Del techo al lujo, dos décadas a través del tren criollo

Del vértigo de viajar sobre los vagones en los noventa al lujo del Tren Crucero en 2014. Crónica que retó a la seguridad, hace casi dos décadas, y gozó de la comodidad durante estos días.

Por Galo Vallejos Espinosa

Fotos Ministerio de Turismo y Galo Vallejos

Eufóricos, nos instalamos en el techo de aquel vagón de tren sin pensar en el peligro. Inquietos, porque únicamente pensábamos en divertirnos. Precavidos, ya que en nuestras mochilas al hombro cargábamos las que pomposamente llamábamos provisiones para cinco o más horas de viaje. Todo, sin las más mínimas seguridades.

Apenas había miedo o, por lo menos, quien lo tenía trataba de no mostrarlo. La adrenalina en pos de ir a la más “exclusiva” localidad del tren hizo que madrugáramos para estar en la estación del tren de Chimbacalle, enclavada en el sur de Quito. Todos, o casi todos, compañeros de aulas en la universidad, llegamos minutos antes de las siete de la mañana, dispuestos a obtener los aparentemente más codiciados lugares del tren, en una sociedad con poca o nula cultura de viajar en ese medio de transporte, como era el Ecuador de mediados de los años noventa. Y lo logramos: copamos, dichosos, el techo de uno de los vagones de aquel tren jalado por una locomotora que se veía entrada en años, aunque, por lo menos por el escándalo que hacía y por la fuerza que imprimía para jalar a los vagones, todavía  lucía vigorosa, siempre humeante.

Era una mañana quiteña, fría, como las que solían darse en enero, cuando en Quito todavía imperaba un clima más bien templado-frío en esa época del año, antes de que se empezara a hablar tanto del calentamiento global que ha salpicado con los años a la ciudad. Mientras nosotros no parábamos de hablar a gritos, hacernos bromas o reír a carcajadas de las ocurrencias del otro, los turistas extranjeros, en su mayoría angloparlantes, arribaban a los andenes sobrios, impasibles, con la ropa de turista que se ha impuesto desde aquel tiempo: camiseta de mangas largas de algodón, pantalón de lino con bolsillos, zapatos de trekking o excursionismo. Parsimoniosos, entre los foráneos eran más bien pocos los que buscaban treparse al techo; en su mayoría, se ubicaban en los cómodos asientos al interior del tren.

Con un cielo nublado y que anunciaba lluvia partimos. Del pan, sándwich o cualquier bocadillo previsto a manera de desayuno pasamos, rápidamente, a la ingesta de cerveza, primero, y del entonces célebre Trópico, después. Al ser alrededor de dos decenas de impetuosos y sedientos jóvenes, las de dos jabas de la bebida de moderación y cuatro botellas de licor que habíamos logrado llevar circularon ágil y vigorosamente. Por lo menos a mí y al grupo de compas que estaban cerca nos dejó a punto, al tiempo que  divisábamos los verdes y esplendidos páramos que el tren recorría por el sur de Pichincha y el norte de Cotopaxi.

Al son de las palabras “cuidadooo con el puente”, todos nos sentamos y a muchos el alma se nos regresó al cuerpo. El cambio repentino de paisaje, del verde del campo al negro del interior del túnel, se convertía en una suerte de sensación psicodélica con los tragos encima. Los hombres, en general, nos quedamos en silencio, mientras las chicas promedio lanzaban chillidos de miedo y emoción a la vez.

A unos metros de donde un grupo de amigos y yo nos debatíamos entre el vértigo y la grandilocuencia del entorno natural, tres atractivas mujeres, que debían pasar con dificultad de los veinte años —al igual que nosotros—, nos miraban divertidas. Les ofrecimos cerveza que aceptaron sin reparos. Quien escribe esta crónica y otro estudiante de Comunicación de aquellos años se dedicaron  a charlar con las chicas las tres horas siguientes que duró el viaje. Ellas, alumnas de Agronomía, animaron aún más nuestro trayecto; es más, con una de ellas acordé salir días después… y lo hice, pero esa ya es otra historia.

