Por Paulina Simon Torres.
Ilustraciones: Paco Puente.
Edición 467 – abril 2021.

Hoy es martes de carnaval.
Mañana será miércoles de ceniza.
Todavía no nos habíamos limpiado la espuma de los ojos y mis hijos ya me estaban dando instrucciones sobre cómo querían que sea la búsqueda de huevos de Pascua en cuarenta días, y mi marido se unió a este pedido para solicitar que por favor este año sí comamos fanesca. Hace apenas cuatro días la segunda vuelta de las elecciones presidenciales estaba en ciernes. Un acalorado diálogo entre los candidatos dio a todo el mundo la impresión de que, pase lo que pase, ya podíamos irnos todos de feriado.
El incendio político de las redes sociales se apagó con fotos de ríos, playas, montañas, familias felices, niños jugando en parques, gente en bicicleta; con fotos de platos de cebiche y encebollados junto a vasos de cerveza; selfis alegres y hermosos atardeceres. Mientras me lavaba por tercera vez el cabello para quitarme la espuma de carvanal pensaba en esto: el carnaval es el opio de los pueblos o los feriados son el opio del Ecuador.
Mi hijo preguntando: ¿por qué todo el mundo se va de paseo menos nosotros?
Yo pensando: es cosa de privilegiados sentir alegría cuando el mundo se cae a pedazos.
Esto parece una certeza: en nuestro país cada evento álgido sucede antes de un feriado, es como si la democracia y todo eso por lo que nos indignamos sucediera solo en días laborales. También es posible que el clamor popular necesite recuperar sus fuerzas para volver a la carga, o que mientras todos nos recargamos hay alguien que está “arreglando” todo para darnos una sorpresa al volver.
Pueblo inconsciente, nos diremos los unos a los otros, o como leí en un comentario de Facebook: “Pueblo suicida”. Este comentario iba más enfocado a la imposibilidad de andar en festejos en tiempos de pandemia. Porque la gente se toma fotos sin mascarilla, porque en las noticias solo se ven tumultos y aglomeraciones en bailes, en playas, en plazas. ¿Qué pasa? ¿Somos indisciplinados o de memoria corta? O, en habla popular, ¿nos vale?
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Somos inconscientes por celebrar. Esos matrimonios en los que se propagó el coronavirus por primera vez en el Ecuador, esos bautizos y fiestas de pueblo para las patronas vírgenes de la nación, esos perreos ilegales, esas gruesas filas en la juguetería y en Navidad, esas elecciones; todas esas situaciones de peligro en las que nos hemos puesto para saber si somos fuertes y si podemos sobrevivir y, si lo hacemos, saber que podemos ir firmemente en busca de más.
Somos antipatrióticos por carnavalear. Audaces, activistas que abandonan su puesto fijo en la entrada del Consejo Nacional Electoral para ir a pedalear al ciclopaseo, también abarrotado. Podemos realmente echarnos la culpa, ser tan duros con nosotros mismos, decirnos irresponsables y poco cívicos frente al doble agravante, las elecciones y la covid. Que cada ecuatoriano lance la primera piedra.
El carnaval es el feriado adecuado para esto del desmán y el olvido, fiesta pagana del disfrute antes del tiempo santo. ¿Se puede juzgar al ser humano por querer en medio de su triste nación, su pobre salud y su miserable destino, festejar la vida un ratito? Seguro se puede. Pero no lo vamos a hacer ahora.
Si antes un ecuatoriano no se perdía un feriado, ahora menos. Tras un año de pandemia, cada fin de semana, cada día libre, cada posibilidad de ver el sol, de estar con otros, de visitar a la familia, de respirar un aire distinto, de no ver a la computadora, de sentirse vivo, es un tiempo que se atesora y que nadie nos puede quitar.
