
Lejos de la cuna
Los cañones se silenciaron con la rendición japonesa de 1945, sin embargo, esto solo era el preludio de una guerra que, silenciosa, se incubaba entre los dos principales ganadores de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Una vez que esta potencia obtuvo la bomba atómica gracias al físico y espía Klaus Fuchs, tanto Stalin como Truman comprendieron que un conflicto directo era impensable porque solo se saldaría con una extinción masiva, optando por combatirse con bozales: diplomáticos de ambas orillas desfilaban en territorios exóticos, abonándolos con su ideología y a su paso dejaban carteles, panfletos, películas y libros con su versión de la verdad.
Tras los fogonazos de Corea, Cuba y Angola, llegar al espacio se convirtió en una cuestión nacional. ¿Qué había arriba para invertir tanto esfuerzo? La nada. Mas, estar allí antes que el rival para llenarla con satélites era imprescindible.
Las investigaciones de los alemanes sobre cohetes estaban muy avanzadas, así que estadounidenses y soviéticos reclutaron una amplia gama de ingenieros del Reich. Al principio, el objetivo era cubrir distancias mayores y trasladar bombas atómicas o de gran tamaño, aunque pronto quedó claro que esa misma tecnología podría utilizarse para transportar seres vivos lejos de la estratósfera.
Los rusos tenían gran tradición tanto literaria como científica en el tema. Destaca, por ejemplo, el físico Konstantin Tsiolkovski, quien diseñó un ascensor espacial en los primeros años del siglo XX, además de bosquejar cohetes de propulsión líquida y dejar para la posteridad una ecuación con su nombre; antes de irse del planeta en 1935, dijo una frase que se convirtió en el epígrafe de la carrera espacial: “La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no se puede vivir en una cuna para siempre”.
Usando sus trabajos, en octubre de 1957, sus compatriotas lanzaron al espacio el primero de los satélites Sputnik; el aparato salió de un cosmódromo tan colosal como los planes quinquenales del Gobierno socialista: Baikonour, en las llanuras de Kazajistán.
El satélite fue la contribución soviética al Año Geofísico Internacional propuesto por el Consejo Internacional de Uniones Científicas, con el fin de usar las tecnologías de las guerras previas en una era de paz… Sin embargo, para el Politburó fue una muestra de músculo: el sprint ruso había dejado muy atrás al capitalismo en la carrera por el espacio.
Kennedy contra Gagarin

El 25 de mayo de 1961, 43 días después de que Yuri Gagarin se convirtiera en el primer humano en viajar al espacio, John Fitzgerald Kennedy entró al Congreso de Estados Unidos y dijo: “El espacio está abierto para nosotros ahora y nuestro afán por compartir el significado de esto no dependerá de los esfuerzos ajenos. Iremos al espacio porque cualquier cosa que la humanidad deba emprender los hombres libres deben compartirla plenamente”. Luego del aguacero de aplausos, el presidente pidió un aumento del presupuesto para el programa espacial con el objetivo de poner a un hombre en la luna ―y regresarlo sano y salvo― antes de terminar la década.
Gagarin, por otro lado, se convirtió en celebridad. Periodistas de todo el mundo querían entrevistarlo, las rusas se sonrojaban al verlo y los hombres querían ser como él. Con su sonrisa de galán cinematográfico paseaba sus ciento cincuenta y siete centímetros de estatura por Brasil, Cuba, Inglaterra y hasta Islandia; sus viajes terrestres eran parte de una “misión de paz” que duró dos años y que, en realidad, promovía los logros del nuevo “hombre soviético”. Kennedy le cerró las puertas de Estados Unidos, por supuesto.
Su despedida antes de partir al espacio, poyéjali! (¡vamos!), se convirtió en el grito de batalla del programa espacial soviético que siguió avanzando más o menos sin la intervención del astronauta, a quien el Partido Comunista quería mantener a salvo.
El héroe mutó en diputado del Sóviet y miembro de la Unión Comunista de la Juventud. Poco dado al vodka —a diferencia de la mayoría de sus compañeros—, era un invitado habitual de cocteles y recepciones, en las que contaba anécdotas jocosas como la de una anciana que creyó que era un extraterrestre al verlo aterrizar con su traje naranja.