Luego del frío y del viento helado del inicio, pasamos al sol canicular e inmisericorde que suele recorrer los parajes andinos antes, durante y después del mediodía, con una fuerza que nos deshidrató como a novatos que éramos. El sol, más la bebida ingerida, prácticamente nos noqueó. Llegamos a nuestro destino, la estación férrea de Ambato, casi seis horas después de haber salido de Chimbacalle, chuchaquis, muertos de hambre y de sed, pero contentos. Unos platos típicos en el mercado de la capital tungurahuense, más otras heladas, calmaron los estragos de aquella travesía en el techo del tren.

De todo aquello, ya han pasado casi dieciocho años, pero aún permanece en mi cabeza el sentir y el sonido —sobre todo el sonido— de ese viento helado sobre el techo del vagón que aruñaba las mejillas.

 

Entre turistas

Ya ataviado como periodista, y curioso del éxito del llamado Tren Crucero, me volví a subir a uno en este 2014, gracias a la cortesía de Ferrocarriles del Ecuador, Empresa Pública. Fue, por decirlo así, un viaje opuesto al de mi pasado universitario, en un entorno que, si lo comparo con mi experiencia anterior, nunca o con muchísima dificultad lo hubiera imaginado.

Se trata de un tren de lujo y, precisamente por ello, costoso (el precio para un viaje de tres noches y cuatro días del tren, desde Quito a Guayaquil, asciende a los 1 270 dólares por persona adulta). Por sus características, recibe sobre todo a turistas, especialmente provenientes de Estados Unidos, Canadá, Alemania, Inglaterra, Francia y más países europeos. Los ecuatorianos suelen también hacerse presentes, aunque en menor medida, me aseguró la tripulación del Crucero, que es criolla cien por ciento.

Con año y medio en las rieles, las anécdotas entre el grupo de ecuatorianos que atiende a diario en el interior de los vagones del tren a decenas de turistas son variadas. Sin embargo, una de las más recordadas es la del entusiasta viajero germano que decidió darse un lujo en las faldas del Chimborazo.

Convencido de las bondades que posee el macizo de seis mil trescientos metros de altura, el alemán se ofreció a comprar a Baltazar Ushca, el último hielero de la cima del país —quien es uno de los atractivos adicionales del trayecto—, toda la carga que ese personaje mostraba en esos momentos en la estación de la fría población de Urbina, a pocos kilómetros de Riobamba. Cinco dólares fue el costo. Feliz, el pasajero tomó el enorme paquete de hielo, envuelto en paja por Ushca, y se lo llevó al interior del tren. Ahí se lo entregó al barman y, publicidad boca a boca de por medio, invitó al resto de pasajeros a degustar su bebida preferida con hielo arrancado del punto más alto del Ecuador. La demanda fue alta para consumir ese producto único, se recuerda aún entre la tripulación del tren.

Ese fue uno de los días en que los tranquilos pasajeros que suelen visitar el tren se alborotaron. Por lo menos eso es lo que recordaba y me contaba Isabel Caisaguano, una guía de turismo riobambeña con una memoria privilegiada: dijo que se acuerda de los rostros de “todos” los pasajeros que ha guiado desde junio de 2013, cuando esta modalidad de lujo del recuperado sistema ferroviario nacional entró en marcha. Desde entonces ella empezó a laborar en el ahora producto estrella de este medio de transporte, que ha sido premiado y reconocido fuera del país.

¿En qué consiste? En por lo general un apacible y entretenido viaje a lo largo de la ruta original del tren que se terminó de construir a finales inicios del siglo XIX e inicios del XX, en cuatro vagones remodelados, y construidos especialmente para que un total de 54 personas viajen a sus anchas, con bebidas no alcohólicas y bocadillos ecuatorianos ilimitados. Con refrigerios a media mañana y media tarde, almuerzos con comida tradicional ecuatoriana en destacados restaurantes en medio de la ruta, así como hospedaje en lugares que vayan a tono con el tour.

