Por Sandra Araya.
Edición 433 – abril 2019.
Desde hace un tiempo, un tiempo nuevo y emocionante, vemos en las librerías y en distintos lugares títulos ofrecidos por jóvenes casas editoriales ecuatorianas. Aquí el testimonio de una autora y editora que se encuentra en el nervio del volcán, y nos cuenta cómo es desde adentro.
Es increíble: mientras más se usa una palabra, mientras más aparece en medios, más parece alejarse, en un momento, de su significado real. O mejor dicho: hay que estar desglosando ese significado a cada rato. Y eso que el término “independiente” no es nuevo, es parte de nuestro léxico, aunque quizá se ha usado con demasiada liberalidad. Porque ahora todo es independiente, ¿no? Pero, ¿vamos a hablar de “lo independiente” así nomás? Sentémonos a hablar de editoriales independientes.
Nos hemos denominado así —no puedo sustraerme de la colada, abrí el sello Doble Rostro en 2011— quienes cometimos la imprudencia de abrir una casa editorial. ¿Y qué hace una editorial independiente? Pues lo que hacen también las grandes casas, las multinacionales: hacemos libros. Pero no con un montón de plata ni con grandes equipos. Hacemos libros con un gran esfuerzo económico, promovemos a nuevos autores, implementamos diseños novedosos, propuestas y lecturas. Ponemos al alcance de los lectores nuevas alternativas.
Cada editorial independiente trabaja de forma distinta, porque homologar a estas alturas nuestro trabajo sería absurdo. Esa es la idea, creo, que todos tuvimos alguna vez, ser nuestros propios jefes, además de promover autores y autoras que, quizá, y a pesar de la calidad de su escritura, no llegarían a mostrar su obra porque, en el mundo de los libros, es sabido que hay que hacer mucho lobby, mucho trabajo de relaciones públicas, y recibir muchas negativas. Entonces, repito, trabajamos de formas distintas: algunos editores cobran por su labor, por la revisión integral de un libro, porque, aunque algunos autores “geniales” crean que lo ha que ha salido de su teclado o libretita de apuntes es único y maravilloso, la verdad es que un texto siempre necesita de una segunda mirada, de un trabajo que implique la colaboración estrecha entre escritor y editor. En mi caso, editora. Otros, en cambio, no cobran, pues apuestan por un texto, aportando con el capital que implica imprimir un libro, con un tiraje que puede ser distribuido, por lo menos a nivel nacional, de forma continua. Editar no es solo hacer un libro. Es darle vida para que llegue a más lectores. Y lectoras, como en mi caso.
¿Por qué querría una emprender un negocio que en realidad no dará muchos beneficios económicos? Porque alguien, en algún mensaje de autoayuda o quizá en nuestro interior, con voz de Pepe Grillo, nos dice que hagamos lo que realmente nos hace felices. Y a mí, personalmente, los libros son lo que más feliz me han hecho desde niña. Los leo, los consumo, los comento, ¿por qué no hacerlos?, ¿por qué no provocar la misma satisfacción que otros alguna vez provocaron en mí al hacerme llegar sus libros? No miento si digo que el rostro de algunos colegas míos, cuando el libro que han hecho sale de imprenta, se ilumina más que el del mismo autor. O autora, como en mi caso, a veces.
Y es que la intención, también, de varios de nosotros es revivir la relación entre el autor y el editor. Autora y editora, en mi caso. De establecer ese vínculo en el que había más que una transacción comercial entre dos personas que están detrás de un texto. No es una relación vertical, sino totalmente horizontal: el editor (la editora, en mi caso) no pretende erigirse en un ser superior ni salvador del autor (la autora, en mi caso, a veces), sino en potenciar el texto, en hacer que este llegue a su límite, más allá de quien lo haya escrito. La edición no es un juego de egos. Es un juego textual, intelectual, sensual.
Al parecer, para lograr esta relación particular con los autores hay que ser independiente. Jugártelas. Ir construyendo un catálogo que hable de sí, que llame a otros autores. O autoras. Paco Porrúa, el editor de Sudamericana que publicó Rayuela y Cien años de soledad, decía: “En este oficio, a tu muerte, dejas unos libros editados; si son buenos, es que tú fuiste bueno”. O buena, agregaría yo. Y él era el editor de una casa que se volvió enorme; luego, cuando migró a España, fundó Minotauro, una pequeña editorial de ciencia ficción que también creció. De independiente a lo grande. A lo grande sin dejar la independencia.
No puedo sino pensar, cuando intento ubicar las editoriales independientes extranjeras, en esas casas cuyos ejemplares llegan a cuentagotas a nuestro país, pero que exhiben publicaciones bien cuidadas, de autores traducidos, obras de culto, títulos que enriquecen el panorama literario. Porque hay lectores para todo. Lectoras para todo. No puedo olvidarme de casas como Impedimenta, de España, que se fundó hace doce años y que hoy en día tiene un catálogo apetecible y que se ha jugado a fondo por la traducción del gran Mircea Cărtărescu. Pienso también en Wunderkammer, editorial española cuya presentación es “Libros ocultos, libros de culto”, y que fue la única casa que me ofreció una atractiva reedición de un libro inconseguible de Julia Kristeva.
