Hay ciudades que no son solo calles, sillas, casas, ventanas, manos u ojos. Hay ciudades que te despiertan o que despiertan algo en ti que llevaba dormido mucho tiempo. Hay ciudades que esconden secretos, tal vez debajo de la tierra. Ciudades que son mapas para entender la sangre.
Los dramaturgos se preguntan qué fue primero, ¿el personaje o la historia?, y luego descubren —o entienden— que el personaje es la historia. Entonces, la vida del personaje no es más que el reflejo de su mundo interior. Estas leyes son las mismas leyes de la vida y recuerdan a la filosofía zen, en la que el cuerpo es el reflejo del interior. También recuerdan a esa teoría que yo inventé (o quizá inventamos todos a los diez años) y que dice que nuestros cuerpos están durmiendo en alguna parte, quizá conectados a máquinas, como en The Matrix, y nuestra mente sueña y fabula la vida que no es más que una representación imaginaria para entender mejor al cuerpo.
Los indígenas llaman huacas a los lugares en los que se concentra la energía positiva, ahí construían sus templos que después fueron enterrados para ser reemplazados por iglesias. Las ciudades se vuelven mágicas por cómo las miramos o por las cosas que hacemos o dejamos de hacer para recordarlas después. Pero no es tan simple, también está el azar. El azar me ha llevado varias veces a Cuenca y allí mi vida siempre toma giros. Cuenca metamorfosea el alma. La primera vez que vine fue hace diez años, en uno de mis primeros viajes sola. Coger la maleta e ir a conocer el mundo por primera vez es una sensación que, aunque luego se intente imitar, jamás será igual. Tal vez por eso todo me parecía mágico. La casa antigua a la que llegué, el chico raro que me recibió (tomaba coca cola caliente mientras veía televisión todo el día), las calles laberínticas del centro, el río que se descubría en medio del sol destellante tras bajar las escalinatas. Aquella vez llevaba una mochila con un cuaderno de dibujos, La historia del Tiempo de Stephen Hawking y un DVD de Odisea en el espacio, la cinta de Kubrick. Y ahora lo entiendo mejor, mientras descubría Cuenca también me enfrentaba al misterio del Tiempo y del Universo, y casi como consecuencia, conocía, al menos un poco, los alcances de la libertad.
Recuerdo beber una cerveza en lata mientras alternaba partes del libro con partes de la película y brindaba conmigo misma. Luego decidí que, si no había con quién farrear (el chico que me recibió no era nada fiestero), debía ir sola. Y así lo hice. Tomé una cerveza en la plaza Calderón y un gendarme me dijo que no podía libar en la calle, menos aún “sola”. Me fui al famoso bar El Prohibido, me hice amiga de otra viajera solitaria y juntas nos fuimos de bar en bar conociendo gente, viviendo nuestra propia historia. Ya no regresé a la casa del niño freak: la viajera, que era alemana, me alojó en su casa y al otro día nos fuimos a Guayaquil y yo me llevé en el bolsillo una historia: viajé a Cuenca sola por primera vez, me pareció una ciudad soñada, quise volver y algún día vivir ahí, porque ahí conocí las estrellas, y dibujé y conocí una alemana de nombre extraño y me enamoré un poco de ella, porque ahí me sentí, por un momento, libre de verdad.
Las veces que regresé siempre fueron especiales. En Cuenca he cumplido años sola, he terminado amores y he revivido otros, he sido víctima de mi propia soledad y también he sido bendecida con la bondad de los desconocidos. La ciudad nunca me ha sido indiferente. A veces ha sido dura, pero así son los mapas de los mundos interiores. Y para mí Cuenca es una ciudad espejo.