Diners 462 – noviembre 2020.
Por Daniela Alcívar Bellolio
Ilustración: Camilo Pazmiño
Una de las escritoras ecuatorianas más interesantes y consumidas de nuestros días hace en este ensayo una reflexión (literaria, existencial, divertida) de lo que significa escribir en primera persona. ¿De quién hablamos cuando hablamos del yo?

Hace unos meses, el 6 de julio, murió Rosario Bléfari. Era música, actriz, escritora. Tenía 54 años. En Antes del río, escribió: “Voy tratando de proyectar de algún modo el aspecto de los lugares donde voy a conocer las dimensiones verdaderas de ciertas cosas. Por fin mis ojos podrán hacer uso de su capacidad de enfocar antes que terminen de perderla del todo. Me interesa lo pasajero, soy exigente pero no pongo el descreimiento por delante”. Otro fragmento termina así: “A quién le importa. Vivir esto es solo mío”. Leo ese yo porfiado aunque intermitente por la propia naturaleza de lo subjetivo, y luego veo la portada: una foto de Bléfari desnuda, de rodillas, con los brazos al cielo y una sonrisa en el punto final de la inminencia. Los ojos cerrados. Las axilas y el pubis poblados, las costillas levemente marcadas, los senos pequeños. Escucho sus canciones: simples, y ella a veces un poco desafinada, sin mucha técnica de canto, poderosa, conmovedora (no es tan fácil desafinar así). Escucho “Lobo”, “Río Paraná”, “Próxima estación”, “Viento helado”, (algún día de estos/ a través del cielo/ cada minuto cómo nos acerca/ viento helado/ voy al viento) y siento el ácido de las lágrimas antes de brotar, ese punto previo al llanto en que los ojos se sienten como bombitas de carnaval demasiado llenas de agua, a punto de explotar, por la muerte de alguien a quien no conocí.
El recuerdo atizado por la melancolía que me genera la muerte de Bléfari me lleva a pensar en Felisberto Hernández. Quizá sea esa torpeza, ese modo despistado de escribir que afecta tan directamente al cuerpo porque da cuenta de una verdad que ninguna destreza lingüística es capaz de manifestar, lo que me hace recordarlos a ambos al mismo tiempo, dos escritores tan distantes en estilos, épocas, formas, como a dos amigos que han partido. Quizá sea que encuentro en ambos ese modo dulce y despojado de referirse a sí mismos como si no estuvieran del todo ahí, como si ese sí mismo estuviera un poco al lado, un poco desplazado, un poco ausente. Cuando, por ejemplo, Felisberto escribe en primera persona sobre el profesor de piano Clemente Colling, un virtuoso pianista ciego que vive al borde de la indigencia, piensa así también en sí mismo, aunque ese sí mismo sea también un poco ciego, un poco difuso, un poco esquivo; piensa en Colling y en sí mismo, esa relación, por medio de las cosas, de la contemplación amorosa de las cosas y de los gestos en que se expresa, precisamente, algo desconocido y misterioso que lo habita y lo constituye aunque no pase por su voluntad ni por su conciencia: “Yo ya sabía de antemano cómo era su mano atajando la tos, cómo eran de gruesas las ligaduras negras que tenía al borde de las uñas, y todo esto estaba lleno de un inmenso encanto de ver; y tenía encanto recordar esas mismas tardes cuando el sol iba dando en aquella sala, en el ambiente misterioso que hacían ellos; y los reflejos tenían un sortilegio y un sentido de la vida que después nos haría pensar que todo aquello parecía mentira, una mentira soñada de verdad”.
