Por Fernando Hidalgo Nistri.
Fotografía: Shutterstock.
Edición 458 – julio 2020.

En las dos primeras décadas del siglo XX, el Ecuador y muy especialmente la región centro y norte serrana sufrieron enormes transformaciones. En términos generales puedo decir que el arribo de la primera locomotora a Quito en 1908 supuso un antes y un después en nuestra historia. A raíz de este acontecimiento el país empezó a ser otro. Los cambios no solo tuvieron lugar en el campo de sus infraestructuras y desarrollo material, también la población vivió importantes transformaciones mentales. Si algo produjo esta época, fue un inmenso ejército de jóvenes inconformes y desadaptados al medio. Las nuevas generaciones buscaron a toda costa el cambio y dar un carpetazo al pasado. En múltiples oportunidades mostraron un odio visceral a la mediocridad imperante, a los viejos políticos y, por descontado, a la religión. De hecho, se mostraron enormemente críticos con la historia del país. Este fue un fenómeno que afectó a no pocos hijos de las familias tradicionales y de abolengo, así como a los nuevos sectores emergentes. Pero no todo quedó ahí: también protestaron contra el profundo aburrimiento que se padecía en las ciudades. No había diversiones ni entretenimientos capaces de saciar las ganas de vivir de esta nueva generación. Algunos viajeros que llegaron al país dieron buena cuenta de lo sosas y aburridas que eran las ciudades serranas. Apenas si había vida social y los máximos entretenimientos eran los encierros taurinos o las peleas de gallos. Nada de clubes sociales, nada de restaurantes ni de locales de diversión y, por supuesto, una vida cultural limitada. Como bien lo señaló el popular Kanela Andrade en una de sus crónicas, Quito era la capital mundial del aburrimiento.
La generación decapitada
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