Pienso en todo esto y disfruto las últimas horas del carnaval viendo un cielo casi lila, oyendo las risas y peleas de mis hijos, y contemplando la alegría de mi esposo que luego de siete meses, en este feriado, pudo terminar de armar su laboratorio fotográfico y revelar los primeros rollos en nuestro nuevo hogar. Me doy cuenta de que durante más tiempo del que quisiera me he sentido angustiada e infeliz. Que mis ojos han sido incapaces de fijarse en esos pequeños detalles de la cotidianidad que están cargados de amor y bienestar.
Quizá el descanso, la pausa, el festejo, la alegría contagiosa de lanzarle un balde de agua fría a un amigo y recibir otro de regreso sean detonantes de la química de la felicidad, y estoy segura de que a una buena parte del Ecuador le pasó algo similar.
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He dedicado tiempo y terapia a tratar de entender la felicidad como una forma de vida. La incapacidad de ser feliz se instala en la mente como un prisma sujeto a un sistema de creencias, por no valorar el presente, por consideración y solidaridad con quienes sufren o porque nuestra química natural está fuera de balance.
Busco la palabra felicidad en la página de la organización TED, un medio de conferencias y charlas en línea sobre “ideas que vale la pena difundir”, y encuentro interesantes nociones sobre la felicidad en relación con la psicología, la neurociencia, la endocrinología, el budismo. Hablan de la química natural del cuerpo (“El cuarteto de la felicidad”: endorfina, serotonina, dopamina y oxitocina); hablan del cerebro y el sistema de alerta con el que nos mantiene a salvo; hablan de comprender que el placer como respuesta cerebral y comportacional no es la felicidad sino apenas un destello. Matthieu Ricard, un monje tibetano, habla sobre pensar que lo que en realidad necesitamos alcanzar no es la felicidad sino el bienestar: una combinación de serenidad y realización. Dejar de estar sobre la cresta de la ola o tocando fondo en el mar, sino sencillamente disfrutando de la marea y su profundidad. La escritora Emily Esfahani Smith coincide con el monje y añade, luego de muchos años de estudiar psicología y filosofía, que más que en la felicidad el ser humano debe enfocarse en encontrar el sentido de la vida, ese algo que nos motiva y nos mantiene, y aquello a lo que nos aferramos incluso en los tiempos de mayor dificultad. Para Smith los cuatro pilares del sentido de la vida son el sentir pertenencia, tener un propósito, la trascendencia y el storytelling, es decir, la narrativa que nos hemos contado sobre nuestra propia vida.
Además de altamente informativas, las charlas TED tienen ese formato inspirador, una especie de autoayuda con datos científicos que me hace volver sobre mis pasos para analizar nuestro derecho a celebrar el carnaval. Quizá ese es nuestro gran problema como país, que explotamos las alegrías al máximo, que buscamos la felicidad por fugaz que sea, que nos entregamos al placer con covid o sin ella, porque nos falla un poco el sentido de la vida y el bienestar; porque aunque pertenecemos al mismo lugar, tenemos cuatro regiones de biodiversidad, pero también de racismo, de clasismo, de traumas, heridas y negación de nuestro mestizaje en el que nadie siente que cabe de un modo en el que pueda decir “pertenezco”. Y habría que profundizar mucho sobre el cuento que nos hemos contado sobre nuestra propia historia.
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Nuestra excusa para ser felices dura poco. Un feriado bien bailado nos dejará otra vez en el país de las elecciones dudosas, de los discursos polarizados, de la corrupción, de los altos índices de desempleo, de la advertencia de la Comisión del Derecho a la Salud de declarar el suicidio y el hambre como emergencias sanitarias. Esta es la historia que tenemos para contarnos y, aunque el bien común es parte de los pilares de la búsqueda de sentido, la mayoría no sabemos cómo actuar frente a la niebla que cae delante de nuestros ojos en este tiempo de crisis sanitaria, social, económica y política. La recesión es global, dicen los analistas. Las noticias duras son para todos. La ansiedad, el miedo y la incertidumbre permanecen en el vocabulario universal.