El avance de la escritura es un poco torpe (Alberto Giordano escribió un ensayo sobre Felisberto llamado “Tontas ocurrencias”, un título felisbertiano en el sentido más encantador posible). Va trastabillando desde las uñas mugrientas de Colling hasta los rayos solares que entran (oblicuos, imagino, filtrados por la textura de un visillo) y golpean con suavidad el piano negro. De ese modo lateral, Felisberto habla de alguien a quien quiso, de su propia preadolescencia, de su ciudad, Montevideo, de las calles de su barrio, de la quinta señorial que vio siempre igual, apacible recibiendo el sol durante su infancia, y que la incipiente invasión de los comercios “ha dejado dolorosamente incomprensible”. Habla de los objetos, de la música, del modo en que Clemente Colling “hacía la sonrisa”, de una ciudad que se está perdiendo, de unos árboles, de una mañana de la que habla como si se tratara de un ser, una persona o un animal, con discreto vínculo amoroso: “La mañana era luminosa y límpida. Yo me había despertado muy cerca de ella porque mi habitación era un largo altillo que quedaba muy próximo a una claraboya y esta daba directamente al cielo y a la mañana”.
Apenas un par de semanas antes de morirse después de un largo cáncer, en un diario (íntimo, por qué no) que llevaba en una página web, Rosario Bléfari escribía sobre el huerto de su padre, sobre la vez en que su madre se tropezó con un tronco, cayó sobre la tierra y, en vez de levantarse enseguida, se quedó boca arriba sintiendo la tierra fresca bajo su espalda, mirando el cielo. Estaba por morirse, ella lo sabía, y escribió sobre el deseo súbito de tocar el bombo; en la última entrada del diario se lee: “Hoy vamos a encender el horno de barro y terminar de plantar las flores que faltan. Por la tarde mis primos me traen el súper bombo. En este momento entra el sol en la casa y promete un día más. ¡Vamos por un día más!”.

Más allá de la vitalidad conmovedora, es el conjunto de cosas que llaman la atención de Bléfari en sus últimos días, los recuerdos que acuden, y el tono con que ella recoge esas cosas diversas lo que conmociona. No habla en términos de trascendencia ni deja moralinas: se distrae en sus propias composiciones, en las partículas de papel triturado que echa sobre un paisaje miniatura creado sobre la tapa de una lata de pintura, las telas y cortinas que lava y vuelve a colocar, las sorpresas de los baúles, la extrañeza que le causa el modo en que se encuentra componiendo canciones. Es un yo sin mayúsculas, distraído por objetos insignificantes y por recuerdos que se viven como nunca antes, vivificados por la proximidad de la muerte, un yo concentrado en sí mismo solo en la medida en que está compuesto de retazos sueltos, de fragmentos, de hilachas de mundo, de jirones de vida pura, una fuerza impersonal que se obstina hasta que finalmente cede. Cedió el 6 de julio.
Se dice a veces que las escrituras del yo, o autobiográficas, están de moda y “dan para todo”. En numerosas ocasiones se oculta mal que ese juicio entraña una misoginia disfrazada de compromiso estético. Al menos en el Ecuador, donde los cánones de toda la vida han estado formados en su totalidad por hombres; donde nos enseñaron que leer era leer a genios iluminados de los que solo podíamos ser cheerleaders, groupies, admiradoras o musas (o amantes); donde nos enseñaron también que escribir era narrar grandes gestas, fundaciones totales, componer personajes “redondos”, de compleja psicología, sorpresivos pero rigurosos arcos dramáticos, ficciones puras, incontaminadas de nuestra insignificancia; aquí, pues, no sorprende que relatos como los de Felisberto o los de Clarice Lispector o los de Silvina Ocampo hayan siempre brillado por su ausencia en los programas de estudios, o que en discursos oficiales (como el que dio el exministro de Cultura en la FIL de Montevideo en 2018) se hagan panorámicas de la literatura ecuatoriana que no contienen ni a una sola escritora. No sorprende tampoco que se pretenda menoscabar estas formas menores, que se utilicen toscas estrategias discursivas para poner a las escrituras autobiográficas bajo sospecha de cometer estridencias sentimentales o chantajes emocionales. Y mucho menos sorprende que las voces hegemónicas de nuestro campo cultural, tanto tiempo acostumbradas a escucharse únicamente a sí mismas, autorreferenciales hasta el hartazgo, acusen ahora a las escrituras del yo (a las firmadas por mujeres, claro) de egocéntricas y poco ecuánimes con respecto a “la realidad”.

