Por Vanessa Terán Iturralde.
Fotografía: David Coral.
Edición 433 – abril 2019.
Los artistas no pueden esconderse, son lo que son desde siempre, incluso antes de ser personas. Este es el perfil de un creador que cuestiona y transforma la realidad, que interviene con sus manos y su cabeza lo establecido, y que redescubre el mundo que lo rodea.
La primera vez que Adrián Balseca participó en una exposición, la Bienal de Arte No Visual celebrada en el Museo Nahim Isaías de Guayaquil, fue en 2004, cuando tenía quince años. Meses después, más por indisciplina que por bajo rendimiento, abandonó el colegio y desde entonces no ha hecho otra cosa que arte.
A los diecisiete años, mientras la mayoría de jóvenes de su edad rendían sus exámenes para graduarse del colegio —o preparaban sus aplicaciones para ingresar a la universidad y continuar el camino previsible hacia la adultez—, Adrián presentaba una obra en el Encuentro Arte y Comunidad Al-Zurich, organizado por el colectivo Tranvía Cero de Quito. Su proyecto, llamado En la casa, involucraba tanques de gas doméstico, un crew de hip-hoperos y grafiteros, y vecinos de Solanda, uno de los barrios más poblados de la capital. La intención de la obra, presentada en 2006, era introducir una expresión artística callejera en el ámbito doméstico: los artistas intervinieron los tanques de gas con esténciles y grafitis y estos objetos, meramente utilitarios, ubicuos en casi todos los hogares, se convirtieron en lienzos, por no decir en obras de arte. En la casa obtuvo el Primer Premio del Público de Al-Zurich.
Como si se tratara de una herencia, las inclinaciones artísticas de Adrián vienen de su padre, Napoleón Balseca, paisajista de profesión, que siempre compartió con sus hijos el taller en la casa familiar, en Quito. Napoleón les pasaba, a Adrián y a su hermana Jessica, figuras precolombinas de barro para que las dibujaran, o fotocopias de planos arquitectónicos para que los colorearan con kits artísticos marca Faber Castell. El resto era recorrer la ciudad visitando exposiciones en el Salón Mariano Aguilera, descubrir a Jesús Soto en el Centro Cultural Metropolitano, y conversar.
Napoléon y su esposa, Mercedes, siguieron un modelo de crianza bastante tradicional con Jessica, mientras que con Adrián se animaron a experimentar. Lo inscribieron en un colegio “súper hippie” llamado Nuevo Mundo, en el que conoció a artistas jóvenes que se convertirían en una influencia clave. María José Icaza y Paúl Vaca, formados en la Universidad Central y bastante activos en la escena del arte local, fueron sus profesores de arte y lo introdujeron a un mundo, en efecto, nuevo: la música de Sal y Mileto; artistas como el austriaco Hermann Nitsch y sus performances controversiales; el alemán Sigmar Polke, fundador de un movimiento artístico llamado “capitalismo realista”, o la película Basquiat de Julian Schnabel. Fue a través de Vaca que Adrián conoció el trabajo de Al-Zurich.
Adrián, que hasta hoy mantiene un sentido del humor mordaz, era un poco bully, se burlaba de sus compañeros y terminaba enredado en broncas; quizá por eso prefería pasar sus recreos en el aula de arte, hablando con sus profesores. Odiaba las matemáticas, las ciencias, y se quedaba en supletorios hasta de educación física; el colegio era una pérdida de tiempo para alguien como él. Cuando abandonó los estudios consiguió trabajo en una tienda de discos llamada Marea Negra, y reinvertía casi todo su sueldo en mercadería. Consume todo tipo de géneros musicales y a veces hasta musicaliza fiestas como DJ Negre. Durante nuestras conversaciones me introdujo a una decena de nuevos artistas tan disímiles como Vagabon (indie-rock–under con la melodiosa voz de Laetita Tamko) y Bejo (el niño malo y menos conocido del reguetón/trap español). Por esos días, también, Adrián se unió a Tranvía Cero de forma permanente, y aunque su primer trabajo fue diseñar afiches y catálogos, formar parte de un colectivo fue una suerte de escuela.
En 2007 los curadores del Salón de El Comercio eligieron Sí hay gas (una continuación de En la casa, tanques de gas intervenidos por artistas urbanos) para la exhibición organizada por la fundación de ese diario, y en la que solo podían participar mayores de veintitrés años. Adrián, que en ese entonces tenía dieciocho, falsificó su cédula de identidad para inscribirse. Días antes de la inauguración, durante una entrevista, mencionó su edad real y María Consuelo Tohmé, la directora de la fundación, lo acusó de falsificar documentos y lo expulsó del Salón. Para el curador guayaquileño Rodolfo Kronfle, Adrián tenía desde entonces una postura crítica sobre la autoridad y las instituciones: “Desde ahí Adrián ya mostraba algo de esa personalidad que ha tenido relaciones tensas con lo institucional. Esa obra me interesaba particularmente porque el arte urbano era algo incipiente aún y eran pocos los que hacían sus tanteos con algo de referentes bien ubicados”.
