mandaba ánimos y a veces, dinero. Hace dos años, murió por covid.
—Yo dependo de las personas que me quieran ayudar —dice Lupita—. Por eso no me voy del departamento, a pesar de que me cuesta subir las gradas. La dueña de casa es muy buena. En pandemia nos dejaba comida. Creo que le daba pena nuestra situación, especialmente por los niños.
Lupita habla más pausada. Me coge del brazo para cruzar la calle. El Mestinon está dejando de tener efecto.
Si no se saltara una sola dosis, el organismo de Lupita se estabilizaría y casi no tendría síntomas. Pero la realidad es diferente. Lupita toma el fármaco cuando puede.
Lo que más odia de los quehaceres del hogar es colgar la ropa, porque demanda un gran esfuerzo de brazos, cuello y ojos.
Lupita llega a la entrada del pasaje donde está el departamento. Va a cocinar una sopa para sus hijos. Comienza a ver doble. Cuando pasa eso, cocina de lado, o cerrando un ojo.
—Uno busca las formas de acomodarse —dice Lupita mientras se despide recordando que lo que para el Estado es solo una lista de fármacos para ellos es la vida.
***

—Para mí una gripe puede ser mortal —dice Carolina Cantuña, de 35 años, quien representa a la Asociación de Inmunodeficiencias Primarias de la Fundación PIDE, y padece una patología que no permite que el organismo produzca anticuerpos.
Carolina estuvo en la misa del ataúd vacío a pesar de que, sin tratamiento regular, no debería estar en sitios públicos porque podría contagiarse de cualquier agente infeccioso.
Son alrededor de cien pacientes a nivel nacional, varios niños. Para vivir necesitan un sustituto de la inmunoglobulina humana. Cada frasco vale entre 1600 y 1800 dólares. Necesitan tres frascos por mes.
En el Ecuador las medicinas son más raras de hallar que las mismas patologías. Según el Ministerio de Salud, existe un desabastecimiento general de fármacos del 32 %, incluidos varios de los utilizados para enfermedades raras.
Por eso, los mismos pacientes mandan a traerlos del extranjero, de contrabando y a precios exorbitantes. Es común que vendan sus casas, autos o hagan préstamos para extender su propia vida o la de sus familiares.
—Tengo el caso de una persona que acaba de hacer un préstamo a tres años para tener un mes de medicinas, ¡un mes! —dice indignada Carolina.
***

“Tú te puedes morir por el sodio más que por la enfermedad”, le dijo a Gabriela Fuerte uno de sus médicos favoritos.
Gabriela tiene veintisiete años, hace diez le detectaron un tumor cerebral. A los diecisiete años fue presidenta del consejo estudiantil y abanderada del colegio. Semanas después de esta designación, Gaby, como la llama su familia, comenzó a dormirse en clases. “De gana le pusimos de abanderada, si ha sido una vaga”, dijeron algunos profesores.
Luego vinieron los dolores de cabeza, cada vez más frecuentes e intensos y, al final, el vómito. Imparable. Escandaloso.
En el parque frente a su casa, del barrio el Belén de San Juan de Calderón, al norte de Quito, Gaby, con una voz muy bajita, recuerda que los dolores eran más seguidos de lo que le decía a su mamá, pero se aguantaba “para no asustarla”.
Mariela le pedía dinero a su marido para la tomografía que le pidió un doctor.
“Ha de ser depresión. De gana vas a gastar”, le dijo su exesposo.
—Pero yo sentía que era otra cosa —recuerda Mariela—. Cogí el dinero de la comida y a escondidas llevé a Gaby a hacerle el examen.
A los tres días le dieron el resultado. Gaby tenía una masa de 3,5 centímetros en la mitad de su cerebro. Fue atendida de emergencia en Solca, el hospital oncológico más grande del país. Extraer el tumor era demasiado arriesgado. Pasó un año hospitalizada y con sesiones de radioterapia que le dejaron secuelas de por vida. Una de ellas es que los niveles de sodio son muy inestables y su organismo no lo puede regular. Si se le sube o se le baja el sodio, su cerebro puede sufrir un shock mortal.
Para evitarlo Gaby debe usar, pasando una noche y de por vida, Desmopresina, un espray nasal. Cada frasco cuesta cincuenta euros y le dura un mes. Hace varios años está descontinuado en los hospitales públicos. Tampoco hay en farmacias privadas.
Además, perdió la memoria a corto plazo, y su madurez cerebral se vio alterada. Hoy es como una niña de ocho años.
—¿Sabes cuál es mi mejor curva?— pregunta Gaby, para responder inmediatamente—: ¡mi sonrisa!
Tiene un sentido del humor envidiable. Es muy fácil imaginarla como presidenta de un consejo estudiantil. Sin embargo, el último año de bachillerato lo pasó entre radioterapias, sueros y enfermeras.
—Tenía miedo de lo que pasaba en mi cabecita —dice Gaby—. Me olvidé de todo. Me gradué con dibujitos.
Para ayudarla la enviaron al hospital los exámenes de fin de colegio, que fueron hojas con consignas como “pinte el arcoíris” o “dibuje un osito”. Así, Gabriela Fuerte se graduó.
Gaby está estable debido a que tiene controlado el sodio. Pero le queda apenas un frasco de Desmopresina. El fármaco le suelen enviar amigos de España, cuando pueden. También se prestan entre enfermos o los heredan. En Solca Gaby compartió la habitación con un chico de su edad con el mismo diagnóstico. Sus madres se pusieron en contacto. Años después la madre del joven se comunicó con Mariela para contarle que su hijo había muerto y que le mandaría los quince frascos que le quedaron.
—Así hay angelitos —dice Mariela que va con Gaby todos los sábados a la reunión de Jóvenes Contra el Cáncer, dirigido por el doctor Gustavo Dávila.
—En las reuniones todo es risa —revela Mariela.
Gaby la mira y suelta una carcajada, como recordando uno de los mejores chistes.
—¿Quieres saber cuál es la barra del grupo de Jóvenes Contra el Cáncer?
—Claro.
—Oso, oso, oso, mi equipo es canceroso —y vuelve a soltar la risa.
Mariela la mira con mucha ternura.
—Mi mamá es hermosa —dice Gaby—. Cuando estuve en el hospital, creía que ella era dios. Después me di cuenta de que era solo mi mamá —vuelve a sonreír, pero de inmediato la inunda la nostalgia—. Sin mi mamá, yo no estaría aquí.
Mariela dice que una de las cosas que siempre le pide a Dios —además de conseguir las medicinas de su hija— es que Gaby nunca se olvide de ella.