La ambiciosa apuesta de la empresa gubernamental Ferrocarriles del Ecuador, que reemplazó a la extinta Enfe, hasta el momento ha sido exitosa. Sendas crónicas en diarios estadounidenses e ingleses, más reportajes en canales de televisión al otro lado del Atlántico lo han reconocido.

De ahí que obtener un cupo para el tren no es una tarea de un día para el otro porque, por lo general, sale totalmente lleno, con estadounidenses y europeos a la cabeza, la mayoría de ellos adultos mayores. Si alguien quiere viajar en el tren debe hacer una reserva con anticipación. Los ecuatorianos hasta el momento forman parte de algo así como el 40 por ciento de los pasajeros, de acuerdo a datos de la Feep.

 

Casualidad por la ruta

Durmiente tras durmiente, kilómetro a kilómetro, los pobladores de pueblos pequeños, que son quienes por lo general reciben a la línea férrea, salen a saludar al tren a diario. Madres con pequeños en brazos, niños, adolescentes, campesinos, altivos y bulliciosos perros mestizos y flacos, de todos los colores… En un ejercicio que una mujer anglosajona de avanzada edad me decía que le parecía maravilloso, único. Al tiempo que su esposo sacaba instantáneas con una sofisticada cámara, ubicado en la cola del último vagón del tren, donde los pasajeros se suelen aglomerar debido a las facilidades que presta esa localidad para mirar y fotografiar los paisajes.

Momentos después de conversar con la mujer, uno de los atentos colaboradores de la tripulación que suele atender a los turistas me hizo una señal para que me acercara. Me dijo que era conveniente utilizar la mediación de la tripulación para solicitar las entrevistas a los viajeros, en razón de la alta demanda de los medios de comunicación por encontrar testimonios y voces de los pasajeros, un hecho que me aseguró el colaborador del Tren Crucero no suele agradar a todos los turistas. Incluso, me reveló, que se habían dado quejas por escrito.

Sintiéndome algo limitado por el pedido, le comenté a esta suerte de azafato férreo que no veía el inconveniente porque el recorrido era sumamente tranquilo y los turistas lucían relajados y alegres mientras disfrutaban del paisaje, de las comidas nacionales que se sirven en uno de los vagones —el llamado Barroco, que tiene decoración de la época— y en general de la toda comodidad del Crucero. El colaborador de la tripulación, siempre amable, insistió y tuve que asentir con el mismo gesto.

Con el pasar de las horas el hombre, de edad madura y nacido en Guayaquil, pero con años de residencia en Estados Unidos y Europa, y con experiencia en atención al cliente en esos países, me confesó que en efecto el viaje suele ser bastante tranquilo, debido sobre todo a la gran cantidad de adultos mayores que pagan su boleto. Sin embargo, suelen suceder hechos que quedan en la memoria, como el de un turista australiano que, instalado en la cola del tren, llegó a ver, a la distancia, a un amigo de la juventud que trabajaba en los verdísimos campos que rodean Ambato; eufórico, incluso pensó en bajarse por la enorme casualidad de volver a ver a su camarada.

Es que el Tren Crucero se trata de una apuesta del Estado ecuatoriano para dar a conocer no solo la rehabilitación en tiempo récord del sistema férreo del país, sino su geografía, su clima, sus costumbres en general, me decía en el trayecto el responsable de la estatal a cargo del medio de transporte, Jorge Eduardo Carrera. Por los gestos y cortas frases que pude obtener al finalizar uno de los trayectos de parte de ciertos pasajeros, es bastante evidenciar el gusto que siente el viajero.

Sin embargo, y pese al riesgo, no se iguala a la adrenalina que corría por mi sangre veinteañera cuando viajé en el techo hace casi dos décadas, retando al peligro. Eran otros tiempos. Supongo que varios de los compañeros de la época, muchos prósperos profesionales, y junto con sus respectivas familias, ya se han dado el gusto de viajar en el Tren Crucero.

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