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Esa mirada aguda sobre las instituciones artísticas y políticas es la esencia del cuerpo de la obra de Balseca. Para la serie Toma de luz, Adrián robó energía eléctrica del alumbrado público para iluminar sus obras. En 2010 fue un elegante chandellier de cristal colgado en una sala de la misma galería, que conectó con una serie de cables y a través de una ventana, a un poste de la calle. Cuando ganó el Premio Brasil, en 2013, conectó la obra Quito, Luz de América, de Mauricio Bueno (un referente del arte conceptual ecuatoriano), a un poste de los exteriores del Centro de Arte Contemporáneo, robándole luz al municipio para iluminar una obra en los interiores de una institución de la ciudad.
Cuando fue invitado a participar en la Bienal de Cuenca por primera vez, en 2014, Adrián decidió trabajar alrededor de las ideas de modernización estatal del boom petrolero de la década de 1970, el extractivismo y la explotación de recursos, y conectarlas con la noción de “nueva matriz productiva” auspiciada por el Gobierno de Correa. Las enormes y flamantes carreteras, que se habían convertido en un emblema del correísmo, fueron el telón de fondo de Medio camino, para el que trasladó un automóvil Andino Miura de 1977 (creado en plena dictadura de Guillermo Rodríguez Lara, como símbolo de progreso en la incipiente industria nacional) desde Quito hasta Cuenca. El recorrido se hizo sin usar combustible: el tanque fue removido por el artista y el viaje debía completarse únicamente con la ayuda y solidaridad de extraños que se cruzaban en el camino y lo asistían para movilizar el auto. El registro de la acción, un corto documental que fue presentado en festivales de cine como Encuentros del Otro Cine y el Ecuadorian Film Festival de Nueva York, muestra un país alejado del paisaje “de postal”. Adrián buscaba problematizar el paisaje, develar un lado del país que se intentaba maquillar bajo la falsa idea de “desarrollo” que presentaba el correísmo con sus megaobras. Medio camino obtuvo el Premio París, otorgado en cada Bienal por el Gobierno francés a un artista ecuatoriano menor de 40 años.
En El Cóndor pasa, obra de 2015 que creó gracias a una beca de la Cisneros Fontanals Art Foundation (CIFO), Adrián se apropia de un símbolo patrio cargado de connotaciones, el cóndor, para hablar del impacto de la minería ilegal y las prácticas extractivistas en el entorno. El artista traslada un automóvil Cóndor GT, creado en 1981 en plena transición hacia la democracia, a un descampado cercano al monte Catequilla y a la Ciudad Mitad del Mundo, y lo deja emprender su último vuelo. El auto cae en picada contra el suelo y se destruye. Un golpe seco y anticlimático, que indaga en los modelos productivos pasados y presentes del país, enfocados casi exclusivamente en la explotación de recursos petroleros.
Grabador fantasma, su obra para la edición más reciente de la Bienal de Cuenca, es un guiño a Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog en la que un irlandés navega el Amazonas en busca de campos de explotación de caucho, acompañado de un gramófono que utiliza para reproducir ópera. Grabador fantasma revierte este concepto al empotrar un gramófono en una canoa potenciada con paneles solares (el artista trabajó en colaboración con Kara Solar, una empresa que se dedica a producir este medio de transporte como un reemplazo sustentable de las lanchas a motor), para grabar los sonidos de la selva amazónica. La obra está dentro de una planta eléctrica a orillas del río Yanuncay, que ya no está en funcionamiento y que el artista ha decidido dejar totalmente a oscuras.
Fausto Rivera, editor de cultura de El Telégrafo, ha seguido de cerca la carrera de Adrián, y se sorprende por el manejo de los aspectos económicos de la política: “Usa elementos simbólicos en la construcción del orgullo nacional, para dar cuenta de forma crítica e irónica del malogrado proceso de modernización del Estado. Esa complejidad que es abordada desde la micro y macroeconomía, o desde la emergente economía ecológica, Adrián la hace con una soltura que no pierde complejidad ni rasgos poéticos”.
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En el Ecuador, figuras como Eduardo Kingman u Oswaldo Guayasamín continúan siendo “el gran referente”, tanto desde el punto de vista oficial como institucional. Para Adrián nos hemos sometido a vivir bajo la sombra del pasado. No hemos sido capaces de “matar al padre”. Le digo que es un gracioso giro del destino que hoy su taller se encuentre en la parte posterior de la Casa Guayasamín, a los pies de su fundación. Allí trabaja rodeado de objetos extraños, obras de otros artistas locales, suvenires de sus viajes y muchísimos libros, la mayoría todavía en cajas (la mudanza es relativamente reciente). Desde ese lugar produce sus nuevos proyectos, y allí le pregunto si la fama de hater que ha ido cosechando con los años en las redes le molesta.