Trato entonces de dar un par de pasos atrás y pensar que faltan unas pocas horas para que se termine el feriado. Voy a detenerme en las alegrías y transformarlas en algo más. Ese momento en el que mi hijo me preguntó si quería jugar fútbol y extrañamente dije que sí. Acepté porque los otros también se unieron. Trabajar en grupo brinda felicidad. Hacer ejercicio genera endorfinas. Gritar y reír desinhiben al cerebro. Formar parte de un equipo nos permite pertenecer a algo.
Los niños nos colocan en parejas para que los capitanes elijan su equipo. Al único papá que no le gusta el fútbol y a mí nos colocan en pareja. Inmediatamente empezamos a reírnos ambos, porque notamos que somos el eslabón más débil del equipo, estamos pasados de peso, con seguridad no sabemos muy bien las reglas ni corremos suficiente. Comienza el partido y mi amigo, el que en lugar de su profesión hubiera querido ser entrenador de fútbol, empieza a narrar y a dirigirnos a todos de una manera tan orgánica que todos nos convertimos en futbolistas. Los equipos incluyen niños de siete años, de diez, las madres de esos niños, sus padres, un tío de setenta. Somos todos invencibles. Nos desplazamos con un entusiasmo inigualable en la cancha, nos apoyamos, nos enojamos, nos botamos al suelo, unos lloran, otros se disculpan, seguimos. El cielo negro y alrededor de nosotros una tormenta eléctrica. Yo me quedo en el arco porque no puedo correr más. Toda mi familia está en el equipo contrario. Los veo a lo lejos y, a pesar de que estoy a punto de infartarme de tanto correr, el corazón se detiene en ellos tres. Veo con atención cómo mis hijos manejan la pelota, veo sus pequeños cuerpos moverse al ritmo de esa competitividad eufórica del fútbol. Los veo debajo del cielo oscuro y amenazante, entre las primeras gotas de lluvia. Veo alrededor, veo a los hijos de mis amigos, niños que conozco desde que nacieron, veo adultos cansados pero entusiastas que dicen: ¡Vamos al desempate! A pesar de la lluvia y el cansancio. Este instante aparece frente a mis ojos como una imagen de total felicidad, es fugaz pero duradera. El DT me dice que debo subir al arco y hacer el gol de la victoria. Yo me río, pero obedezco porque aunque sé que está loco parece tener razón. Ya llueve, nadie para. Corro al arco. Él mismo me hace varios pases, pero siempre pateo afuera. Mis dos hijos están decididos a cubrirme todo el tiempo, con un exceso de confianza me golpean con el hombro cada que paso a su lado. En una de esas carreras me pongo frente al arco a una distancia menor que antes, de pronto llega el balón a mis pies y pateo, nada más. Todo estalla, hago el gol, el golazo de la victoria, un tiro lateral que vuela a la esquina izquierda superior del arco y se clava ahí y transforma todo. Todos gritamos, todos me abrazan, mis dos hijos lloran. La felicidad de unos es el dilema de otros. Pero para mí este partido será para siempre legendario. Reconocerse parte de algo, sentir pertenencia, tener un propósito, dejar de contarse la historia del “Yo no juego” y solo jugar.
Al día siguiente, cuando mis hijos me preguntaron si quería jugar carnaval, fui la primera en tener lista la espuma y la manguera. Al tercer día, cuando me preguntaron: “Mamá, ¿quieres una batalla de pistolas?”, elegí mi arma, y aunque odié el juego, jugué hasta que me dispararon en el ojo, y quedamos empatados.
Siempre me ha parecido difícil ser feliz, optar por el prisma de la positividad, de la serenidad, de tomar acción, de vivir el momento. Vivir en pandemia se ha tratado más de sobrevivir, de sufrir por lo inevitable, de ansiar el fin, de contar los días para amanecer en otro mundo. Un año sin carnavales, viviendo en la convicción de que si el mundo sufre es necesario unirse a él. El camino al bienestar es largo, el sentido de la vida es un proyecto en construcción que se alimenta de estas pequeñas alegrías, de proteger a los míos, de saberme parte de algo más importante, de un deseo de vivir y de pertenecer; que no para en los míos, sino en anhelar el bien común y que todo esto se reproduzca para mí y para todos, como esos días felices de carnaval.