Escribe Giordano, crítico especializado en escrituras íntimas, sobre quienes cuestionan por egotistas a dichas escrituras: “¿Quién, si no alguien que se toma demasiado en serio, podría ser capaz de exigirse algo tan poco humano como un estado de continua sobriedad? ¿Quién, si no alguien obsesionado por el temor a no quedar bien parado en cualquier ocasión, se impondría la necesidad de componer una imagen de sí mismo irreprochable? La sobriedad y la discreción como atributos constantes deniegan el narcisismo exacerbado de alguien que se cree demasiado valioso como para dejar que se note su humana condición”.
Suponerle ecuanimidad absoluta a una escritura es caer en la superstición de que los escritores son personas especiales, virtuosas o capaces de una perspectiva “más amplia” que la de los comunes mortales. Prefiero leer a Felisberto, que ama el mundo y sabe que puede verlo solo desde sus ojos y trata de hacerle justicia a su belleza y a su fugacidad y, así, se vuelve otro, el otro que solo él puede ser. Y prefiero leer a Bléfari, que se despide del mundo plantando flores y escribiendo sobre sus manualidades, sus canciones, sus sueños y sus ganas de tocar el bombo. Un discurso que ignora que es discurso y desdeña sus minucias para acceder a algo más importante, que cree que representa fielmente un mundo que solo a él se le devela (escritores amantes del secreto, del pudor, del esfuerzo que supone un desciframiento de secretos trascendentales) jamás podrá ponerse en contacto con la misteriosa insignificancia de una mañana y su cercanía, lo que ese fenómeno simple agita en el cuerpo de quien supo percibirla en su modesta maravilla por tener afinado su sentido de lo mínimo y lo trivial, por haber estado disponible a la conmoción que pueden generar los fenómenos del mundo.
En este sentido, decir yo en la escritura no implica necesariamente engrandecerlo, suponer una condición extraordinaria intrínseca que lo haría digno de ingresar al reino de lo literario. En los mejores casos, la observación de sí mismo en la escritura guarda un vínculo estrecho con la grieta estructural del sujeto, con la certeza leve pero definitiva de que hay un fondo de olvido que nos constituye, una zona franca, un interregno donde la conciencia no gobierna, donde bulle lo indistinto, y que de esa sustancia informe y originaria, por alguna razón que desconocemos, en ocasiones imprevisibles, se despega una imagen, la inminencia de una revelación que no se produce, un estremecimiento, una certeza de nada: el recuerdo. El gran proyecto de Proust, cuya irreductibilidad radical quiere ser apropiada cada vez por los amos de la cultura, tiene su fundamento en la forma rara en que emerge el recuerdo, ajena por completo a los programas, deudora eterna de lo más extraño de nosotros mismos: el deseo. En la contemplación denodada de esa rareza, de eso que no se entiende, Proust fundó su proyecto inabarcable. Para él, como para Lispector según las palabras de Gonzalo Aguilar, el yo es apenas una “superstición gramatical”, algo que tiene mucho menos que ver con la magistralidad, la destreza, el genio, que con la disponibilidad y la apertura al misterio de lo más próximo.
Si la literatura es una intervención política en lo real, lo es en la medida en que afecta directamente sus formas, la distribución de lo que consideramos mundo. Ciertos libros de aliento autobiográfico ponen sobre el tapete la posibilidad modesta pero radical de que la literatura deje de ser en este medio únicamente el recuento siempre repetido de grandes gestas patriarcales, demostraciones de virtuosismo, anhelos de eternidad. Un desorden de las formas, en la medida en que desordena también las concepciones convencionales del yo, de la voz narrativa, de los límites de lo representable y lo mostrable por medio de las palabras, del valor de lo mínimo, de la potencia de la fugacidad, de la ética de observarse en las palabras, un modo del cuidado de sí mismo.
Rimbaud dijo esta frase tantas veces repetida: “Yo es otro”. Auscultar la otredad de lo más propio, la vida íntima y extraña que nos habita, encontrar en la simple contemplación de un paisaje que se repite cada día, o en los más habituales recovecos del propio cuerpo, el surgimiento de una extrañeza que dialoga con otras extrañezas, con otras perplejidades, con otras fugacidades. Quizá sea esta una vía —quién sabe— para imaginar otro modo de vivir juntos.