Del hombre verde.

Por Anamaría Correa Crespo.

@anamacorrea75

Ilustración: María José Mesías.

Edición 435 – agosto 2018.

Firma--Anamaria-Correa

Sí, todas conocemos al viejo verde. El hombre sesentón o setentón que nos mira por unos segundos demás y quizá resulta inofensivo; en ocasiones, se aventura un poco más y, con la desvergüenza propia que viene con su edad, se dedica al coqueteo; en otras, ya directamente hace alguna propuesta inde­cente. Con todo lo patético que tiene el caso, creo que es momento de ampliar la categoría, tanto al viejo verde (que corresponde a sus años) como al hombre verde (sin diferencia alguna por edad), y desnudarlos un poco.

Les digo que es oportuno porque, aun­que suene un poco aventurado de mi parte, el fenómeno del hombre verde debe parar si queremos entornos profesionales menos tó­xicos para las partes. Además, como estamos en época de #metoo bien vale subirse a la ola y, a riesgo de que algunos lectores dejen de leerme por considerarme una “feminazi”, di­luir el color intenso del verde.

No sé si hablo por muchas, en todo caso hablo por mí y las innumerables ocasiones en las que, en un entorno profesional, el hombre verde ha emprendido su movida de seudo­conquista, ha hecho insinuaciones y yo me he quedado helada, inmóvil, en total negación de lo que está sucediendo. ¿Por qué? Porque en el entorno de trabajo uno no está a la de­fensiva y cree tontamente que los códigos que operan son otros. Me he sentido una novata incapaz de detener las audaces e indecentes movidas de la verditud, al menos con asertivi­dad y decisión. En ocasiones, el verde incluso me ha hecho cuestionar mi propia valía: a ver, me he preguntado, ¿estoy aquí por mi valor real o como objeto-reflejo del hombre verde que no puede aceptar su condición?

Por eso les digo que debe parar, porque creo que los hombres verdes pertenecen a un pasado que se resiste a quedar atrás y persiste porque esta tímida sociedad macondiana no termina de hacer el tránsito hacia una socie­dad de pleno reconocimiento de los derechos y deberes de ambos géneros. En medio de esta incipiente conciencia sobre la necesidad de que existan códigos de respeto, poderosos fantasmas del pasado aún nos merodean en busca de sus presas.

Está claro que en una sociedad como la nuestra, permisiva y normalizadora del ma­chismo y la violencia, con relativamente pocas mujeres sobresaliendo en los reinos masculi­nos, cualquiera de esos machos alfa en declive se sienta empoderado para hacer sus movidas con las mujeres del entorno profesional. Por otro lado, las mujeres se mueven con cautela en ese mundo dominado por el otro y se sien­ten inermes. ¿Cómo diablos respondes ante la movida del verde? Si le haces un franco pare a quien está en una posición superior, puede que tu vida profesional se deteriore o, peor aún, cabe la posibilidad, que indigna y humilla, de que el verde en su mojigatería te diga que no ha pasado nada, que todo es un invento tuyo. Es justo en esa línea de ambigüedad en la que las mujeres tememos perder no solo nuestra posición profesional, sino ese pedazo intangi­ble de seguridad que desaparece cuando se pone en duda nuestra credibilidad.

Podemos contemplar a los hombres ver­des, con la distancia de los años, con algo de condescendencia y pensar que quizá vengan de una profunda soledad y crisis existencial/matrimonial. Más realista y transformador re­sulta decir las cosas como son: la manipula­ción del poder verde es inaceptable, y noso­tras, como mujeres, debemos defendernos de sus sutiles y no tan sutiles ataques.

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