Unas semanas atrás, Adrián había escrito y publicado en su muro de Facebook una fantástica crítica a la película ecuatoriana A Son of Man, que contó con un presupuesto enorme y cuyo director (un guayaquileño que vive en París) firma con el pseudónimo Jamaicanoproblem. “Jamaicanoproblem lanza un desenfrenado filme al aire, que resulta ser un frisbee que golpea en su propia cara. Un pésimo chiste, mal contado. Y es que la cinta es la cara más desvergonzada del audiovisual ‘nacional’, que tengo memoria se haya producido en el país”, afirmaba Adrián en su texto, y acuñó el término SamboronDrone para referirse a la estética de la película, repleta de planos cenitales de carísima factura, grabados con un dron. La crítica disparó un debate en Facebook en el que no pocos tacharon a Adrián de hater, de criticón, y de no apoyar el esfuerzo de otro ecuatoriano.
No es la primera vez. Por años, aunque ahora con menor frecuencia, Adrián ha usado sus redes para atacar a lo institucional a partir de memes ingeniosos: al Gobierno de Correa (con memes en chino, guiños al trabajo de Yasujiro Ozu, o la foto de una camioneta Chevrolet en la que la primera parte de la marca ha sido reemplazada con un esténcil del Che Guevara); al Ministerio de Cultura (una fantástica foto de su edificio rodeado de excusados viejos repensados como macetas para plantas); a la alcaldía de Augusto Barrera (un viejo dibujo de Don Evaristo intervenido para mostrar el gesto de su dedo en mala seña y un pie de foto: Saludos a Augusto Barrera en su día #Quito7Maravilla), entre otros. Su galería de Instagram reúne rincones inverosímiles de las ciudades que visita, letreros, logos antiguos y una foto de un cuy de peluche acompañada del caption Cuyrator. Y esos son los que comparte en público, hay un archivo personal que solamente circula en privado, entre selectos afortunados.
Visité un par de muestras en el Centro de Arte Contemporáneo sobre las que tiene comentarios ácidos y posturas críticas, dichas con la misma lengua, afiladísima, de sus memes. Recorremos el museo, Adrián con sus ubicuos lentes gruesos, su chompa verde y su bolsita de tela al hombro. Lo enoja, sobre todo, la mediocridad de ciertas obras, la falta de atención a los detalles, al montaje. Durante el recorrido hay una sola obra que le gusta de verdad: una pieza de Jonathas de Andrade que retrata a los pescadores de la selva brasileña. Me asegura que no le molesta ser tachado de hater y que ejercer la crítica en un medio tan chico puede ser difícil (intervienen demasiado el amiguismo y los comentarios a escondidas), pero cree en su derecho a rechazar lo mediocre.
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Son las seis de la mañana en Singapur y Adrián Balseca nada en una piscina salida de una película de ciencia ficción, en el Interlace, un megaconglomerado habitacional de mil unidades, diseñado por el archifamoso estudio arquitectónico OMA, un proyecto famoso alrededor del mundo por su tamaño descomunal y su diseño futurista. De repente, no puede sentir su cuerpo. No hay nadie alrededor para ayudarlo y empieza a ahogarse. Lleva varios días con malestares que van y vienen. Atribuye los síntomas a estar en un lugar tan lejano, de un ritmo vertiginoso y con demasiados incentivos visuales, un caso de jet lag. Adrián decide ignorar su malestar y continuar su trabajo en la isla, adonde llegó gracias a una residencia con el NTU Center for Contemporary Art, uno de los programas más prestigiosos del sudeste asiático. Como parte de su investigación, prepara un viaje a Sumatra, una isla perteneciente a Indonesia y la antípoda exacta de la mitad del mundo. Pero su amigo Pablo, con quien tenía pensado viajar, lo convence de llamar a su seguro de viajes e internarse en un hospital. Casi inmediatamente los doctores detectan dos tumores en su cerebelo y deben operarlo de urgencia.
En 2011 Adrián fue diagnosticado con el síndrome de Von Hippel-Lindau (VHL), bautizado así por los dos científicos brasileños que lo descubrieron. El VHL se manifiesta con la formación de masas (tumores o quistes), principalmente en la retina, el cerebelo o la espina dorsal. Adrián se ha sometido varias veces a operaciones para remover tumores en su retina, incluso perdió el ojo izquierdo, que fue reemplazado por una prótesis. Por muchos años, Adrián iba a todos lados con gafas de sol, y muchos pensaban que era para verse cool y misterioso. Adrián había logrado mantener su condición prácticamente bajo control, hasta este episodio en Singapur, en junio de 2018. Lidiar con una emergencia médica en un país lejano nunca es fácil, pero lo más complejo fue reunir el monto que debía pagar. Por la internación y la intervención quirúrgica, la cuenta ascendía a más de 50 mil dólares. Su amigo cercano, el artista Gonzalo Vargas, organizó una colecta en Internet que recaudó el dinero en menos de cinco días. De cierta forma, someterse a la operación en el país asiático, donde la tecnología médica es muchísimo más avanzada, fue una suerte de bendición encubierta. Su madre, Mercedes, pudo viajar a acompañarlo y todo salió bien. Recuerda ese episodio como un momento oscuro, pero al mismo tiempo es capaz de reírse de ciertos detalles, con el mismo sentido del humor agudo y cínico que lo caracteriza. Después de todo, Adrián es el mejor creador de memes del país.