
Su ilusión de toda la vida era ser orador: un hombre de voz poderosa, retórica hábil y argumentos sólidos, capaz de litigar con éxito ante los jueces y, tal vez, de emprender una carrera política prolongada y triunfal. La oratoria —él lo sabía— era lo suyo, lo que le apasionaba, lo que le daba sentido a su vivir.
Pero, contrariando su vocación, su voz, que era apagada y vidriosa, se quebraba con facilidad en cuanto trataba de levantar el tono porque sus pulmones se quedaban sin aire. Para colmo, su elocución era pobre, con un defecto tan notorio en la pronunciación de la letra ‘r’ que embarraba toda su habla y la volvía torpe y hasta incomprensible. Pero su decisión era inquebrantable: sería orador.
Para su ciudad, Atenas, eran tiempos revueltos. Sí, el siglo V antes de Cristo era una época de desdichas, porque con la epidemia del año 431 y la derrota militar frente a Esparta habían llegado el abatimiento y la declinación, a pesar del talento de sus pensadores (que habían creado la filosofía), de sus políticos (que habían diseñado la democracia), de sus dramaturgos (que habían escrito tragedias eternas) y de sus científicos (que habían hecho avances asombrosos en varias disciplinas).
Es que después del liderazgo esclarecido de Pericles —a quien la peste se había llevado en medio de sufrimientos atroces—, Atenas no había tenido ningún dirigente que la condujera con arrojo y lucidez. Del Siglo de Oro ya sólo quedaban añoranzas.
Pero había algo más: en el norte, en torno a la vieja ciudad de Pella, los macedonios habían establecido un Estado fuerte y unificado, bajo la guía de un rey, Filipo II, que había asumido el trono en el año 359 y había expandido sus dominios con una rapidez intimidante.
Macedonia era un reino en pleno florecimiento, admirado en varias de las ‘polis’ por partidarios convencidos de que tan sólo un soberano como Filipo sería capaz de detener el declive del mundo griego y, más aún, de llevar la cultura helenística —la más avanzada que el mundo hubiera conocido— por todo el Mediterráneo, la Europa continental y, quizás, el Cercano Oriente y la Mesopotamia.
Por supuesto, el rey macedonio también tenía adversarios y detractores. Uno de ellos era el joven Demóstenes quien, además de estar dispuesto a vencer sus limitaciones y llegar a ser un orador de fuste, anhelaba reparar el espíritu público de sus conciudadanos y volver a situar a Atenas en el centro del mundo griego y de su cultura espléndida.
Sabía que con su voz endeble y su dicción pedregosa no llegaría muy lejos. Tenía que adquirir potencia y claridad. Y debía armar bien sus frases, darles impacto, modular sus tonos y acompañar sus oraciones con gestos apropiados y rotundos. Le faltaba todo, pero le sobraba voluntad.
Y cada día, con la persistencia de los elegidos, trabajó la fuerza de su voz y la claridad de su expresión: ensayaba discursos poniéndose pequeñas piedras debajo de la lengua, recitaba largos poemas mientras corría por la playa y trataba de que la potencia de sus gritos apagara el sonido de las olas del mar.
Cuando estuvo listo se dedicó a refutar con el ímpetu de su oratoria el afán hegemónico de los macedonios. A Filipo, su rey, lo combatió sin tregua (fueron las célebres “filípicas” de las que nació un sustantivo que sigue vivo) y sus discursos trepidantes repercutieron a lo largo y ancho del mundo griego. Llegó a ser el orador más célebre de su tiempo. Y acaso el más famoso jamás habido.
Pero su combate fue inútil: el sistema de las ciudades-Estado griegas estaba en declinación vertiginosa y ya nada pudo detener la expansión de Macedonia. Nada, ni siquiera la muerte de Filipo, en el año 336, durante las fiestas por su quinto matrimonio. Y es que a Filipo le sucedió en el trono su hijo, quien llevaría las fronteras del imperio hasta los Balcanes, Egipto, el Asia Menor, el Cercano Oriente, Persia y la India, nada menos, y pasaría a la historia como Alejandro Magno.
Incluso cuando Alejandro murió, en el año 323, tras una vida corta, vibrante y arrolladora, Demóstenes siguió oponiéndose a la supremacía macedonia. Sufrió persecución y exilio. Cuando estaba por ser capturado, en el año 322, prefirió —como Sócrates— envenenarse con cicuta. Mientras agonizaba dio un discurso final. Murió como quiso siempre vivir: lanzando sus ideas al viento.