Del siglo pasado.

Por Milagros Aguirre.

Ilustración: Adn Montalvo E.

Edición 437 – octubre 2018.

Firma--AguirreSoy de esa generación que tiene un pie en el siglo XX y otro en el XXI. Pensaba, cuando era niña, que al llegar al año 2000 se acabaría el mundo. Y, cuando adolescente, que en el siglo XXI se arreglarían los problemas del mundo pues ya se habían hecho algunas conquistas: se acabaron las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo. La mujer había ganado varios espacios de poder. Los indígenas habían hecho su levantamiento por los 500 años de la conquista española y, por fin, eran tomados en cuenta en las decisiones políticas nacionales. Habían derribado el muro de Berlín (y a los turistas les vendían sus pedacitos como souvenir) y, luego del Holocausto, no podía concebirse la xenofobia en el mundo.

Además de haber estado del todo equivocada, como es natural, y de pensar, como los abuelos, que todo tiempo pasado fue mejor (en algunas cosas, claro), el XXI está siendo el siglo de la confusión. Ya decía el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio o la expulsión de lo distinto): “en los años ochenta la sociedad era consciente de que estaba siendo dominada, hoy, ni siquiera tenemos conciencia de esa dominación”.

La gente ya no se comunica: se conecta, que no es lo mismo. Ahí vamos por la vida, conectadísimos, pero incapaces de dirigirnos la palabra, de conversar, de compartir. Estamos solos, pero llenos de amistades virtuales a las que nunca podemos ver porque somos esclavos del tiempo, pero les llenamos de besos, corazones y caras felices por WhatsApp. No nos explotan… nos explotamos solos. Nos atiborramos, hasta el empacho y el agotamiento, de series de televisión (maratones para las que sí sacamos tiempo) mientras los jóvenes youtubers se hacen millonarios con pocas palabras y menos ideas, pero con muchos likes, que es lo que importa.

Creímos que la conciencia ecológica del siglo XX frenaría los desastres ambientales y, al contrario, hemos visto olas de basura en los mares del XXI. Creímos que se aboliría la intolerancia porque había llegado la democracia. Pero no fue así. Resulta asombroso, por ejemplo, que ante el drama de la migración venezolana, un grupo de ciudadanos ecuatorianos, luciendo la bandera bolivariana, es decir, el amarillo, azul y rojo, se pusiera a hacer porras a la… ¡xenofobia! (ras, ras, ras), como si esta fuera una digna señora.

Quienes saboreamos los finales del siglo XX nos creíamos herederos del peace and love de los hippies. Imaginábamos un futuro como el que cantaba John Lennon (Imagine) invitando a soñarlo. Queríamos ser libres y por eso salíamos pronto de la casa de los padres, a trabajar para construir la libertad. Hoy, los jóvenes no quieren dejar el nido hasta los treinta porque ahí, donde no hay ninguna responsabilidad, es donde está la libertad. Otros tiempos. O los mismos, diría Gardel, en su tango Cambalache.

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