Pudo volver a la Ciudad de las Estrellas, la instalación de entrenamiento de cosmonautas soviéticos, para trabajar en diseños de naves espaciales, lejos justamente de cualquier estrella que pudiera arrebatarle. El temor de los camaradas probó ser justificado luego del desastre del Soyuz 1, donde el piloto murió por fallas técnicas.
En Estados Unidos la carrera había avanzado mucho con las misiones Mercury, Gemini y Apolo, sin embargo, su gran impulsor, Kennedy, no llegó a ver el paseo de Neil Armstrong en la luna: dos años después de su discurso en el Congreso, el presidente fue asesinado.
Gagarin vivió hasta 1968; había engordado y su carrera declinaba. Pasó sus últimos días piloteando aviones de combate en misiones de entrenamiento y, durante una de ellas, su aeronave se desplomó y mató a él y al instructor que lo acompañaba. Tanto en este caso como en el de Kennedy, las incógnitas sobre sus muertes aún hoy dan cuerda a los teóricos de la conspiración.
El último soviético

El 18 de mayo de 1991 Sergei Krikalev partió del Cosmódromo de Baikonur hacia la estación espacial MIR en una misión de cinco meses. Su viaje empezaba en el corazón de la Unión Soviética, pero terminaría en la recién nacida República de Kazajistán 312 días después.
La implosión del país socialista arrancó en agosto cuando varios tanques desfilaron sobre Moscú para deponer al Gobierno de Gorbachov. El golpe estaba dirigido por funcionarios de la KGB y altos cargos del Partido Comunista empeñados en revertir las reformas políticas y económicas de la Perestroika.
Moscovitas con Boris Yeltsin a la cabeza, por entonces presidente de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia —la más grande y poderosa de la Unión—, acudieron a la Casa Blanca rusa y armaron su defensa con barricadas. El miedo de setenta años se diluyó en tres días y hasta las tropas enviadas a la capital para provocarlo dieron la espalda a los golpistas.
Gorbachov, al que la intentona contrarrevolucionaria había retenido en Crimea, regresó con la misión de castigar a los conspiradores, pero pronto se vio obligado a dimitir como secretario del Partido Comunista y, pese a conservar por un tiempo el de presidente del país, Yeltsin se hizo con el mando antes de terminar el año.
Fuera del planeta, Krikalev y Aleksandr Vólkov, el encargado de los procesos de acoplamiento de las naves, permanecían en la estación espacial sin recibir mayores detalles de lo que ocurría en su país; solo se les pedía permanecer en el espacio hasta nueva orden.
Sergei Krikalev, sin imaginarlo, iba a convertirse en una celebridad. A pesar de no ser el único cosmonauta soviético atrapado, fue el que quedó en la memoria popular por tratarse de un radioaficionado que mantenía charlas con gente de distintas partes del globo.
Por otro lado, el nuevo Gobierno de su país tenía una serie de conflictos que resolver y el astronauta no era una prioridad. Además, estaban los problemas puramente operativos: dónde aterrizar ―el cosmódromo ya no era ruso, sino kazajo por el cambio de la soberanía territorial―, enviar suministros para los astronautas y la falta dinero ―tema tan complejo que se barajó la posibilidad de vender la estación MIR a los estadounidenses—.
Cuando finalmente los astronautas volvieron, la ciudad natal de Krikalev había dejado de ser Leningrado para llamarse otra vez San Petersburgo, el carnet del Partido Comunista no era más que un cartón emitido por una organización proscrita y su salario en rublos, más que modesto, era anodino. El país no estaba en llamas, sino en cenizas.
En el año 2000 Krikalev volvió a subir a un cohete, esta vez como miembro de una tripulación de varias naciones que iba a instalarse en la Estación Espacial Internacional; parecía el inicio de una era sin rencillas ni desconfianzas entre Occidente y Rusia, pero no: con la guerra en Ucrania la situación regresó al lugar donde la dejaron Jrushchov y Kennedy; incluso el astronauta Mark Vande Hei estuvo a punto de ser abandonado en el espacio ―un Krikalev americano―. Y es que no hay duda: la humanidad prefiere estar fuera de órbita.