En Latinoamérica la lista de editoriales independientes es enorme, fecunda: pienso en La bestia equilátera, de Argentina, con todo su catálogo de traducciones, entre ellas las de las obras de Kurt Vonnegut; pienso en Valija de Fuego de Colombia; en El cuervo de Bolivia; Cascahuesos editores de Perú. Todas estas entre muchas otras. Todas estas entre las del Ecuador.
Desde el año 2017 existe la asociación Editores Independientes de Ecuador, fundada por cinco casas que, como había dicho anteriormente, eran dirigidas por imprudentes, por apostadores. Y apostadoras, como en mi caso. Antes de reunirse, ya existían las editoriales El Fakir, La caída, Turbina, Deidayvuelta y Doble Rostro. Y un día, viendo la conveniencia de juntarse, estas editoriales convocaron a otras, de carácter independiente. ¿Por qué? Porque entre nosotros y nosotras no competimos. Tenemos un pacto de colaboración, de ayuda mutua. Nuestras líneas editoriales discurren por sendas distintas. Y sin embargo, nos une la idea de producir libros que rompan el mínimo canon establecido en nuestra pequeña república de las letras.
Basta con mencionar la emergencia de estas editoriales y su impacto con los resultados de los últimos premios municipales: La caída y Turbina sacaron libros que fueron elogiados y premiados, como El fotógrafo de las tinieblas, de Santiago Rosero, y Lama, de Sabrina Duque. Ambos son libros de crónicas. Lugar, libro de teatro de Gabriela Ponce, ganador también de uno de estos premios, fue publicado, asimismo, por Turbina. Hablar de la calidad, entonces, de los productos de los independientes, está de más. Para muestra un botón.
Entonces, si iba tan bien todo por separado, ¿por qué juntarse? ¿No se perdería ahí el carácter de “independiente”? Porque lo independiente hay que ganárselo, sobre todo a nivel de respeto. Porque los independientes parecen pequeños cuando están solos, pero cobran su dimensión real cuando están juntos. Y aunque parezca un cliché, no miento: unidos somos más fuertes, sobre todo frente a las grandes instituciones. Sobre todo frente a quienes creen que tienen en las manos el futuro cultural de un país y creen que al dar su apoyo a los “independientes” están otorgando migajas. Sobre todo frente a quienes les gusta salir en las fotografías y nada más.
La asociación de Editores Independientes del Ecuador aún tiene un camino enorme por recorrer. Estamos aprendiendo. Queremos sumar más miembros al grupo, no para ganar dinero, sino porque somos curiosos por naturaleza, nos interesa saber qué hacen los otros con sus libros, con su perspectiva sobre la lectura, sobre la cultura, sobre todo. Los otros siempre tienen algo que decir. Y las otras también. La diversidad es un territorio inexplorado. Una república independiente. ¿Y ese término de qué iba?
Después de tanta cháchara y de tanto trabajo, ¿aún no defino lo “independiente”? Según la RAE, hay tres acepciones para esta palabra. Todas relacionadas. Me gusta más, sin embargo, la tercera, y será con la que me quede, la que exponga, para englobar todo lo que he dicho en los párrafos anteriores.
“3. adj. Dicho de una persona: Que sostiene sus derechos u opiniones sin admitir intervención ajena” (DLE).
Me gustan las palabras “persona” e “independiente”. Se aplican a ambos géneros. Se aplican a esos apostadores, a esas imprudentes, a esas autoras, a esos editores, a quienes hacen que el mundo del libro no muera frente a una descarga brutal de las redes sociales, a quienes aún disfrutan de hacer un libro a la vieja usanza, con palabras nuevas, con diseños nuevos, con viejos amigos. Con una especie de sabiduría antigua que se pierde y se recupera a intersticios. Con una rebeldía que se nutre no de la destrucción, sino del aprendizaje de los errores, de la historia que la edición también tiene, ¡por favor!, para encontrarnos con esos pequeños, los independientes, que se hicieron grandes, aunque algunos no se convirtieron en lo que querían. Aprendemos también de los logros. De los libros que aún atesoramos en nuestros libreros, a pesar de las nuevas tendencias a desecharlos.
Me gustan las personas independientes. Porque apuestan. Y en esa apuesta quizá esté el libro donde encuentre las preguntas que no tienen respuesta, pero que me conducen a más libros y preguntas. A mí y a todos, y a todas. De la mano de un autor maravilloso. O autora. Qué sé yo.
* El título, por supuesto, es un jueguito editorial algo macabro, lo reconozco. Raymond Carver tenía a su editor, Gordon Lish, quien, al parecer, metió más mano de la que debía en los textos de su autor. Y sin embargo, esa mano fue la que cinceló el estilo de Carver, sobre todo en su conocido libro De qué hablamos cuando hablamos de amor.